634 Hudson Street Cap. 1, 2 y 3

A Sonia, por estar siempre ahí.
A Lou Reed, por descubrirme el rock. R.I.P.

1.
Blanco. Negro.
Blanco. Negro.
Eso era todo lo que yo llegaba a ver. Ni siquiera a verlo, pues mis ojos no podían hacer otra cosa sino mantenerse cerrados. Era como si mis párpados se hubieran vuelto transparentes, para permitirme ver los fluorescentes que, intermitentemente cada medio segundo, lanzaban su blanquecino haz luminoso intentando atraerme hacia él. Débil. Sin fuerzas para emitir un mísero gemido. Frío por todo el cuerpo; y calor en la cabeza.
No podía mover un solo músculo. Sin embargo, sobre mi espalda, sentía los débiles golpes del traqueteo al pasar de una baldosa a otra. Como si su origen estuviera dentro de mi cabeza, podía escuchar el agudo y punzante chirrido de la rueda de goma que rodaba a gran velocidad un metro por debajo de mi oído izquierdo. Por el derecho, todo era silencio. Como si la muerte llegara por ese lado.
De vez en cuando, una voz dulce, femenina, preocupada, se sobreponía al estridente sonido. “¡Paso, paso, dejen paso!” Otras veces, durante el blanco luminoso, una figura borrosa se interponía entre la luz y yo.
Frío. Cada vez más frío. Calor. Cada vez más calor.
Dicen que cuando se está a punto de pasar la línea que separa la vida de la muerte, uno ve un rápido recorrido de toda su vida. Creo que no era mi caso. Claro que tampoco era esa la primera vez que me encontraba sobre una camilla debatiéndome entre la vida y la muerte. Quizás, ya había pasado por ese momento. Desde luego, ahora no lo recordaba.
Cuatro veces. Esta era la cuarta vez que la muerte venía a por mí; y parecía que en esta ocasión lo iba a conseguir. Ese frío no lo había sentido antes, en ninguna de las tres ocasiones. Cada una de las cuales llegó de manera diferente.
“¡Paso, paso, dejen paso!”
La tercera vez sucedió en esta misma ciudad donde me encuentro, y tuvo lugar hace algo más de un año. Era un día soleado. Ni una sola nube. El cielo azul. Hacía tiempo que no llovía, y la polución se sentía al respirar. Desde luego, mi extraña y recién descubierta alergia lo notaba en mi garganta. Picor y tos. Nunca antes la había sufrido.
Caminaba tranquilamente por una de las avenidas que suben hacia el parque. El rock de los americanos Local-H retumbaba en mis auriculares. Iba tan ensimismado en mi música que, inconscientemente, cantaba en voz alta. Lo recuerdo, ahora. Ahora que vuelvo a ver las caras de aquellos con quienes me había cruzado momentos antes. Estos sonreían como lo hacemos cuando nos cruzamos con alguien que, sumergido en su mundo, no es consciente de lo que hace. Recuerdo hasta el comienzo de la canción. You’re lucky. I’m lucky too (Eres afortunado, yo también soy afortunado). La música me impedía escuchar cualquier otra cosa. Mis pensamientos, a lo suyo. Nada sucedía a mí alrededor. Sí, recuerdo ver que, en un momento, alguien se agachaba a mi lado y me hacía un gesto para que hiciera lo mismo. Pero, como decía la canción que sonaba en mis oídos, yo era afortunado y nada iba a detener mi suerte. Hasta que algo me golpeó en el brazo izquierdo. ¡Joder, que daño! Cuando bajé la vista para llevarme la mano hasta el punto de impacto, quedé paralizado. Mi brazo chorreaba sangre, empapando la camisa floreada que estrenaba esa mañana; una imitación a las que el mismísimo Hendrix solía usar. ¿Afortunado?
Tenía la mañana libre y me había levantado con la idea de tumbarme al sol durante unas horas. La sangre había descendido hasta mi mano y saltaba desde la punta de mis dedos hasta el suelo, donde ya comenzaba a formarse un pequeño charco de denso fluido rojizo.
Frío. Calor. El frío se apoderó de mí, dejándome petrificado. Entonces, volví a la realidad. A un lado y a otro de mi posición, ocultos tras algunos coches, policías y ciudadanos se batían en duelo entre ráfagas de disparos. Tuve suerte y terminó la canción. “¡Al suelo! ¡Al suelo!” Acabé en el suelo. No porque obedeciera, sino porque caí desmayado. Durante los minutos que quedé sin conocimiento, a mí alrededor saltaron montones de casquillos. Algunos quedaron sobre mi cuerpo.
Cuando desperté, todo había terminado. Desde la camilla, mi tercera camilla, pude ver los acribillados cuerpos sin vida de cuatro hombres que vestían elegantes trajes de color oscuro. A unos metros de ellos, varías armas brillaban por el sol que bañaba toda la calle. Los ríos de sangre que habían nacido de cada cuerpo se habían juntado sobre el asfalto para formar un pequeño lago que, gracias al dorado sol, tomaba un color violeta.
Dos paramédicos empujaban mi camilla. El sol golpeaba sobre mi cara. Los auriculares, ahora sobre mi pecho, seguían lanzando su música. No conseguía distinguir qué era lo que estaba sonando, así que con mi mano derecha cogí uno de los auriculares y lo acerqué a mi oído. Se trataba del siguiente tema del disco de los Local-H. Eso confirmaba que desde mi desmayo habían pasado entre tres y cinco minutos. Volvía a marearme. Otra vez, dejé el auricular sobre mi pecho. Los paramédicos aceleraron el paso. “¡Paso, abran paso!”. Sobre mi espalda, sentía la irregularidad del asfalto.
Lo siguiente que escuché, todavía con los ojos cerrados, fue una voz femenina. “Por unos centímetros. Un poco más a la izquierda y no la cuenta. Dadle el alta. En unos días todo habrá pasado para él. Hasta podrá volver a meneársela”. Esa última frase me hizo gracia. Podía haberme enfadado. Sin embargo, me dio fuerzas para abrir los ojos y ver quién había hablado así de quién había estado a punto de cambiar de barrio. Sólo pude verla de refilón entre las cortinas que separan un box de otro en el hospital. Estaba de espaldas. Melena oscura. Una bata blanca cubría todo su cuerpo. Durante un segundo, mientras atendía a otro de los heridos, en este caso un policía, me dejó ver su cara. “Este no ha tenido tan buena suerte”. Ojos oscuros, tez morena y… una mascarilla que le cubría media cara. Intenté llegar hasta sus pechos, pero desapareció antes de que mi vista pudiera alcanzarlos.
Días después, días de total reposo casero, sentí la necesidad de volver a verla. Regresé al hospital y pregunté por ella. Angela Gilmore. Ese era el nombre con el que había firmando el informe médico. Quería darle las gracias por haberme atendido, pero ella había dejado su trabajo. Nadie sabía qué había sido de su paradero. Imagino que sólo la estaban protegiendo. Ahí le perdí la pista y nunca más supe de ella.

La primera vez que mi cuerpo reposaba sobre una camilla fue hace ya unos cuantos años. Veinte, exactamente. Por entonces, todavía vivía en mi ciudad natal, Madrid, y acababa de cumplir los veinticinco. Una edad sobradamente mayor para haber abandonado mi juventud de excesos en drogas, alcohol y sexo de aventuras, pero suficientemente joven como para abandonarme a la muerte. Los excesos del pasado y la preocupación por el futuro habían pasado factura, concediéndome una larga temporada de ansiedad y pánico. Mi cabeza iba y venía, de un segundo para otro. Había cambiado los porros de hierba y hachís, la coca, los ácidos y el speed por el tranquimazín y el orfidal. Que mi cabeza no estuviera en su sitio, era algo habitual.  Eso creía yo, por lo que terminé acostumbrándome. Hasta que un fuerte dolor de cabeza me obligó a visitar a mi médico. Su reacción al teléfono fue rápida y preocupante. “¡Preparad la maquina! ¡Tenemos una resonancia urgente!” Las palabras “tumor cerebral” no habían sido pronunciadas, pero yo ya había podido leerlas en su mente. ¿Saben el efecto que esas palabras pueden provocar en alguien que sufre de pánico? El balcón de casa y los puentes parecen llamarte. El miedo se dispara, obligándote a multiplicar la dosis del fármaco que lo anula. En un momento, te haces amigo de la muerte. No la conoces, pero no importa. Quieres ser su amigo y le suplicas que no, que todavía no es tu momento. Le prometes que siempre tendrás un hueco para ella en tu corazón, pero que todavía no estás preparado para tomar su camino. “¿Por qué, yo? No. Todavía no. Tengo mucho que vivir y muchas tías que follarme. Rubias, morenas, pelirrojas... Te empiezas a preguntar qué coño has estado haciendo todo ese tiempo. Por qué lo has perdido estudiando y trabajando. Te dan ganas de llamar a cuatro putas de lujo, de esas que frecuentan los buenos y lujosos hoteles y clubs, y gastarte los ahorros para conseguir que te hagan lo que nadie se ha atrevido a hacerte. Carpe Diem.

Blanco. Todo es blanco cuando estás sobre la camilla que, como si fuera un gigantesco pene, se introduce en la cueva de paredes blancas como el cielo. La cabeza fija, sujeta; como si se tratara del yugo. Ojos desorbitados, tratando de ver más allá de la máscara que cubre tu rostro. Brazos extendidos. Manos sudorosas por el miedo. La perilla de emergencia entre los inquietos dedos. ¡Aprieta, no aguantes! ¡No aprietes, aguanta! ¡Tienes que aguantar! Los pensamientos corren más rápido que los electrones que componen tu materia. Una imagen, y otra, y otra, y otra, y la primera, y la última, y la primera otra vez. Te dan ganas de levantarte y destrozar la valiosísima máquina. De correr. De no parar. De saltar. De morir. Aguantas. Eres fuerte y aguantas. No sé, pero estoy seguro que son muchos los que no soportan ese temor y aprietan la perilla: “la perilla del pánico”. Los hay que tienen suerte y están tranquilos durante los veinte o veinticinco minutos que dura la prueba. Hay quien incluso se duerme; suerte la suya.
Los ruidos extraños te acompañan todo el tiempo. A mí, éstos no me dan miedo. Oírlos golpear mi cerebro es como estar escuchando una canción de Sigur Ros. Pero yo necesito moverme. Mover mi cabeza para poder detener mis inquietos pensamientos, y así relajar mi mente y combatir mi pánico.
Por fin escuchas que se abre la puerta. Cierras los ojos. Los abres, nuevamente. La prueba ha llegado a su fin. La máquina se detiene. Alguien tira de la camilla para sacarte del túnel celestial, para devolverte a la vida; o eso esperas. Todavía sentado sobre la camilla y recuperándote de tu viaje al infierno; el iris de tus ojos recuperando su tamaño habitual, pero sin perder ese brillo otorgado por el tranquimazín; miras a tu médico, quien se está tomando su tiempo para hablar. Vamos, hijo puta, dime que estoy bien y que no tengo nada. Esos son tus pensamientos. Estás a punto de convertirlos en palabras. Lo vas a decir. Estás… “¿Qué? ¿Cómo ha ido? Deme buenas noticias”. No has tenido huevos. Cierto. ¿Qué culpa tiene este señor que sólo trata de ayudarme? Una pequeña sonrisa. ¿De qué coño te ríes, cabrón? Ya puedes darme buenas noticias, porque si son malas y me lo dices con esa sonrisa, me cago en tu puta madre y te estallo la cabeza contra la máquina.
-¿Qué? Eso quiere decir que…
-Eh…
Desconoce mi nombre. No sabe quién soy.
-Eduardo.
-Sí, Eduardo. Eso quiere decir que no se observa ninguna alteración en la señal o en la morfología en el tronco del encéfalo ni en los hemisferios cerebolosos. Que el cuarto ventricular es de tamaño, morfología y situación normal.
Entonces se te escapa una pequeña sonrisa. Quieres entender que todo ha ido bien y que no hay nada de qué preocuparse. “Ahí dentro, todo está bien”. Largo suspiro. Otro largo suspiro; incluso más largo que el primero. Alguna lágrima que quiere salir en busca de oxigeno. ¡Joder! ¡Joder! ¡Que se joda la puta muerte! Pero entonces piensas. Que cerca he estado. Gracias. Le dices a La Muerte, como si esta te estuviera escuchando (y lo hace). Gracias por concederme más tiempo.
Desde ese momento, “La Muerte” se convierte en tu mejor amiga. No sales con ella de copas, ni te la llevas al trabajo, ni dejas que te acompañe cuando te lo estás haciendo con un nuevo ligue, pero cada vez que te diriges a ella, ya no lo haces como lo hacías antes. Ahora le muestras respeto e, incluso, simpatía. Como si portándote bien con ella, ante una nueva ocasión, fuera a declinarse por volver a dejarte escapar.
-No obstante, parece que has sufrido un pequeño derrame cerebral. De ahí, tu dolor de cabeza. Has tenido suerte que ha sido pequeño. Pero no te preocupes, ya ha pasado. Para otra vez, si te duele la cabeza, ven antes.
-Ya, pero… las migrañas y la ansiedad son frecuentes en mí. Creí que era más de lo mismo.

Sin lugar a dudas, la segunda vez que me vi sobre una camilla, fue la más importante de todas. Todavía puedo sentir a “La Muerte” saltando sobre mi pecho. Intentando hacer lo posible para que la acompañara en su viaje de vuelta a no sé dónde.
Los enfermeros trataban de reanimarme, de que siguiera consciente. Pero yo perdía demasiada sangre. Desde mi primera resonancia con el doctor X (había olvidado cómo se llamaba) habían pasado más de veinte años. Todavía me encontraba en Madrid, lo que me recordaba que este segundo roce con la muerte tuvo lugar hace tan solo dos años. El paso del tiempo y el tratamiento habían hecho desaparecer mi continuo estado de ansiedad. Tenía trabajo, pero la escritura se había convertido en mi pasión. En otra de ellas; las otras dos eran la cocina y la música rock. Cocinaba para los amigos y, de vez en cuando, pinchaba música en varios clubs de rock.
Durante esos casi veinte años había escrito varios libros, pero no había tenido suerte y estos sólo habían llegado a venderse en unas pocas librerías de la ciudad. Ciencia ficción, literatura de viajes, novela erótica, teatro, psicothriller. Había probado varios géneros, pero hacerse un hueco en la literatura de España era poco menos que imposible. Es como dedicarse al cine o a la música. O tienes un padrino que te acoja, o es misión imposible. Pero yo confiaba en mi capacidad creativa, pues también habían sido muchos los que habían dicho que les habían gustado mis libros. “Escribiendo en Inglés, es mucho más fácil vender”, me decía a mi mismo continuamente.
Entonces llegaron la crisis y los recortes. Cuando estaba a punto de editar una de mis novelas, la editorial paró todas las publicaciones y el libro volvió a la despensa. Pero las cosas empeoraron. El Gobierno que iba a poner solución, sólo empeoraba la situación. Despidos masivos. Subidas de impuestos. Ayudas a los bancos que nos habían arruinado. Paro y más paro. La gente pasaba hambre y muchos se quedaron en la calle por no poder pagar la hipoteca de sus viviendas. Sin embargo, el pueblo no hacía nada. Había más gente en los campos de futbol que en las manifestaciones de protesta. Quienes nos estaban ahogando seguían ganando elecciones. No podía permitirlo. Yo no podía permitirlo. No podía matar a nadie, aunque tuviera ganas de hacerlo, pero si podía usar mi pluma para despertar la inconsciencia del pueblo.
Recuperé mi corazón y rabia de izquierdas y escribí un panfleto de sesenta páginas en el que irónica y abiertamente criticaba la desastrosa política del Gobierno. Sesenta paginas que ridiculizaban y acusaban a la Derecha y animaba a los simpatizantes de izquierdas a que recuperaran sus ideales para “dar por el culo” a quienes nos estaban machacando. Por supuesto, el libro, libreto, lo colgué en internet gratis y este rápidamente prendió como la pólvora. El éxito que no había tenido antes con ninguna de mis novelas, ahora tenía un hueco entre los cientos de miles de ordenadores, teléfonos móviles, tabletas, papel...
Mi “Revolución 5.0” se convirtió en toda una referencia del ideal de izquierdas. Fue tal el impacto que tuvo en los dos bandos (los de izquierdas, animados para echar al Gobierno; los de derechas, desmoralizados por el efecto desastroso en sus filas) que una alegre mañana de otoño, cuando salía de mi casa para dar un paseo, un simpatizante de la ultraderecha se acercó a mí y, sin mediar palabra, sacó una pistola y me disparó tres veces. Por suerte, dos jóvenes que iban en sus bicis de montaña se lanzaron sobre él, haciéndole caer e impidiendo que vaciara su arma.
Dos calles más abajo, estaba uno de los ambulatorios de la ciudad. Como casi siempre, la ambulancia de su servicio de urgencias estaba aparcada en su parking. En tres minutos, dos enfermeros me estaban atendiendo y me llevaban a toda velocidad al hospital.
Blanco. Negro.
Blanco. Negro.
Era la primera vez que tenía esa visión que, ahora, otra vez se repetía. Dos semanas entre la vida y la muerte y otras dos en el hospital. Cuando me dieron el alta, decidí abandonarlo todo. Dejaría el trabajo y la escritura. En cuanto recuperara las fuerzas, abandonaría la ciudad. Necesitaba cambiar de aires, comenzar otra vez. Había vuelto a nacer y necesitaba crecer en otro lugar. Parecía que “La Muerte” residía en Madrid y estaba empeñada en llevarme a su lado. No me quedaba otra, tenía que cambiar de residencia. Llevaba años pensando en hacerlo, pero tuvo que ser un libro quien me animara a hacerlo. Mi “Revolución 5.0” fue quien me trajo a Nueva York y quien hizo que conociera a esta loca.

2.
21 de marzo, primer día de primavera del 2012. Hacía una mañana soleada. Extraña temperatura; más alta de lo normal para esa fecha. El sol bajo bañaba las calles de este a oeste, desde el East River hasta el Hudson. Como llevaba unos días haciendo bueno, yo había decido salir a caminar. La calle 14, Union Square, la 23, y Park Avenue, hasta el que se había convertido en el punto de mi primer café (siempre descafeinado).
El paseo por la calle 14 era maravilloso. El sol de frente, cegándome la vista y obligándome a entrecerrar los ojos. Al llegar al número 25 había parada obligatoria. Mi amor por el rock me obligaba a detenerme frente al escaparate del Guitar Center y contemplarlo durante unos minutos mientras mis oídos eran distorsionados por lo último de los Sonic Youth o, los siempre presentes, Led Zeppelín, Black Keys o Foo Fighters. Cuando la canción en curso acababa, reanudaba la marcha. En Unión Square, cruzaba el parque por los pasillos que se abrían entre sus jardines; me gustaba percibir el aroma de los arboles en flor. Echaba una pequeña reverencia a Sr. George Washington y seguía mi camino hacia la archifamosa Broadway, donde las tiendas de ropa y souvenires se preparaban para abrir sus puertas. Al llegar al cruce con la calle 23, justo donde esta se divide en este y oeste, volvía a encararme con el sol. Este ya estaba un poco más alto y su fuerza se hacía más evidente. Eran las nueve de la mañana, minuto arriba minuto abajo, cuando otra vez me sumergía en la sombra que se abría camino a lo largo de la interminable Park Avenue.
A lo lejos, levantándose colosalmente, podía ver las torres que coronaban la Estación Central. Poco a poco, a paso tranquilo, iba dejando atrás algunos bancos, restaurantes, delys y pequeños colmados que ya habían expuesto sus frutas y verduras en sus puestos callejeros. Las furgonetas que ofrecían café, zumo, bollos y baggels ya atendían a las colas de clientes; la mayoría ejecutivos de oficinas que, acosados por las prisas y el estrés, se detenían lo justo para hacerse con un desayuno take-away.
En la esquina con la 28 tocaba esquivar las legiones de ciudadanos que provenientes del metro suburbano salían a la superficie. Mujeres. Hombres. Blancos. Negros. Caucásicos. Sudamericanos. Chicanos… Una marabunta que se desplegaba en todas las direcciones: norte, sur, este y oeste. Incluso arriba, hacia las colmenas de oficinas que se extendían a lo largo de toda la avenida y calles adyacentes.
Una calle más arriba estaba mi destino: el Starbucks de Park Avenue con la calle 29. Un punto base en mi ascenso hasta la Estación Central. Bueno, más concretamente, hasta la calle 38 con Park, donde un trío de Yorkshire Terrier me esperaba para su diario paseo matutino.  De diez a doce, Loni, Yuri y Susi tenían que estirar sus pequeñas patas y vaciar sus diminutas vejigas. Además de compartir algunos ladridos con sus amigos Alabama y Nebraska; los dos Buldogs que Flavio, mi colega paseante de perros, bajaba al parque Peter Detmold a la misma hora que yo.
Nueva York es una ciudad difícil para los recién llegados y cara para la mayoría de los bolsillos. Pasear perros se ha convertido en un trabajo de lo más solicitado y, a decir verdad, no está mal pagado. Además, como resulta ser mi caso, si te gustan las mascotas caninas, es un trabajo de lo más placentero. Vas paseando tranquilamente de un lado para otro. Te detienes un momento para charlar y continúas tu recorrido. Una buena manera de hacer amistades. Los perros y los niños unen. Realmente, unen a sus cuidadores. Desde luego, yo me atrevería a decir que no era un trabajo que me disgustara. Al igual que sucedía con los otros trabajos que compaginaba.

Mientras el Coexist de los XX suena en mis oídos, algo suave y tranquilo para desayunar, chequeo el correo en mi teléfono. El wifi del Starbucks de la 29 con Park se ha convertido en mi primer aliado del día. El ardiente vaso de cartón reposa sobre la pequeña mesa individual de madera que queda junto al ventanal que se asoma a la concurrida avenida. El amarillo de los taxis inunda el asfalto. Algunos van cargados con pasajeros. Otros, vacios, saltando de un carril a otro para adelantarse a sus colegas y cazar a su primer, segundo, tercer… o último cliente; pues son muchos los conductores que tienen cara de llevar toda la noche al volante.
La puerta del café no deja de abrirse y cerrarse. Unos entran. Otros salen. Unos buscan su primer café. Otros salen con él en la mano dando un sorbo antes de empujar la puerta y encaminarse a su oficina, despacho o tienda. En la pantalla de LEDs que cuelga de una de las paredes, se muestra la información de la música que se está reproduciendo en el local. CANDY. LEE MORGAN. JAZZ.
La mayor parte de las mesas están ocupadas. Las grandes son compartidas por varios clientes. Las pequeñas acogen a los solitarios. Las tabletas y portátiles presiden las mesas, y los chats y correos están presentes en todas las pantallas. Algunos clientes hablan por teléfono. Unos pocos leen atentamente el libro que sujetan en su mano. Huele a café, a café de todos los tipos: dulce, amargo, afrutado, suave, denso, más dulce, más amargo. De vez en cuando, la bollería también deja sentir su aroma y su calor.
Yo nunca he tomado café, pero en Nueva York me he acostumbrado a él. Aquí, no tomar café es como decir que no tienes nada que hacer. Doy un sorbo a mi capuchino descafeinado y veo que he recibido un mensaje que solicita de mis servicios como cocinero para esa noche.
Cocinero a domicilio; otro de mis trabajos. La cocina española se ha puesto de moda y mucha gente contrata un cocinero para que cocine para ellos. Amigos, negocios o simplemente familias. Dos, cuatro, seis u ocho comensales. No más. Esa es mi primera regla. Cocinar para más de ocho, ya no es “cocinar”, es “hacer la comida” y eso ni se me da bien, ni me gusta. Contesto con un “disponible” y mi tarifa. 200$ si hay entre 2 y 4 comensales o 300$ si son entre 5 y 8. No hay tarifa fija en esto, depende de cada uno. Conozco un cocinero francés que su caché no baja de los 500$. Sólo queda esperar confirmación, asistentes, dirección y hora.
Doy otro sorbo a mi café y levanto la vista hacia la puerta que se acaba de abrir. Ahí está ella. Puntual, como siempre. Puntual, como la mayoría de los habitantes de esta ciudad. Siempre que el tráfico lo permita, cosa que pocas veces sucede. El teléfono sobre su oído y, hablando más alto de lo normal, para ser americana. Quizás eso se deba a su sangre latina. Porque no hay duda de que en ella hubo algún antepasado que llegó del sur del continente. Su tez morena y sus ojos negro azabache la descubren.
La mañana venía preciosa; como todas las demás mañanas, como las cuatro mañanas seguidas que llevaba viéndola. Un vestido ajustado de color negro la hacía más delgada; claro que tampoco lo necesitaba. Unas medias negras estilizaban sus piernas y unos tacones de vértigo levantaban su trasero, el cual se escondía bajo un largo abrigo de piel de algo (no soy experto en pieles). Su pelo negro, ondulado, caía hasta sus hombros a ambos lados. Pidió un café grande; ella no lo era, creo que no llegaba al metro sesenta; y se sentó en otra solitaria mesa que había quedado libre justo frente a la mía.
Estábamos el uno frente al otro. Yo había clavado mis ojos en ella. Los suyos, aunque me miraban detenidamente, no se habían percatado de mi presencia. Tampoco lo habían hecho sus pensamientos. Yo o nada, éramos lo mismo. Yo o todos los presentes en el café, éramos lo mismo.
El carmín brillaba en sus gruesos labios. Su nariz perfecta, como lo debían ser los pechos que tímidamente se asomaban por el abierto escote de su vestido. Me quedé en ellos unos segundos. Su firmeza sólo podía deberse a dos cosas: o ese ángel oscuro tenía no más de veinte años o sus redondeados pechos eran obra del mejor bisturí de la ciudad; o del país.  Otra vez, la miré para estudiar su edad. Unas nacientes patas de gallo al final de sus ojos, me dieron la respuesta. Rondaba los cuarenta y cinco; los mismos años que yo. De cualquier manera, ella resultaba de lo más interesante. Además, las cosas no parecían marcharle nada mal.
Creo que sin ser consciente, sin desearlo, sin siquiera darse cuenta de que yo no le quitaba ojo, sonrió con una pequeña mueca. Discretamente, me volví para ver si detrás de mí había alguien a quien pudiera ir dirigida su sonrisa, pero no. Esa tímida sonrisa sólo pudo ser para mí, si es que realmente tuvo intención de sonreír. Al momento, se le escapó la misma mueca. Pero, ahora, esta iba acompañada de una mirada directa a mis ojos. Sin embargo, su sonrisa se transformó en un gesto de desprecio. Este tampoco parecía dirigirse a mí. Para ella, yo seguía sin existir. Aun así, algo había captado mi atención. Sus labios. La forma de estos al hablar. Acababa de leer en ellos, de leer sus palabras, y estas no habían sido en inglés, sino en español.
Paré la música para intentar escuchar su conversación. Sí, no había duda, hablaba en mi idioma. Eso me podía facilitar la conquista, pues se me daba mejor ligar en español que en inglés. Ya estaba pensando en cómo comenzar la conversación cuando oí algo que detuvo mi plan de ataque. “Tu libro es bueno, por eso lo hemos publicado. Aquí hay muchos hispanohablantes pero traducido al inglés tendrá muchos más lectores”.
Por primera vez en mucho tiempo, en esos quince meses que habían pasado desde mi llegada a Nueva York, volví a pensar en mis libros. ¿Y si estaba ante mi posible editora? Yo siempre había soñado con editar mis novelas en Estados Unidos, pues consideraba que este era el único país donde un escritor podía empezar a tener éxito. Si se tenía éxito aquí, entonces se triunfaba en cualquier otro lugar. “Verás como convertimos tu libro en un best-seller. Esta tarde, estate puntual a las seis en la librería. Habrá algunos periodistas para entrevistarte y cubrir la presentación del libro… Sí, exacto, 555 de la Quinta… Sí, con la 46”.
Se estaba refiriendo a la librería Barnes & Nobles. Yo sabía perfectamente donde quedaba. Había estado dentro alguna vez y había pasado por su puerta varias veces acompañado por Jane y Lucio, la caniche y el labrador de mi pareja de gays preferidos que vivían en la 44 Oeste; justo frente al hotel The Mansfield.
Esa mujer podía ser la llave a mi futuro como escritor. Podía acercarme diciéndole que yo también escribía novelas, o podía esperar hasta esa misma tarde y a las seis plantarme en la librería con una copia impresa de mi única novela que tenía traducida al inglés. Pero después del gesto de desprecio que acababa de ver ante mi continua mirada, lo mejor era optar por una nueva táctica. Dejaría pasar unos días y llevaría un ejemplar a la propia editorial. Claro que… ¿de qué editorial se trataba? Editoriales había muchas en Nueva York, pero cuál era la que, como había dicho ella, quería lanzar una colección de autores de novela erótica. A las seis, me pasaría por la librería y vería de qué editorial se trataba. No me quedaba otra. Así que, con la esperanza de que mi adorada cicerona no se hubiera quedado con mi cara, me volví y le di la espalda. Ella no volvería a ver mi cara hasta que me presentara en su oficina y le entregara personalmente un ejemplar de mi “amante del tiempo”.
Pensar en ver mi libro en las librerías del país, me había emocionado. Necesitaba algo de caña en mi mente. Abrí la discoteca de mi iPhone, seleccioné el disco de los Nude Beach; casualmente neoyorquinos de Brooklyn; y seguí tomándome mi café.

Cuando llegué con mis tres terrier al parque canino, Alabama y Nebraska no estaban allí. Evidentemente, mi amigo Flavio tampoco. Entonces recordé que me había dicho que esa mañana tenía un desfile para una firma de ropa. Agradecí su ausencia, pues mi cabeza se había quedado estancada en la situación que acababa de vivir en el café.
Los Yorkshire ya habían vaciado sus pequeñas vejigas y defecado sus diminutas y olorosas bolitas de excremento. Loni y Susi jugaban a morderse la cola la una a la otra, pero Yuri me miraba fijamente, como si supiera que algo no dejaba de dar vueltas en mi cabeza. Quizás sólo quería preguntarme dónde estaba Alabama. Creo que a él le gustaba, y que a ella también le gustaba él, pues, cada vez que coincidíamos, mientras sus hermanas y Nebraska (el macho de la pareja) no dejaban de correr unos tras otros y de morderse, ellos se quedaban a un lado mirándose tranquilamente, frotándose lomo con lomo, y moviendo tímidamente sus cabezas como diciendo “mira esos tontos”.
Había veces, cuando algo me preocupaba, que yo hablaba con Yuri. Él nunca decía nada, pero me contestaba a su manera. Bien me daba la espalda mostrándome su pequeño trasero, lo que yo interpretaba como un “pasa de ello”; o se acercaba a mis pies y se frotaba contra ellos como si fuera un gato, “creo que eso es lo que tienes que hacer”. Pero, en ese momento, no vi ni una cosa ni la otra. Se limitaba a mirarme, dejándome claro que no entendía qué me pasaba. Después de todo, él seguía siendo un perro.
Habían pasado quince meses desde que yo había llegado a la ciudad. Un año olvidado de mi faceta escritora, olvidado de mi parte habladora. Porque cuando uno escribe, lo que realmente está haciendo es hablar. Hablar para muchos. Cuantos más, mejor. Hay quien se conforma con hablar con su mujer, o su marido, o su amigo, pero los escritores son inconformistas. Nunca están satisfechos con el número de personas que los leen. Siempre quieren más y más. Y no por dinero, sino por la satisfacción de ser escuchados.
Para un escritor, un año sin hablar es mucho tiempo. Demasiado. Quizás se debía a eso que, en las últimas semanas, se hubiera despertado en mi interior el desagradable estado de ansiedad. Me había prometido dejarlo, no volver a coger la pluma más que para hacer la lista de la compra y firmar los obligados contratos y seguros que copan el día a día de la vida neoyorquina y americana, pero si quería tener bajo control mi propia cabeza, tenía que recuperar la parte literaria de mi vida. Además, ahora vivía en Nueva York y cada día veía y sucedían cosas que me daban mucho juego para crear nuevas historias. Nueva York es la ciudad de las ciudades. La Sodoma del infierno. El paraíso del reino. Nueva York es única.
Me había convencido; retomaría mi faceta de escritor. Y debía estar en lo cierto, porque Yuri se pegó a mí y se frotó contra mis pies una y otra vez, dándome su aprobación.
Ya en el edificio, de vuelta a casa, subí en el montacargas; iba con tres perros. Abrí la puerta del enorme apartamento y me dirigí a la habitación de las tres criaturas. Los terrier estaban bien educados y, en cuanto pisaron la madera del suelo de su residencia, ninguno levantó la “voz” ni emitió el más mínimo gemido. Sabían que Jennifer, su mama adoptiva, estaba durmiendo. Ella era actriz y esos días estaban ensayando hasta tarde para preparar la premier de su nuevo musical, el cual se estrenaba ese mismo viernes en Broadway.
Me despedí de los perros dando una última caricia a cada uno de ellos y me marché cerrando la puerta con cuidado. Entregué la llave del apartamento al portero del edificio, quien hacía guardia en el exterior bajo el porche verde del numero 66, y puse rumbo hacia mi casa. Ya había recibido la confirmación de la cena y necesitaba hacer algo de compra. Quería comprarlo antes de ir a la librería. Tenía que dejarlo todo listo para salir disparado. Sin retrasarme un solo minuto, a las seis de la tarde, tenía que estar en el Barnes & Noble de la Quinta.

La esquina de la Quinta Avenida con la calle 46 no quedaba muy lejos de mi casa. Eran muchos los días que yo, en un tranquilo paseo, había duplicado o triplicado esa distancia, llegando hasta el lago grande de Central Park, el Metropolitan Museum o incluso el Harlem. Pero esa tarde no disponía de tiempo para caminar tranquilamente dejando que el devenir de la ciudad se mostrara ante mis ojos.
Horas antes, mientras comía un plato de pasta al pesto y veía un capitulo de Castle, mi serie preferida del momento, me había llegado un mensaje diciéndome que la cena se adelantaba a las nueve. Eso cambiaba mis planes. Ya no iría a la librería y volvería para recoger mi equipo; mis herramientas de trabajo: juego de cuchillos (sierra, para productos blandos; liso afilado y grande, para picar y cortar; y otro liso afilado y pequeño), pequeño juego de espátulas, pelador de acero en “U”, Batidor metálico, espumadera, cucharas de madera y cucharon, pinzas, colador, rayador, tabla de plástico para cortar; y la comida que ya había comprado para cocinar. Me lo llevaría todo conmigo. Cogería un taxi en la puerta de casa, me detendría en la librería el tiempo justo para ver el nombre de la editorial y seguiría mi viaje hasta el Upper West Side; la zona que quedaba al oeste de Central Park, entre éste y el rio Hudson, uno de las barrios más prestigiosos de la ciudad, lugar de residencia de muchos ricos y famosos.
A las seis comienza a ser hora punta en Manhattan (si es que hay alguna hora que no lo sea), así que salí quince minutos antes. En el Village ya comenzaba el trasiego habitual de cualquier tarde. El día se había mantenido soleado y con una temperatura envidiada para todo el año: 21 grados Celsius (no me acostumbraba a los Fahrenheit). Por lo menos, eso marcaba la pantalla de mi teléfono. Los bares y restaurantes del barrio habían sacado algunas mesas al exterior y la gente iba ocupando posición para tomarse unos vinos y después cenar con sus parejas y amigos. Esa es una de las cosas buenas que tiene esta ciudad: se puede cenar a cualquier hora, ya sean las seis de la tarde o las tres de la mañana.
En cuanto levante la mano, un taxi se detuvo a mi lado. Metí mi carrito de herramientas (donde también iba la comida) en el hueco entre el asiento del copiloto y el salpicadero y me senté atrás. El conductor, un veterano Sij pakistaní con un pañuelo verde cubriendo su pelo, puso en marcha el contador y retomó la marcha. Siguió recto hasta llegar a la calle 14 y allí giró a la izquierda para coger la Octava Avenida en sentido norte. Perfecto, había tomado el mejor camino. Seguiríamos recto hasta la 46 Oeste y allí giraríamos hacia el este para darnos de frente con la librería. Centré la vista en la pequeña pantalla de televisión que mostraba las últimas noticias y el tiempo que nos iba a acompañar esos días y abandoné mis pensamientos en asegurarme cómo actuar si mi “editora” me veía y me reconocía.
Si mi intención era llevar un ejemplar impreso del libro a la oficina de la editorial, lo mejor era que ella no me viera y me identificara con el tonto baboso que no paraba de mirarla mientras ella se comía su muffin de chocolate ayudada por un capuchino bien caliente. Además, si me reconocía, se iba a creer que había estado escuchando su conversación telefónica. Me odiaría y no tendría ninguna posibilidad de convertirme en uno de sus escritores. Tenía que evitar ser visto. Tenía que entrar en la librería, coger uno de los ejemplares expuestos en la mesa más lejana de donde se encontraran ella y la autora; quien estaría firmando ejemplares; y buscar en la página del Copyright quién editaba el libro. Hecho eso, darme la vuelta y salir disparado.
Volver al pasado había sido duro. Un rato antes, en casa, yo había estado repasando mis novelas. Año y medio sin abrir la capeta “Libros”. En ella estaban todos los archivos de mis obras. Por supuesto, ver allí El amante del tiempo, la novela que yo iba a presentar en la editorial, me había causado una gran alegría. Pero ver junto a ella a la causante de mi “casi muerte a tiros” también me había traído recuerdos que yo intentaba olvidar. Durante diez largos segundos, miré el nombre del archivo fijamente. REVOLUCIÓN 5.0. REVOLUCIÓN 5.0. REVOLUCIÓN 5.0. REVOLUCIÓN 5.0. Posé mi dedo sobre la tecla que borraba el archivo. “¡Bórralo!”, me dije una y otra vez. Pero algo me detuvo. Sí, era cierto que había estado a punto de morir por su contenido, pero se trataba de palabras. Sólo palabras. Yo no había matado a nadie, ni había hecho nada malo por lo que tuviera que arrepentirme. Había escrito sesenta páginas. ¿Morir por sesenta páginas? ¡No! ¿Condenarme por haberlo hecho? ¡Tampoco! En ese momento, me vi invadido por una fuerza y una alegría que me hicieron sentirme más orgulloso que nunca. ¿Por qué no? Me apetecía volver a leer el comienzo de mi obra. Recordar mis palabras y la rabia que me había llevado a plasmarlas sobre el papel.
Ahora, en el taxi, según iba dejando atrás el barrio de Chelsea, volvía a recordar mentalmente mis palabras. Una tras otra, sin olvidar una sola de ellas.
-¡Fuck you! ¡Fuck you!
Sí, eso mismo había escrito yo en mi manual. Pero ahora era mi conductor quien lo gritaba. Se lo decía a un compatriota suyo que acababa de hacerle frenar en seco para no chocar contra él. Volví al presente. Me encontraba en New York, donde los taxistas conducen bastante a lo loco para llegar cuanto antes a su destino y así poder coger un nuevo cliente. ¿Acaso se iban a librar ellos del estrés de esta ciudad?
Al levantar la vista hacia el exterior, vi que me encontraba frente al Azuki, uno de mis restaurantes japoneses preferidos.
Yo hacía algo de cocina japonesa, pero, evidentemente, mi especialidad era la cocina española. De vez en cuando, preparaba algo de sushi o mi propia variedad de “maki” a la que solía añadir alguno de nuestros productos. Finas tiras de anchoas en salazón, huevos de codorniz fritos para que explotaran al morder la pieza, un gazpacho para mojar a modo de soja, un suave ali-oli sustituyendo al wasabi… Además de, por supuesto, nuestro adorado jamón ibérico, el cual yo recibía por correo en sobres envasados al vacío dentro de pequeños paquetes postales; una jugosa tortilla de patata, algo de lo más solicitado por los neoyorquinos; una exquisita paella que algunos dirían “no valenciana”; o alguna de mis especialidades a las que yo llamaba Salmoniyaki o Solomiyaki: lomos de salmón o solomillo de cerdo entero metido al horno al papillote, con un simple condimento de un chorro de salsa teriyaki y alguna hierba aromática. A estos los acompañaba con algo de verdura a la plancha, y listo.
El menú para la cena de esa noche era más español. Un gazpacho que ya había preparado en casa. Dos platos de jamón ibérico recibido vía aérea. Croquetas de bacalao, cuya masa también acaba de preparar y llevaba en una bandeja lista para cortar, rebozar y freír. Y una paella para cuatro que iba a cocinar en mi paellera traída en el fondo de mi maleta. “Without rabit and without liver”. Por supuesto, tal y como solicitaban mis anfitriones (esto es Estados Unidos), sin conejo y sin hígado. Y sin garrafón, aquí muy difícil o imposible de conseguir. De postre, un flan de castaña al más puro estilo leones; una delicia también elaborada horas antes en mi cocina.
Cuando volví a desviar la vista al exterior, me encontraba en mitad de Times Square; la Puerta del Sol neoyorquina. Los carteles luminosos emitían sus deslumbrantes colores y las gigantescas pantallas reproducían sus videos publicitarios para que cientos de turistas levantaran sus cámaras y sus teléfonos y en lentas panorámicas de trescientos sesenta grados inmortalizaran su soñado momento de visita en la ciudad.
Virgin. Samsung. Corona. McDonalds. Billy Elliot, el musical. Bank of America. Kodak. Disney. Mamma Mia, otro musical. The “X” Factor. Rusos. Chinos. Japoneses. Latinos. Camisetas. Camisas remangadas. Pantalones largos. Bermudas. Zapatillas de deporte. Sandalias. Zapatos de diseño. Rubios. Morenos. Piel clara. Piel oscura. Español. Inglés. Francés. Chino. Japonés. Ruso. Taxis. Coches de policía. Limusinas de color negro. Blancas. Camiones de gran tonelaje. FeeDex. USPS. UPS. Autobuses. Bomberos. Ambulancias. Furgonetas de reparto. Vendedores ambulantes. Ejecutivos. Agentes de tráfico. Grupos de amigos. Gente sentada. Asfalto en mal estado. Todo esto en los escasos diez segundos que me lleva cruzar los treinta metros de plaza para sumergirme nuevamente en la calle 46.
El semáforo nos obliga a detenernos justo al llegar a la esquina con la Quinta. Son las seis y diez. Desde el coche puedo ver que, a las puertas de la librería, ya hay una larga cola que espera su turno para poder conseguir un ejemplar del libro firmado por la autora. Cuando se abre el semáforo, pido a mi conductor que se detenga donde pueda y me espere. Me pongo una gorra de los Stones para esconder mi rostro y me bajo del destartalado Ford. Sin llegar a entrar en la librería, a través de la amplia galería, intento ver a “mi editora”. La encuentro sentada frente a una mesa repleta de libros. A su lado está otra mujer. Es a esta a quien se dirigen los clientes para entregarle el libro que ya han comprado. Hablan brevemente y, tras escribir algo en una de sus páginas, ella les vuelve a entregar el ejemplar. Veo que su libro se ha dispuesto por varias mesas. Eso me anima a entrar sin pensarlo más; tengo un taxi esperando y el contador sigue corriendo.
The Paradise and the sun de Katherine WheelsO… contemplando desde una decena de metros el bello rostro latino de su autora, El paraíso y el sol de Catalina Ruedas. La portada del libro era tan sencilla como una bonita y solitaria playa caribeña con un enorme y colorido sol golpeando sobre una pareja que, desnudos, se revuelca en la orilla del mar. No tenía pensado comprarlo (quería evitar cualquier contacto visual). Sólo necesitaba ver quien publicaba la obra, pero viendo la portada y el título me vi obligado a leer la breve sinopsis que, junto a una pequeña foto de la autora, ocupaba gran parte de la contraportada.

MARIO; ALTO, DELGADO Y CUERPO ATLÉTICO; ES UN JOVEN MULATO DE DIECISIETE AÑOS QUE VENDE SU CUERPO EN PLAYA DEL CARMEN. NOCHE TRAS NOCHE, SU DULCE SONRISA Y SUS ENCANTOS TERMINAN EN LA CAMA DE EXTRAJERAS VIUDAS Y CASADAS QUE BUSCAN UNA AVENTURA QUE LAS SAQUE DE SU ABURRIDA RUTINA. HASTA QUE UN DÍA ANNA, UNA JOVEN AMERICANA DE DIECIOCHO AÑOS, SE CRUZA EN SU CAMINO. ENTONCES SURGIRÁ UNA VERDADERA, PERO IMPOSIBLE RELACIÓN DE AMOR.

No sabía qué pensar. No tenía tiempo para ello. Una marca sobre la portada y la trasera avisaba de que el contenido era únicamente para mayores de 18 años. Eso me animó a comprar el libro. Todo apuntaba a que se trataba de una obra muy caliente; como también lo era mi novela.
Me acerqué a la caja más lejana para pagar. Entonces, como era de esperar, no faltó la advertencia del dependiente. “La autora está firmando los libros”. Tampoco mi excusa. “Sí, lo sé. La conozco, pero tengo algo de prisa. Ya me lo firmará mientras tomamos una cerveza”. Pagué los dieciséis dólares y volví a mi taxi.
-¡Avenida Ámsterdam con la calle 87!
Reanudamos la marcha. Saqué el libro de la bolsa de papel que me habían dado y, una a una, pasé las páginas hasta llegar a la del copyright. Me salté lo que no me interesaba, hasta que…

PUBLISHED BY MOORE BOOKS.
175 FIFTH AVENUE. NEW YORK
NEW YORK 10010

¡”Moore Books”! ¡Moore! ¿Sería ese el apellido de “mi editora”? Tenía que salir de dudas. Use el móvil para buscar en internet. MOORE BOOKS. Al momento, apareció un listado de links. Pinché sobre el primero. Se trataba de la página principal de la web de la editorial. En ella se mostraban un montón de pequeñas imágenes con las portadas de algunos de sus libros y sus características: título, autor, formato, número de páginas, precio. Nada sobre la editorial. Me desplacé hasta el final de la página, donde se mostraba un pequeño menú de opciones. QUIÉNES SOMOS. Eso era lo que me interesaba. Entré. A un lado, apareció una foto de “mi editora”. Junto a ella, sobre un texto que contaba la historia de la editorial, el nombre de HELEN MOORE, EDITORA JEFA. Ya lo tenía. ¡Helen Moore! ¡Helen! Ese era el nombre por el que tendría que preguntar cuando me presentara en la oficina de la editorial.
Con el nombre de Helen Moore ya en mi cabeza, pasé las páginas hasta el comienzo de la novela. Realmente estaba intrigado por ver de qué trataba la historia de Mario y Anna. Ésta comenzaba en la página ocho.

SU BLANCA Y PERFECTA SONRISA HABÍAN ENCANDILADO A MARI JANE, UNA FRANCESA DE CINCUENTA Y BASTANTES QUE LE PEDÍA QUE NO DEJARA DE BESARLA, DE ACARICIAR SUS PECHOS…

A las doce de la noche, yo estaba echado en el sofá de mi casa con el libro entre mis manos. Un vozca-Martini reposaba sobre la silla que había puesto a mi lado para no tener que incorporarme cada vez que quisiera dar un sorbo. En el CD se reproducía el primer disco de los alemanes ZodiacA Bit of Devil. Sonaba a un buen volumen en mis auriculares. ¡Qué buena mezcla! Rock bien hecho, un lingotazo de Zubrowka con el toque seco del Martini y ardiente sexo en palabras de una bella mexicana. Todo eso añadido a que la cena había resultado ser un éxito, presagiaba una noche en vela de las que hacía tiempo no tenía.
Esa misma tarde, antes de ir a la librería, mientras estaba en la ducha, había decido que tras la cena llamaría a una amiga y saldría con ella. Unas copas y algo de sexo tranquilizarían mi renovada excitación. Pero las pocas páginas que había llegado a leer en el taxi, me habían enganchado de tal manera que me obligaron a cambiar de plan. Si mi excitación iba a más y me calentaba hasta no poder contenerme, entonces me pondría en el papel de Mario y me masturbaría pensando en mi editora y su dulce voz suplicándome que no dejara de lamer sus bronceados pechos; tal y como, en la página treinta, Lola, una compatriota de Sevilla, le pedía a su joven amante.
¿Qué le había llevado a la autora a escribir esa historia? ¿Conocía ella a Mario, o como se llamara el verdadero amante? ¿Había cambiado los papeles y realmente la amante era una mujer? ¿Ella?
A las cuatro de la mañana (esa fue la última vez que vi la hora), con el tercer vozca-Martini y la compañía musical de Beach House, me quedé dormido; justo como habían hecho los dos jóvenes amantes tras una larga y sudorosa velada de apasionado sexo. Estaba en la página 180.
Al despertar a las ocho y media; hora a la que siempre sonaba la alarma despertador de mi teléfono; noté que estaba húmedo, que mi colorido pijama de rayas estaba pegajoso. Me había dormido antes de llegar a masturbarme, pero… Empecé a recordar. Sí, otra vez volvía a ver las imágenes en mi cabeza. Me había corrido durante el sueño. Había soñado que me lo hacía con Helen (mi editora ya tenía nombre) y había llegado hasta el final. Había tenido un sueño erótico y había descargado toda mi reserva de esperma sobre el cuerpo de mi imaginaria e irreal Helen Moore. No pude evitar reír. No lo recordaba bien, pero no tenía duda de que había sido un sueño maravilloso que, evidentemente, iba a tratar que se hiciera realidad.
Me incorporé del sofá. Estiré los músculos y puse en marcha el equipo de música para que esta se escuchara por todos los altavoces. Me quité el pantalón del pijama y la camiseta y los metí en la lavadora. Después, con una idea fija, entré en la ducha. Hoy no iba a desayunar en el Starbucks.

Volvía a hacer un día soleado. Yuri, Loni y Susi no dejaban de mirarme fijamente. ¿Qué coño hace este gilipollas?, debían estar pensando, mientras yo, sin hacerles el menor caso, mantenía la vista fija en las ardientes páginas del libro que tenía en mi mano.
Era tal mi obsesión con acabar el libro cuanto antes, que había decidido cambiar de parque para no encontrarme con Nebraska y Alabama; o, mejor dicho, con el parlanchín Flavio. El italiano me caía bien; incluso alguna vez habíamos salido juntos en busca de alguna conquista; pero, esa mañana, yo necesitaba estar solo.
El pequeño y solitario parque que quedaba entre la Segunda y la Primera avenida, en la 36 Este y cuyo nombre no recuerdo, era perfecto para encontrar la soledad y tranquilidad que buscaba. Los terrier nunca antes habían estado allí, y el lugar les resultaba extraño. Un débil gemido me alertó de que ya era hora de devolverlos a su lujosa guarida. Desde luego, esa no era una zona para que tres perrillos de poco más de veinte centímetros se pasearan con collares donde sus nombres y el número de teléfono de su dueña estaban grabados en chapas de oro de cuarenta y ocho kilates.
Cuando, ya de regreso en el 66 de Park Avenue, abrí la puerta intentando no hacer ruido para no despertar a Jennifer y entré para llevar a los tres terrier hasta su habitación, vi que sobre la mesa del salón había otro ejemplar del libro que yo estaba leyendo. The Paradise and the Sun. Sin poder evitarlo, invadido por la curiosidad de ver si había alguna dedicatoria, pasé las primeras páginas. Ante mi sorpresa, no había una dedicatoria sino dos. Una de la autora. PARA JENNIFER, DE UNA AMIGA. Y otra de Helen, la editora, quien más explícitamente añadía. DE ALGUIEN QUE NO TE OLVIDA. Eso me dejó pensativo. Tan pensativo que me olvidé de dónde me encontraba. Entonces, de repente, se abrió la puerta de la habitación y apareció la actriz. Estaba completamente desnuda y tenía cara de recién despertada. Quedé petrificado con el libro entre mis manos.
-Lo siento –dije con cierta incomodidad-. Creí que dormía.
Pero ella, sin cortarse lo más mínimo por mi presencia, se acercó a mí.
-¿Lo quieres? –dijo, señalando al libro.
Dejé escapar una pequeña sonrisa y, abriendo mi bandolera, saqué el ejemplar que había comprado.
-Además, está dedicado –dije, haciendo referencia al suyo.
-¡Ya! –Añadió ella, cogiendo el libro de entre mis manos y arrojándolo al suelo, a un lado, donde ya se amontonaban un montón de papeles y periódicos listos para ser tirados a la basura-. ¿Cuántos días te debo?
-Cuatro –dije, sin poder desviar mis ojos de los de ella.
No lo había hecho desde que ella había aparecido.
-¿Te importa si te pago mañana?
Negué con la cabeza.
-¡Eh! ¡Relájate! Puedes mirarme a las tetas, si quieres. A partir de mañana, es lo que van a mirar miles de espectadores. Muchos van a pagar más de cien dólares para poder verlas durante quince segundos. Tú has tenido suerte. Has podido verlas gratis.
Ni siquiera con esas tuve valor de bajar la vista. Sólo pude reír ante su simpática propuesta.
-¿Qué tal están mis hijos?
-Bien –dije, armándome de valor antes de despejar mi curiosidad. Señalé al libro que ya descansaba en el suelo-. ¿Conoce a la autora?
-No demasiado. Conozco más a la editora.
Ahí quería llegar yo.
-¿Se portó mal?
-Digamos que lo quería todo para ella –dijo Jennifer, dejándome ver su bonita sonrisa-. Demasiado posesiva.
“Posesiva”, me dije parta mis adentros. ¿Qué quería decir eso exactamente?
-Tengo que ducharme y salir. Si no te importa…
-Oh, sí, claro –dije, encaminándome hacia la salida. Estaba claro que me estaba invitando a marcharme.
-Espera. –Me detuve-. Mañana es la premier de mi nuevo musical. Te gustaría ir… Tú ya has visto mis tetas. Serás de los pocos que se centren en la interpretación de los actores.
Por supuesto que me gustaría asistir al estreno de un musical de Broadway, pero todo apuntaba a que Helen Moore tampoco iba a faltar.
-Mañana no puedo –dije, lamentando mis palabras-. Tengo que cocinar para una pareja, pero me encantaría ir otro día.
-Vale –dijo ella, volviendo a mostrar su sonrisa-. Pero avísame con tiempo para que te reserve dos asientos.
Asentí. Volví a despedirme y salí de la casa.

Durante mi trayecto en el metro camino de Central Park, donde iba pasar el resto de la mañana leyendo bajo el sol en alguna de sus terrazas, mi mente no dejaba de volver atrás. Jennifer me había dejado confuso al decir que Helen era posesiva. Parecía claro que el significado de su “posesiva” era: posesiva, sin más. Pero posesiva… ¿con qué o con quién? ¿Con ella, con la propia Jennifer? ¿Quería eso decir que ellas habían tenido una relación? Si era así, eran lesbianas. ¡Joder! No sólo estaba gilipollas perdido por una lesbiana, sino que incluso había tenido un sueño algo más que erótico con ella. Otra vez, recordé mi sueño y cómo había acabado. Tras unos desconcertantes segundos, volví a reír. Descubrir su secreto, ¿me causaba rechazo o, por el contrario, todavía me excitaba más? Jennifer, simplemente había dicho: “posesiva”, no que ellas hubieran sido pareja. Por lo que su “posesiva” podía referirse a otra cosa. También podía ser que a Helen le fueran los tíos. Además, yo había visto a Jennifer con más de un hombre. Lo único que parecía claro era que la actriz conocía bien a Helen.

Tras varias horas de lectura en el parque, a eso de las tres de la tarde, avisado por el hambre, me tomé un respiro. Bajé hasta la 51 con la Novena; corazón de Hell’s Kitchen, la Cocina del Infierno; y me comí unos burritos que mojé con una Corona bien fría.
El Arriba Arriba era un restaurante que me gustaba. Buena comida, buen ambiente y una terraza magnifica. Pero quizás fuera el amarillo y rojo de su fachada lo que más me atraía. ¿Una llamada subliminal de los colores de mi bandera? Puede ser. Su California Burrito de vacuno, su quesadilla de pollo y su margarita Madness solían ser mi comanda habitual cada vez que caía por allí. Una comida pesada que requería de un posterior paseo.
En cuanto llegué a casa, dejé el libro sobre la mesilla baja que quedaba junto al sofá y encendí el ordenador. Copié en un pendrive el archivo que tenía que imprimir y salí en busca de una papelería.
A las diez de la noche, al cabo de otra larga sesión de lectura en el sofá de casa, terminé de leer el último párrafo del libro. ¿Me había gustado? No sé. Lo único que tenía claro era que había estado excitado durante gran parte del tiempo.
Volví a la página del copyright. …MOORE BOOKS. 555 5TH AVENUE NEW YORK… Volví a cerrarlo y lo eché a un lado. Me levanté y fui al baño para orinar. Llevaba más de cuatro horas sentado, pero no había querido interrumpir mi lectura y había aguantado como cuando se está en un concierto y no te apetece abrirte camino entre la multitud para ir al baño y perderte la mitad de la actuación.
Era hora de cenar. Así que, recordando las palabras de Anna de que entre sus gustos musicales destacaba a los Rolling, me acerqué a mi larga estantería de CDs y cogí el que para mí era uno de los mejores discos de la banda. Para mí su Exile On Main Street estaba entre sus cinco mejores discos y yo lo tenía en vinilo, CD, superaudio CD y archivo digital. Puse el disco y me preparé la cena. Una saludable ensalada de lechuga, tomate y ventresca de atún; latas que yo recibía desde España. Porque si yo cobraba por comida española, me gustaba que en los envases pusiera que ese producto era español. PRODUCT OF SPAIN. Eso siempre llamaba la atención.

3.
Como era habitual, a las ocho y media sonó la alarma de mi teléfono. Era hora de levantarse. La luz de un soleado día ya inundaba mi habitación. Me levanté de un salto y me dirigí a hacer lo primero que hacia todos los días: vaciar la vejiga. Desayuné en casa. Una tosta de jamón con pan tumaca y un zumo de naranja. Después entré en la ducha. Diez minutos bajo el agua caliente me ayudaron a definir mi plan.
Esa mañana, sí tenía pensado acercarme al parque de Peter Detmold y dar una alegría a mis terrier. ¿Por qué los usaba a ellos como excusa, si lo que realmente quería era encontrarme con Flavio? Sí. Necesitaba que me diera charla, que me entretuviera para no pensar en mi posterior encuentro con Helen Moore. Ya le había dado muchas vueltas a mi plan y, si seguía pensando en él, iba a volver a cambiarlo una y otra vez. Si, como parecía, Helen y Jennifer no se llevaban bien, lo mejor era no decir que yo conocía a la actriz. No sólo no la conocía personalmente, sino que, si salía el tema del estreno de su nuevo musical, yo ni siquiera sabía quién era Jennifer Malcox.
Mientras me dirigía al metro, no dejaba de preguntarme si había elegido bien mi vestuario para entrevistarme con una editora literaria. Le iba a entregar una copia de un libro erótico muy explícito, casi pornográfico. ¿Traje y corbata? ¡Joder, no! Hubiera quedado como un ejecutivo perturbado que no para de meneársela pensando en jovencitas. ¿Ropa sport; Ralph Laurent, Burberry o algo semejante? ¡No, coño! La odiaba. Entonces sería el pijo salido que, después de masturbarse, se acercaría cabizbajo a la iglesia más cercana para confesar su pecado. Lo mejor era vestirse de tío duro y pasota. Yo escribo esto porque estoy harto de hacer lo que cuento y me gusta alardear de ello. Soy el envidiado tío que no necesita salir de caza, porque las mujeres se echan a sus pies suplicándole que se lo haga con ellas. Vaqueros bastante ajados, botas de cuero o zapatos de “chúpame la punta”, una camiseta negra de algún grupo de rock; a poder ser algún clásico no demasiado clásico. Nada de aparentar ser un carroza. Mi elección, los Red Hot Chili Peppers. El pelo como si acabara de salir de la ducha y el ejemplar del libro, impreso y encuadernado en espiral, bajo el brazo.
Vamos, que me vestí como solía hacerlo cuando, tras mi llegada a la ciudad, salía a pinchar música rock en algunos garitos de Brooklyn o el Lower East.
Sabía que tenía que dejar mi visita a la editorial para después del paseo con los terrier. Podía ser que mi entrevista con Helen se extendiera, y no quería tener que interrumpirla sólo para que Loni, Yuri y Susi hicieran sus necesidades.
Cuando llegué al edificio de Jennifer, le pedí al portero que me guardara el libro hasta que volviera de mi paseo. No quería ir cargando con doscientas cincuenta páginas de dinA4, ni dejarlo en casa de la actriz. Si ella y Helen tuvieran una buena relación, entonces no hubiera dudado de pedirle su ayuda. Pero, si se llevaban mal y Helen descubría que yo tenía relación con la actriz, mi obra no iba a tardar ni diez segundos en acabar en el cubo de la basura o en la máquina trituradora de papel.
Flavio no estaba en el parque. Lo llamé por teléfono. Tenía que arreglar unos asuntos con su banco y sacaría a Nebraska y Alabama cuando terminara el papeleo. Lo sentí, pues, como había imaginado, durante ese tiempo no paré de pensar en mi encuentro con Helen. Regresé dos horas después, con una idea en la cabeza. Necesitaba que Jennifer me aclarara la duda de si Helen era lesbiana o si le gustaban los hombres. Así que entré en casa haciendo algo de ruido. Esperaba que la actriz se despertara de su profundo sueño. Además, tenía que pagarme toda la semana.
Con el pie, consciente de mi torpeza, tiré una pequeña figura africana de madera que se mantenía erguida en el suelo. La volví a levantar y llevé los perros a su cuarto. Parecía que iba a tener suerte. Segundos después, oí ruido que procedía de la habitación de Jennifer. Esperaba volver a verla desnuda, porque la verdad era que ella estaba de muy buen ver. Tras nuestro inesperado encuentro, yo había buscado fotos suyas en internet. Sí, Jennifer era guapa. Ojos azules. Nariz perfecta. Bonita sonrisa. Alta. Delgada. Piernas largas. Anchas caderas. Fina cintura y buenos pechos. Pero, esta vez, ella llevaba puesta una bata de ducha de color verde esperanza que parecía recién estrenada.
-Lo siento –dije, excusándome por el ruido-. Loni y Yuri se mordían, han empujado a Susi y ella ha tirado la figura.
Susi era la más pequeña de los tres hermanos, y su preferida.
-No te preocupes –dijo ella, colocando bien la figura-.  Prometí pagarte hoy y yo cumplo mis promesas. ¿Dónde tengo el bolso? Ah, sí, creo que anoche lo dejé en la cocina.
Jennifer salió del salón y me dejó solo. ¡Mierda! Tenía que preguntarle sobre Helen y no sabía cómo hacerlo. El plan era que el libro de Katherine Wheels siguiera en el suelo. Pero el montón de papel ya había desaparecido. Podía preguntarle directamente por el estreno que iba a tener lugar esa misma noche y si su amiga “la posesiva” iba a asistir. Regresó al salón. Buscaba su cartera dentro de su bolso. No me quedaba otra. Ya iba a hacer mi pregunta, cuando ella volvió a tomar la palabra.
-¿Hoy no llevas libro? ¿Ya te lo has leído?
Esa era una buena pregunta. ¿Me había leído más de trescientas páginas en un día? Si decía que sí, me podía tomar por un friki que no tenía amigos y dedicaba su tiempo a leer novelas eróticas para machacársela.
-No. Todavía, no. –Dije, pensando cómo seguir con el tema-. ¿Sabes de qué trata?
Imaginé que, por lo menos, antes de echarlo a la basura, lo habría ojeado por encima. Ella sonrió. Me miró fijamente, como si estuviera guardando un secreto y volvió a sonreír.
-¿Que si sé de qué trata?
Asentí tímidamente. Sólo era una pregunta. Entonces…
-¡Kati! –grito ella.
Segundos después, la puerta de su habitación volvió a abrirse. Ante mi sorpresa y ante mis ojos, apareció la mismísima Katherine Wheels, la autora mexicana que había visto firmando libros junto a Helen. Venia envuelta en otra bata de color azul cielo. Dos mujeres ataviadas con una simple bata de ducha y saliendo de la misma habitación. ¡Joder! ¿Dónde me estaba metiendo? Con Katherine o Kati, como Jennifer la había llamado, formando parte de la vida de la actriz, si yo publicaba con Helen, iba a ser inevitable que ésta se enterara de que yo conocía a su escritora y a la actriz.
-Si hubieras traído el libro, Kati te lo podía haber dedicado –dijo Jennifer mientras abrazaba y besaba a su amante.
-Mañana…
-No. Haremos otra cosa.
La actriz volvió a su habitación. Kati; Katherine o Catalina, ya no sabía cómo llamarla; y yo nos miramos con una sonrisa, pero ninguno se atrevió a decir nada. Desde luego, yo no tenía palabras. Jennifer regresó con el libro en la mano y me lo entregó.
-¡Toma! Ya lo tienes firmado.
-Pero…
-No te preocupes. Kati me dedicará otro.
No supe qué decir ni qué hacer. Aquella situación me había dejado KO. Abrí el libro por la página de la dedicatoria.
-De alguien que no te olvida. Helen. –leí textualmente, dejando ver mi sonrisa.
-Puede que algún día la conozcas –dijo Jennifer, provocando un atisbo de risa en las dos mujeres.
¡Joder! Mi plan se había ido al carajo. Tenía que cambiar de estrategia, y no me quedaba otra que ser sincero y decir la verdad.
-Sabéis una cosa –dije, armándome de valor-. Esto es una puta casualidad. Os prometo que yo no sabía que conocíais a Helen Moore. Ni siquiera sabía que la directora de “Moore Books” era esa tal Helen con la que no parecéis llevaros muy bien. –Las dos mujeres me miraron extrañadas. Jennifer frunció el ceño y extendió su mano pidiendo una explicación a mis palabras-. Os confesaré un secreto. Yo también soy escritor y llevo días preparando una copia de uno de mis libros para llevarlo a “Moore Books”. Iba a pasarme esta mañana. Ahora, en cuanto dejara a los pequeños. Pero…
Jennifer se echó a reír.
-Yo también seré sincera contigo. No pierdas el tiempo yendo a ver a Helen Moore. Ella no te recibirá ni cogerá tu obra. Y si se la dejas a su secretaria, como ésta te dirá que hagas, irá directa al cubo de la basura en cuanto salgas por la puerta. –Jennifer miró a Kati y, una vez más, dejó escapar una pícara sonrisa-. Sólo hay tres formas de conquistar a Helen. Una: teniendo una buena cartera y poder. Creo que no es tu caso. Dos: Teniendo una buena lengua o una buena polla.
-Y buenas tetas –añadió Kati.
-Cierto –volvió a decir Jennifer-. Que tampoco es tu caso. –Silencio- Me refiero a las tetas. Lo demás no sé… Y tres, posiblemente la más esperanzadora: Esperar que se tome tres o cuatro Cosmopolitan y dejar que caiga en tus brazos, follártela y chantajearla. ¿Con cuál de las tres te quedas?
-Los Cosmopolitan se me dan bien.
-Y perdona, pero…
Me encogí de hombros.
-Dos de tres –dijo Kati-. Puede funcionar.
-Sí, podemos intentarlo –concluyó Jennifer, sonriente, disfrutando con lo que parecía un plan.
Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Era cierto. Las dos amantes estaban tramando un plan para que yo triunfara con Helen y ésta publicara mi libro. ¿Me estaban ayudando o sólo pretendían joder a Helen para reírse de ella? Qué importaba, mientras yo consiguiera mi objetivo.
-Si hacemos esto, hay que hacerlo bien –volvió a decir Jennifer, poniéndose más seria-. Sentaos. Prepararé café.
Kati y yo obedecimos. Jennifer preparó café y sacó unos bollos que no duraron más de diez minutos. Durante casi dos horas, con los tres terrier revoloteando a nuestro lado, estuvimos sentados alrededor de la mesa debatiendo cómo conquistar a Helen.
Según Jennifer, a Helen le gustaban el vino y los Cosmopolitan. No bebía otra cosa, pero sí tenía otros vicios más ocultos. Le gustaban la coca y, sobre todo, el sexo. Por cierto, era bisexual y bastante ninfómana (palabras de Jennifer). No sólo era posesiva, sino que también desbordaba una gran ambición de poder. Tenía claro que quería llegar muy alto. Por eso se había convertido en la amante de un senador republicano que aspiraba a ser el siguiente Presidente del país. Como yo imaginaba, ella poseía sangre latina. Mexicana. La madre de su abuela había llegado a Texas desde el país vecino y se había casado con un rico terrateniente, en cuyos campos resultó haber una gran reserva de petróleo. Al casarse, esta perdió su apellido, sin ninguna intención de volver a recuperarlo. Desde entonces, sus orígenes han sido un secreto. Además, Helen renegaba de su origen. Hablaba perfectamente el español, pero lo usaba en muy pocas ocasiones. Si alguien le preguntaba, decía que lo había aprendido con el capataz y los trabajadores del rancho que su familia había poseído en Texas. Y si Jennifer lo sabía era porque se le había escapado una vez que había bebido demasiado. Tal era su antipatía hacia sus orígenes que hasta odiaba los Margaritas y el tequila.
Por lo visto; una vez más, según Jennifer; Helen no era buena persona. No se juntaba con nadie de quien no pudiera sacar algo a cambio. De vez en cuando, cuando el alcohol le hacía perder el control, se liaba con alguien; sin importarle su sexo; para satisfacer su apetito sexual. Cuando quedaba satisfecha, lo echaba del hotel y, si te he visto, no me acuerdo.
Helen vivía en Nueva York desde hacía veinte años, a donde se había trasladado para estudiar periodismo. Durante algunos años, trabajó como periodista para un importante periódico de tirada nacional. Tras varios años dedicada a la política, cansada del estrés de su trabajo, decidió dejarlo y estudiar arte dramático. Ahí comenzó su relación con Jennifer y Kati. Una noche de borrachera y sustancias varias, las tres acabaron en un trío lésbico. Helen, fuera de control, les confesó sus ocultos y lejanos orígenes. Al día siguiente, no recordaba haberlo contado y ellas fingieron no saber nada.
Pero por lo visto había más secretos. Ahora en palabras de Kati, quien también tenía familia en el estado de Texas; familia con buenos contactos; Helen llevaba más de diez años siendo la amante de un senador republicano de ese Estado. Su relación había empezado tras una entrevista que ella le había hecho cuando trabajaba para el periódico. Momento en el que ella decidió dejar su trabajo. Por entonces, él todavía era congresista y estaba casado. Ahora, desde hacía algunos años, estaba viudo y con planes de boda. Por eso llevaba tiempo preparando un camino que le diera poco que hablar.
Al principio de dejar su trabajo, Helen no hacía nada. Vivía del dinero heredado de su familia. Algo que no gustaba demasiado al posible futuro Presidente. Así que John, ese era el nombre de su amante republicano, decidió que lo mejor era que ella se dedicara a la edición y publicación literaria. De esa manera nació “Moore Books”. Dedicarse a la literatura, podía otorgarle la etiqueta de mujer culta, algo que siempre viene bien a un Presidente.
A las preguntas de Jennifer, yo también me vi obligado a desnudar mi interior. Ella sabía que yo, además de pasear perros, era cocinero a domicilio y que había sido barman y pinchadiscos de música rock. Yo mismo se lo había confesado cuando ella me entrevistó antes de otorgarme su confianza para pasear a sus terrier.
Kati se ofreció a organizar una cena en su casa. Invitaría a Helen y yo me encargaría de la cena. Después del vino y varios Cosmopolitan, ella caería en mis brazos. No parecía un mal plan, pero Jennifer lo descartó. Helen era posesiva, sí, pero le gustaba ser discreta. Lo que posee tiene que ser suyo y de nadie más. Si iba a caer a mis pies y se iba a entregar a mí, ninguna de ellas podía tener conocimiento de ello. Así pues, teníamos que conseguir que Helen contactara conmigo por su propia iniciativa, que nadie nos presentara, que yo apareciera en su vida surgiendo de la nada. Entonces, la actriz dio con el plan definitivo.
Jennifer conocía a mucha gente en la ciudad, sobre todo gente de la noche. Entre sus mejores amistades estaba Michael, el encargado de la terraza del 230 Fifth, un local que, casualmente, quedaba muy cerca del Flatiron; edificio donde “Moore Books” tenía su oficina. El 230 Fifth era muy conocido por los neoyorquinos, pues poseía una terraza con unas vistas impresionantes del skyline de Manhattan. El Empire State queda en medio de la panorámica, alzándose entre las demás torres que tratan de arañar el cielo. Por lo visto, un día sí y otro casi también, Helen se dejaba caer por allí para, antes de retirarse a su loft del SOHO, conquistar a los posibles libreros o suministradores de papel con los que solía quedar para cenar y cerrar sus negocios.
La cosa resultó fácil. Jennifer llamó a Michael y esa misma tarde yo comencé a trabajar en la terraza como barman. Sólo quedaba esperar a que Helen se dejara ver y probara mi Cosmopolitan; el mejor que habría probado en su vida. Ella me alagaría diciendo que estaba muy bueno y yo, con una mirada directa a sus ojos, la invitaría a una segunda copa; algo que, obligatoriamente, la llevaría a tomarse la tercera.
Jennifer había sido sincera con su amigo. Le había dejado claro que todo formaba parte de un plan para jugársela a Helen Moore. “¡Helen Moore!” Los tres podíamos escuchar la voz de Michael a través del altavoz del móvil. “Si se trata de joder a esa gilipollas, cuenta con toda la ayuda que necesites. Dile a tu amigo que tiene vía libre para lo que necesite”. No hubo que dar más explicaciones. El 230 Fifth estaba a mi servicio para la conquista de Helen Moore.
Antes de dar por terminado el plan de conquista, Jennifer me aclaró quién y qué debía ser yo. Trabajaba como barman y cocinero a domicilio por necesidad. Helen tenía que asegurarse que yo era un “Don Nadie” que nunca podría jugársela. Sería uno más de sus juguetes de los que ella podía deshacerse fácilmente. Y también tenía que mentalizarme de algo: yo no era nada más que un amante pasajero que le daría sexo a cambio de publicar mi libro (o de nada). Por supuesto, desaparecería de su vida en cuanto ella se cansara de mí. Pero, sobre todo, me pidió que me metiera una cosa en la cabeza.
-No debes dejarte amilanar por Helen. Ella te dejará clara su superioridad sobre ti. Deja que lo haga, pero no te eches a sus pies. No le comas el coño antes de tiempo. Muéstrate digno y orgulloso de lo que haces. Eso te hará ganar puntos. Si está con más gente, no mostrará simpatía contigo. No dejará que los demás vean su debilidad por un simple camarero como tú. Pero no te preocupes. Ya buscará el momento de quitarse la máscara que la protege del mundo exterior. No será una conquista fácil. Helen es una perra rabiosa capaz de morder a quien la amamanta, pero, como todos, también tiene sus debilidades.

En el camino de regreso a casa, seguí dándole vueltas al plan de cómo acercarme a Helen. Todo había cambiado. Ya no sería yo quien fuera a por ella, sino que sería la propia Helen quien viniera a mí. Eso dejaba al margen a Jennifer y a Kati. A quien, a petición de esta última, yo había dejado la copia de mi libro para leer. No pude negarme. Después de todo, para mí, ella y la actriz se habían convertido en algo más que unas simples amigas.
La pregunta de Jennifer de si sería capaz de conquistar a Helen, también volvió a mi cabeza. Desde luego, yo no dudaba del amante que llevaba dentro. Había tenido ocasiones más que suficientes de demostrármelo. Mujeres ricas, mujeres no tan ricas, jóvenes rockeras, actrices, ejecutivas de Wall Street, colegas de la noche y, cómo no, alguna que otra niña pija. Ese último recuerdo me devolvió a mi llegada a Nueva York...