DRIMEROS II - EL PODER DE LA MENTE Cap. 1 a 3

Drimeros II – El Poder de la Mente
Al.Chust
Smashwords Edition
© 2007, Al.Chust
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al.chust@gmail.com

A Sonia y a Carlos, por su apoyo y ayuda,
A Manuel, algo más que un amigo,
que me descubrió la ciudad de Nueva York.
Y a “Los Chavales” por su apoyo.

LIBRO 2º

“Donde se da cuenta de cómo Sam York conoce a los drimerianos, de cómo descubre los poderes ocultos de su mente, y de cómo, con éstos, intenta regresar al pasado”

I

El verde y cálido fuego chisporroteaba astillando las escasas y resecas ramas de la cuasi extinguida y desolada vegetación. Incluso el olor que se desprendía de su quema, raquítico y áspero, resultaba difícil de soportar. Era como si en su lejana juventud hubiesen sido bañadas por un mar putrefacto y mortífero que les robara la vida sin dar tiempo a desprenderse de ella. Por suerte, una tenue y limpia brisa que llegaba del oeste, de las altas montañas, empujaba el hedor hacia el centro de la gran depresión. Depresión que Sam ya había dejado atrás, como también había dejado a Marcroc Polcroc, la prin­cesa Crocpatra, el príncipe Merenpcroc y todos los demás. El espacio de más de una veintena de jornadas de viaje los separaba de Sam el Terrícola, porque eso es lo que volvía a ser, desde que había iniciado su marcha hacia “Las Montañas de la Muerte”. Montañas que ahora se escondían tras la férrea negrura de la densa noche, pero que con la llegada del alba, ya en el nuevo día, se asomarían al viejo mar como un vertiginoso acantilado imposible de superar.
También Magcroc, su oldcroc, su nuevo compañero de viaje, se había echado en contra del viento. Ni siquiera él soportaba el fétido aroma que se elevaba con la verdosa llama. Su cuerpo, semejante a una oscura corteza de cuero, servía de respaldo para Sam, a la vez que desviaba de él la traidora brisa que se arrastraba por las surcadas avenidas que el reseco y sabio Mar de Rúbor había esculpido tiempo atrás.
Magcroc entretejía sus pestañas, cerrando plácida­mente sus ojos, y abandonándose a un, no menos, placentero sueño. Por su parte, Sam los abría vivamente, contemplando el nuevo cielo que se salpicaba sobre él. Allí, desde lo alto de aquel montículo, seguramente antes una isla en medio de una gran depresión, se podía ver el más bello espectáculo celeste de todo Crocom. Ni siquiera en el Crocomhara había podido ver con semejante claridad aquel cielo estrellado. Sam buscó las estrellas que dibujaban la cabeza del unicornio, pero no las en­contró. Sus ojos, una y otra vez, acababan clavándose en el noroeste, en la estrella de Suria. No por su brillo, sino más bien por lo contrario. La había ido observando desde la noche de su partida, y, ciertamente, como Meneltres­croc había predicho, su brillo se iba apagando, tratando de camuflarse bajo la oscura y aterciopelada cortina celeste. Sin embargo, en el otro extremo de la imaginaria línea, Noria, a pesar de no hacerlo, parecía encenderse cada vez más.
A la luz de la fría, pero cálida llama, Sam tenía desplegado el mapa que Marcroc Polcroc le había regalado. Un gastado papiro repleto de coloridos dibujos: monta­ñas, ríos, mares, así como la imagen de un edificio representativo de cada ciudad. Todas las noches estu­diaba aquel preciso mapa. Le había sido de gran ayuda, sobre todo en el camino que le conducía desde el final del Crocomhara hasta Ruborpolis, ciudad cuyas sempiternas luces podía percibir a través de sus prismáticos anunciá­ticos. Estaba cerca de ella, por eso había preferido parar y descansar antes de entrar en la mítica ciudad. Tenía claro que ésta sería el punto de partida de su verdadera misión; el punto de arranque de la peligrosa aventura de aden­trarse en las salvajes “Montañas de la Muerte”.
Cada noche, cuando terminaba de estudiar el camino que iba a asaltar en el nuevo día, sus ojos siempre se detenían en el mismo dibujo. Una mancha blanquecina y borrosa de la que sólo se asomaban las blancas cumbres de los picos más altos. Bajo aquella nube de niebla, nieve y miedo se encontraba su ciudad perdida. Allí estaría Drimepolis. El mapa no decía nada de ella, y mucho menos de cómo llegar hasta allí. Ese era un camino que él mismo iba a tener que descubrir.
Las primeras laderas, las más cercanas a Ruborpolis, le serían más fáciles, pues él confiaba en el apoyo de Huayncroc y de su hijo. Sin duda alguna, ese iba a ser su primer destino al entrar en la ciudad. Preguntaría por el viejo Huayncroc y, tras dar con él, le pediría su ayuda.
Sam recogió el mapa y lo guardó en su bolsa de viaje. Nuevamente levantó sus ojos hacia Suria, y otra vez le pareció verla más apagada. Por supuesto, también se acordó de sus amigos. Se dirigió hacia Rúbor y les envió sus pensamientos. Se echó del todo, apoyando su cabeza sobre una de las patas de su compañero y cubriéndose con una manta invisible. Cerró sus ojos y trató de dormir. Poco a poco, el cercano fuego se fue apagando, hasta que la oscuridad terminó cegándolo.
Como había sucedido todas las mañanas que llevaba de viaje, Sam se despertó antes de que lo hiciera su sol, Croc. Él sabía que en las ciudades de su nuevo planeta los ciudadanos madrugaban más que su sol para huir de su calor, por eso él también quería llegar a ella con la silenciosa sirena del alba. Si llegaba más tarde, podía ser que el viejo Huayncroc hubiera salido, y tener que espe­rarle era un tiempo que él no quería perder.
Un profundo surco, semejante a una gran avenida, ensanchado en la piedra conducía hacia la primogénita ciudad. Todavía con el negro de la noche, sobre sus mullidas patas, Magcroc avanzaba lentamente siguiendo la dirección de los primeros rayos que, miles de metros por encima suyo, iluminaban la perenne neblina que cubría las altas cumbres, separándolas de las, todavía, oscuras laderas más bajas. Sobresaliendo de aquella niebla, teñida por el sol todavía escondido bajo el hori­zonte este, fiel al dibujo de su mapa, varios picos despe­gaban sus afiladas puntas. Éstas quedaban tan lejos que, a medida que Sam se acercaba a ellas, mayor le parecía la distancia que les separaba. Eso le hizo enviar una cari­ñosa orden a su animal para que acelerara su paso. Magcroc obedeció sin emitir el menor gruñido.
La temprana luz descendía lentamente por las abruptas laderas, haciendo que las luces de la ciudad comenzaran a apagarse. Magcroc tuvo que bajar su ritmo, pues llevaba rato ascendiendo por la tímida, pero larga, pendiente de la orilla del desecado mar. Un mar amarillo y seco que poco se diferenciaba del resto de la tierra que inundaba aquel planeta. Sólo aquellas laderas que comenzaban a aparecer frente a él se vestían ligeramente de verde, dando un soplo de vida a las mortíferas monta­ñas. Un empinado repecho le hizo detenerse. El animal necesitaba recuperar el aliento para poder acometer aquella última subida que precedía a la ciudad.
Sam dejó que fuera su animal quien decidiera cuándo retomar la marcha. Tras unos profundos resoplidos, Magcroc encaró la rampa, superándola con facilidad y alcanzando la señal que tiempo atrás marcaba el nivel cero de altitud. Los dos se sorprendieron al ver la inmen­sidad que tenían frente a ellos. También para el oldcroc era la primera vez que veía aquella ciudad y, sobre todo, la falda de aquellas montañas. Permanecieron en silencio unos segundos. Siendo Sam el primero en reaccionar, y teniendo que enviar varias veces sus órdenes para que su fiel montura se percatara de ellas y le obedeciera. Con el ligero paso de Magcroc, las robustas y trapezoidales casas de voluminosos bloques de piedra rectangular iban ganando altura y presencia. Sam se asombró al ver cómo las piedras, de distintas medidas, se iban encajando unas con otras, aferrándose entre sí con la simpleza de su propio peso, y cómo, de vez en cuando, en principio de manera aleatoria, pero lógicamente estudiada, la falta de alguna piedra ejercía la función de ventana o, más bien, de tronera. Era por éstas por donde escapaban las tenues luces que había visto la noche anterior a través de sus prismáticos. Se trataba de una piedra grisácea y dura. Era la primera vez que la veía, lo que sugería que su origen estaba en ese lado del mar de Rúbor, seguramente en aquellas laderas, y era su peso, palpable a primera vista, el que impidió que se utilizara en las ciudades asentadas al otro lado del margen del mar. Al igual que las venta­nas, las puertas se abrían de la misma manera.
Cuando los primeros rayos de Croc descendieron lo suficiente para extirpar la sombra de sus siluetas hasta las primeras casas, aparecieron varios hombres. El gigan­tesco dibujo de aquella bestia y su jinete les detuvo. Poco a poco, a medida que el sol se elevaba, la sombra se fue recogiendo, dando más veracidad a su verdadero tamaño. Pero su asombro fue mayor cuando, por fin, pudieron distinguir el rostro del terrícola, quien en principio, visto allí en lo alto, parecía mirarles con porte altanero. Sin embargo, el humilde carisma del terrícola pronto les hizo saber que estaban frente a un hombre de fácil palabra y trato cordial. Sam se llevó las manos a la cabeza y al corazón y con sus ondas les pidió que le dijeran dónde podía encontrar la casa del viejo y sabio Huayncroc, que era amigo suyo y quería verle. Ni los mayores ni los niños que se habían unido a ellos ondearon nada. Estaban viendo a un ser que no mutaba el color de su piel, igual que hacían todos los crocomitas, pero que, sin embargo, sí utilizaba sus ondas para comunicarse, algo que no habían hecho nunca los terrícolas. Sólo uno de los mayo­res reaccionó lo justo para levantar su mano y extender su dedo índice para señalar la dirección que Sam debía tomar. Éste ordenó a su animal que siguiera el camino indicado y volvió a llevarse las manos a la cabeza y al corazón para, con una reverencia agradecer aquella información. El ruborpolisiano le respondió con el mismo saludo y la misma inclinación. Algo que obligó a que los demás le imitaran. Tampoco el oldcroc les dejó sin sus agradecimientos. A medida que avanzaba fue dejando un reguero de excremento, que los niños no tardaron en recoger con gran ilusión. En Ruborpolis no tenían mucho excremento. Quedaban pocos oldcroc y los que había eran propiedad de unos cuantos nobles, lo que obligaba a que algunos jóvenes subieran a las montañas en busca del excremento de los oldcroc salvajes, que se escondían en las laderas de la otra vertiente montañosa.
Sam dejó atrás las primeras casas que señalaban el inicio de la ciudad de Ruborpolis, y donde se iniciaba una larga avenida, antigua vía asfaltada con semihundidas planchas de piedra de forma rectangular separadas entre sí por amarillentos collares de hierba semiseca. La ancha avenida subía y bajaba pequeños repechos, y, a cada lado, a pocos metros de separación, se bifurcaba en otras calles más estrechas que se perdían entre la infinidad de casas trapezoidales que allí mismo comenzaban a amon­tonarse inundando la ciudad. Uno de los niños que habían dejado atrás se armó de valor y corrió hasta alcanzarlos. Se puso a su par y avanzó junto al oldcroc. Seguía mirándoles sorprendido. Lo mismo sucedía con Sam, pues el pequeño mutaba el color de su rostro con colores que el terrícola todavía no había podido presenciar. El verde comenzaba a ser intenso y alegre, y el gris de la piedra le proporcionaba una tez metálica, semejante a la de un viejo robot terrestre. El pequeño crocomita había tomado la iniciativa y Magcroc se limitaba a seguirle. Sam no decía nada, se limitaba a jugar con el pequeño mediante guiños y muecas. Éste se detuvo, como si sólo le estuviera permitido llegar hasta allí, y señaló hacia lo alto de una pequeña colina. Se sentó sobre una piedra y sonrió, dejando claro que su intención era esperar que el terrícola terminara su visita. Sam le hizo un último guiño y ordenó que Magcroc tomara la calzada que ascendía hasta la casa del viejo Huayncroc. Una casa más grande que las demás, con más ventanas y puertas, e incluso, algo extraño, con varias alturas. Parecía evidente que su propietario no era un cualquiera en aquella ciudad, y que, a pesar de no ser un noble, se había ganado una buena posición social. El terrícola estaba a punto de ordenar a Magcroc que se echara para descender de él, pero una ronca voz que llegaba desde su espalda le detuvo.
-¿Qué trae a un terrícola hasta las tierras de Tiahuana­polis, y concretamente hasta la ciudad de Ruborpolis si no es la búsqueda de su propia muerte?
Sam reconoció aquella voz, y sin volverse hacia el emisor le contestó.
-Quizá no sea mi muerte lo que busque, sino el porqué de ella.
-Puede que no exista un porqué –dijo nuevamente la voz-, y sí un cuándo y un dónde.
Sam se tomó su tiempo antes de responder. Tiempo que usó para descender de Magcroc, quien ya había obedecido y se había echado sobre la hierba.
-En ese caso, nada debo temer –dijo el terrícola-, pues ni éste será el lugar de mi muerte, ni éste el momento.
Los dos guardaron silencio durante unos segundos; después el viejo Huayncroc comenzó a reír. Se llevó las manos al corazón y a la cabeza y se acercó al terrícola.
-Se bienvenido a mi hogar, amigo Samcroc –dijo el anciano-. Mi casa es tu casa y mi familia es tu familia, si aceptáis mi ofrecimiento.
-Os doy las gracias por ello –dijo Sam, llevándose la mano al corazón-, aunque no abusaré de tu hospitalidad. Sólo necesito algo de ayuda y descansar un poco antes -señaló hacia las montañas que tenían frente a ellos- de enfrentarme a ellas.
Huayncroc levantó su anciana vista hacia la muralla que se elevaba tras su casa.
-Entremos en casa –dijo, invitándole a hacerlo delante suyo-, Atahualcroc se alegrará de verte.
Sam asintió. Se volvió hacia su oldcroc para decirle que se quedara allí, pero no le hizo falta. Magcroc se había vuelto panza arriba y pataleaba lleno de felicidad restregándose sobre la hierba. El frescor de ésta le agradaba tanto que era capaz de permanecer en aquella posición durante horas, o incluso días. Huayncroc también se rió al verle. Nunca había visto a un oldcroc mostrar tanta alegría. Magcroc, inconscientemente, se volvió hacia ellos. Se percató que le observaban y les sonrió enseñando su doble cadena dental, lo que hizo que se le escapara un eructo rebosante de aroma a hierba fresca. Después siguió con sus revolcones.
Los dos hombres entraron en la casa. Desde dentro, las ventanas parecían más grandes, y además estaban per­fectamente orientadas para permitir la entrada del sol por el este, por el norte y por el oeste. El interior era muy sencillo y carecía de adornos y lujos. Eso decía mucho de la simpleza de aquella gente, pero no por eso eran des­corteses ni avariciosos. No, no, todo lo contrario. Era gente humilde y sencilla que compartía todas sus pose­siones, y bondadosos como pocos. Bien claro le quedó a Sam cuando salió a recibirle la mujer del viejo Huayncroc. Una anciana de largo pelo blanco que le aco­gió con lloros y alabanzas.
-Gracias, gracias. Le doy mil gracias por salvar a mi familia –le dijo la anciana, cogiendo su mano terrícola y besándola una y otra vez-. A Rúbor pido para que le ceda mi lugar junto a él.
-No, señora, no diga eso –dijo Sam-, pues de nada servirá. Rúbor sabe bien que ese lugar es suyo y no mío.
-En ese caso rezaré para que no pierda el suyo junto a su Dios.
-Por el momento, me conformaría con un vaso de agua –suplicó el terrícola.
-¿Agua? –repitió la anciana, mirando a su marido.
-Oh, perdón. Lo siento –se excusó Sam-. Al ver la hierba creí…
-Ese verde proviene del subsuelo que se encuentra cientos de metros por encima de nosotros, en la otra ladera –explicó el anciano-. A esta parte no llega ni una sola gota de agua desde hace cientos de años.
-Pero… -interrumpió Sam- antes de nues­tra…invasión, todo el planeta…
-Sí, sí -dijo, nuevamente la mujer-, pero algo absorbió toda el agua y quemó la tierra.
-Entiendo –concluyó Sam, zanjando el tema.
Sam entendía perfectamente. Lo entendía, pero no tenía muy claro qué podía haber provocado aquel cambio. Lo único que sí sabía era que en su tierra había suce­dido lo mismo. La desecación de una tierra era algo de lo que los terrícolas sabían bastante, ya lo había visto él en otros planetas y otros satélites conquistados.

-¿Dónde está Atahualcroc? –preguntó el anciano a su mujer-. Que venga a saludar a Samcroc.
-Tardará algunas horas en regresar –respondió la anciana-. Anoche subió a las montañas. Con la salida de Rúbor vimos su llegada. Con un poco de suerte hoy comeremos carne de murcroc.
Sam se sorprendió al oír aquella horrible palabra.
-¿No ha probado la carne de murcroc? –le preguntó la mujer.
El terrícola lo negó con un movimiento de cabeza.
-Creía que huíais de los murcrocs –dijo Sam.
-A veces los murcrocs se pelean entre ellos –intervino Huayncroc. Algunos sufren heridas con las que no durarían nada entre su propia especie, por eso ellos mismos descienden hasta algunas grutas de las laderas más bajas. Allí se esconden hasta que se recuperan y pueden volver.
-Siempre que Atahualcroc no dé con ellos antes –dijo la mujer con una carcajada.
Sam asintió con una sonrisa. Se reía, pero en su inter­ior una pregunta comenzó a azotar su mente. ¿Hablaban del Atahualcroc que él conocía? Un joven cuya mente parecía quedar lejos, incluso, del más estúpido de los crocomitas, y al que la risa fácil le afloraba antes de reci­bir las ondas que le ordenaban hacerlo. No, no podía tratarse del mismo. Cómo iba el Atahualcroc que él conocía a enfrentarse con las más horribles de las criaturas de aquel planeta. Ya había visto su miedo en las cloacas de palacio, cuando estaban rodeados de croctulas. Oh, ¿acaso todo era ficción? Prefirió esperar y guardar silen­cio. Su duda se despejaría cuando Atahualcroc llegara.
-Tendrás hambre –dijo la anciana, devolviéndole a la realidad.
-No, no –respondió Sam-, prefiero esperar y probar su especialidad de murcroc. Si no les importa, me gustaría descansar; luego espero que su marido y su hijo me ayuden con algunas preguntas.
-Cuenta con ello –dijo Huayncroc, antes de que su mujer se llevara al terrícola a otra de las estancias de la casa.

Cuando Sam despertó, todo el cuarto estaba a oscuras. Se lamentó porque había dormido más de lo que él quería, y rápidamente envió una orden para que las plantas de tallum se encendieran. Las había visto junto a su cama, antes de acostarse. Éstas obedecieron, alum­brando tenue y cálidamente la habitación. El silencio también parecía sepulcral, pues no llegaba el menor atisbo de vida. Seguramente gracias a la robustez de aquellas pétreas paredes. Echó a un lado la manta invisi­ble que le cubría y se puso en pie. Toda la casa estaba en penumbra, y a medida que avanzaba, siguiendo el olor a asado, los murmullos y las voces se iban acentuando. Eso le dio esperanzas, por un momento creyó encontrarse solo. Pronto escuchó una voz desconocida que se elevaba por encima de la de Huayncroc y de la de su mujer. O era la de un forastero o se trataba Atahualcroc.
Varias lámparas de tallum y algunas antorchas de excremento alumbraban el comedor. Ellos no tenían oldcroc, así que aquel excremento lo debía de haber traído el propio Atahualcroc. Cuando éste se levantó para recibirle, Sam no dudó de ello. Era el mismo Atahual­croc, pero, desde luego, ahora parecía otro. Una verdosa túnica, preparada para camuflarse entre la vegetación de la montaña, y un chaleco de cuero curtido lo presentaban como un valiente cazador.
El Gran Atahualcroc, como iba a llamarle Sam desde ese momento, porque ese era el rango que el joven poseía entre su gente, se llevó su mano al corazón y tomó la palabra.
-Bienvenido seas a mi tierra, terrícola –dijo Atahual­croc, con voz poderosa-. Te doy las gracias por tus haza­ñas junto a nuestro príncipe, y te pido perdón por…
-Sam le hizo callar con un gesto de su mano-. Nada hay que deba perdonar, pues nada hay de malo en que un hombre se oculte tras su propia sombra para salvar su vida y la de su padre. Siento que no salvara también la de su hermano.
Atahualcroc dejó escapar una lastimera sonrisa.
-Eres listo, terrícola.
-No tanto como vuestro padre –dijo Sam-, ¿o fuiste tú quien descubrió mi verdadero origen?
-¿Qué interés podría tener un habitante de Urcroclan­dia en una chaqueta terrícola? –preguntó el joven caza­dor-. Además, un viajero que atraviesa el Crocomhara, si quiere rezar a Rúbor lo hará mirando al norte, hacia las ruinas de Croc Marib; o hacia el sur, dirigiéndose a la ciudad de Axumcroc; nunca lo hará hacia el oeste.
-Me sorprende tu perspicacia –dijo Sam, alabándole-. Eres difícil de engañar.
-El rojo de tu piel era semejante al color de Rúbor, incluso bajo la proyección de mi propia sombra.
Sam no tuvo más remedio que asentir sorprendido. Sin ninguna duda, Atahualcroc era la antítesis del crocomita que había fingido ser. En ese momento entró su madre. Ésta sonrió al ver que ya se había despertado, y dejó sobre la mesa una jarra de leche que traía consigo.
-¿Has descansado bien? –le preguntó la anciana.
-Sí –respondió, Sam-. No quería abusar de su hospita­lidad. Tenían que haberme despertado.
-No es ningún abuso –dijo Atahualcroc-, y te vendrá muy bien si, como dice mi padre, quieres cruzar las montañas.
-¡Sentémonos! –dijo Huayncroc, invitando a que los demás le siguieran.
Todos obedecieron y se sentaron alrededor de una vieja mesa de madera. Cuando la mujer volvió a entrar en la estancia, su marido y su hijo la aplaudieron y vitorea­ron. Traía una bandeja con un buen muslo de murcroc. El agradable aroma que desprendía hizo que Sam también se uniera a los aplausos. La verdad es que despellejado y pigmentado de rojo tenía un aspecto estupendo. Sam se incorporó y le ayudó a partirlo en varios pedazos.
-Ten cuidado –dijo el anciano-, a mi mujer le gusta abusar del picante.
-Eso le dará calor y fuerzas –dijo la mujer.
Sam clavó sus dientes en la pieza de murcroc.
-Bueno, muy bueno –dijo, expulsando el ardor que le pedía paso.
Todos comenzaron a reír.
-¿Por qué quieres subir a las montañas? –preguntó Atahualcroc, mientras mordía su pieza.
Sam le miró fijamente, como si dudara en contestar. De nada le iba a servir mentir. Además, era muy probable que Atahualcroc supiera más que él.
-Creo que queda vida terrícola en las montañas.
-No por debajo de los ocho mil metros –dijo Atahual­croc-. Por allí hay mucha vida, pero no la que tú buscas.
Sam guardó seriedad y silencio. Él no tenía tan clara aquella afirmación, y tenía esperanzas de que Atahual­croc estuviera en un error.
-Aunque eso no quiere decir que no la haya más arriba –añadió finalmente el ruborpolisiano.
Sam asintió. Prefería pensar eso, pues tenía motivos para hacerlo.
-Desde luego, la nave que tu hermano descubrió alguien tuvo que llevarla hasta allí. ¿Sabes dónde la encontró?
Atahualcroc asintió.
-Mi hermano Huayncroc nos protegió del Rey, di­ciendo que no tenía familia ¿Cómo supiste que...?
-El Rey me enseñó la nave y me dijo que la había encontrado un ruborpolisiano. Luego, no sé cómo, pensé en vosotros, y en que ningún anciano sería tan estúpido para querer ver al Rey y pedirle un oldcroc, sabiendo que antes iba a tener que vérselas con Gengiscroc. -Sam enmudeció de golpe. Miró fijamente a Atahualcroc, quien le devolvía la mirada. Ahora tenía claro que ellos habían ido a la ciudad, conscientes de que acabarían en las cárceles subterráneas para, una vez allí, esperando encontrarse con él, rescatar a su hermano-. No sólo eres muy listo –siguió diciendo-, sino que, además, posees mucho valor.
-Hay ocasiones en que el escaso uso de éste nos arrebata la vida; sin embargo, también hay momentos en que el deseo de ésta nos obliga a ejercitarlo.
Sam se volvió hacia la anciana, a quien, ahora cabiz­baja, aquella conversación la había renovado los malos recuerdos.
-Tiene que estar orgullosa de sus hijos y de su marido.
La mujer levantó la cabeza y le agradeció el cumplido.
-Esta carne está exquisita –dijo el terrícola-. Aunque debo reconocer que está algo picante para mí.
-Es cosa del crocjí –dijo la anciana, emocionada-. Beba leche de cuycroc, le calmará el ardor.
Sam obedeció, y, llevándose el vaso a la boca, bebió un buen trago.

Hacía rato que habían acabado de cenar. La mujer de Huayncroc ya se había retirado, pues ella, al igual que todas las mujeres de las tierras de Tiahuanapolis, madru­gaba más que los hombres. A decir verdad, también trabajaba más que ellos. Consciente de que seguramente no iba a volver a verle, se había despedido del terrícola. Le deseó mucha suerte y le prometió que iba a rezar a Rúbor por él. Sam se lo agradeció enormemente, pues sabía que ella lo hacía de todo corazón. Algo que tam­poco le faltaba a sus dos hombres, con quienes Sam se había vuelto a unir. Lo hacía en el pequeño jardín que tenían detrás de la casa. Huayncroc tenía preparada su pipa de crocomhuana, y otra vez, como en su primer encuentro, se la ofreció al terrícola, sólo que en esta ocasión éste aceptó encantado. Ya nada tenía que ocultarles, y si ellos veían sus profundos pensamientos le daba igual. Se sentó junto a ellos y se llevó la boquilla a la boca. Atahu­alcroc cogió una delgada astilla que ardía en un pequeño fuego y la acercó al cazo de la pipa. Sam chupó con fuerza y las secas y trituradas hojas prendieron rápida­mente, desprendiendo su fastuoso aroma, que se elevó meciéndose suavemente camino de Rúbor.
-Son las mejores hojas que puedas probar –dijo el anciano-. Atahualcroc mismo las arrancó de las plantas que crecen en la ceja montañosa –Huayncroc señaló hacia las montañas- que queda al otro lado. En ningún lugar encontrarás una calidad semejante.
Sam volvió a chupar suavemente. Lo hizo durante varios segundos, pues la suavidad de aquel mágico sabor no arañaba su garganta. El rico y sabroso aroma descen­dió hasta sus pulmones y luego, dulcemente, ascendió hasta su cerebro. Sus ojos se acaramelaron tomando el color de Rúbor. Otra vez aspiró suave y largamente, provocando que la incandescencia del cazo brillara en los ojos de Huayncroc, a quien cedió la pipa. Éste también inhaló perezosamente una calada que valía por dos terrí­colas, y sus ojos se tornaron rojizos. Atahualcroc hizo lo mismo que su padre, dando claras evidencias de que los pulmones ruborpolisianos poseían mayor volumen que el de cualquier terrícola. El humo ascendía con sigilo buscando al anfitrión de aquel rito que todos los croco­mitas solían llevar a cabo al hacer sus plegarias. Sam también levantó su vista hacia la ruborizada luna. Le pareció verla más cerca. Eso le sucedía cada vez que aspiraba, incluso creyó estar varios palmos suspendido en el aire.
-Yo te acompañaré hasta los hundidos Volcanes Blancos –dijo Atahualcroc-. Fue en ese lugar donde mi hermano encontró la nave que le llevó a la muerte. A partir de allí, tu suerte dependerá sólo de ti. Nada quiero tener que ver con tu destino.
-Te lo agradezco –dijo Sam-, o se lo agradezco a Rúbor, si ha sido ella quien te ha llevado a hacerlo.
-Atahualcroc se ofendió-. Nada ha tenido Rúbor que ver en mi decisión. Ella no merece ser molestada por estúpidos caprichos terrícolas.
Sam se volvió hacia Huayncroc.
-No, no me mires a mí –dijo el anciano-. Si Atahual­croc ha decidido acompañarte, es porque su madre se lo ha pedido, pues quiere que, cuando alcancéis los volca­nes, levantéis una hoguera con algunas cosas de su difunto hijo. Eso servirá para que Rúbor le tenga en su bien. Aunque nosotros hemos tratado de hacérselo creer, ella sabe que su cuerpo no fue purificado con el fuego, como se hace con cualquier crocomita digno de ello, sino que su alma vaga ciegamente por esta tierra. Jura haberlo visto en sueños.
-Os pido perdón por mi insolencia –se excusó el terrí­cola, llevándose la mano al corazón-, y, de todo corazón, os doy las gracias. Puedes decir a tu mujer que duerma tranquila, pues no volverá a ver el alma errante de su hijo.
Atahualcroc volvió a entregarle la pipa.
-Perdona, también tú, mis hirientes palabras –dijo el joven crocomita-, pero no es prudente reírse de la bondad y deseo de Rúbor.
-Tienes razón, no lo es –dijo Sam, levantando sus ojos hacia las poderosas montañas-. Además, es más que pro­bable que necesitemos de su ayuda ¿Cómo consiguieron bajar la nave desde ahí arriba?
-Más al norte –intervino nuevamente el joven-, partiendo del pequeño pueblo de Copacancroc, existe un viejo glaciar que, tras sumergirse bajo las montañas durante varias jornadas, asciende hasta la base de los volcanes blancos. Se da un gran rodeo, pero es la única forma posible de poder llevar a cabo tal misión. Mi hermano lo conocía, y fue él quien debió guiar la expedición.
-¿Será ése también nuestro camino?
Atahualcroc miró a su padre. Esperaba a escuchar su opinión.
-Todo depende de tu valor –dijo el anciano.
Sam se extrañó al oírle. Creía haber dejado bien claro que estaba dispuesto a cualquier cosa para conseguir alcanzar la ciudad de Drimepolis, si es que ésta existía.
-Que no te ofendan las palabras de mi padre –se excusó Atahualcroc-, pero lo dice porque sabe que hace falta algo más que valor para enfrentarse a esas monta­ñas. Como te he dicho, el camino del glaciar es bastante más largo, de cinco a seis lunas más, pero es mucho más seguro. Si, por contra, tomamos el gran desfiladero del Colcroc ganaremos ese tiempo, pero podemos encontrar­nos con algunas familias de murcroc, lo que puede hacernos perder no sólo más tiempo, sino también la vida.
Sam tenía claro que él no temía encontrarse con los murcroc. Su mente y su corazón se habían armado de valor, y ni la más grande de aquellas criaturas le iba a despertar de su loco sueño de alcanzar la ciudad perdida de Drimepolis.
-Bien, si sois dignos de poseer ese algo más que hay que tener, venid conmigo y enfrentémonos a los murcroc, y si ese don no es más que una falsa ilusión que ansiáis poseer, entonces permaneced aquí; yo levantaré vuestra pira en honor a tu hermano. Rúbor sabrá perdonaros.
-Espero que también sepa perdonar la insolencia terrí­cola –dijo el anciano-, pues si bien yo desconozco la naturaleza de tus ofensivas palabras, sé que éstas tendrán una razón de ser.
-Os pido perdón nuevamente –dijo Sam-, pero –miró a las montañas- la impotencia genera una incontrolada rabia que necesita liberarse, y que siempre se manifiesta por la palabra. Ésta es siempre su primera reacción. Es un desahogo que los terrícolas no podemos evitar.
-¿Qué buscas ahí arriba? –preguntó el anciano- ¿Por qué tienes tanto interés en encontrarte con los tuyos, cuando algunos de ellos parecen querer escapar de allí?
Sam se sorprendió al oír aquellas palabras. Realmente ellos sabían más de lo que él creía.
-Mi padre tiene razón. La nave que mi hermano encontró no es la única que ha bajado hasta nuestras tierras. Yo mismo he visto otras naves, e, incluso, he visto a alguno de sus ocupantes –Sam le escuchaba emocionado-. No pude verle bien porque me encontraba lejos, pero era extraño. No se parecía a ti. Yo diría que era deforme, si bien es cierto que estaba agachado, buscando algo u obedeciendo a la naturaleza.
Las palabras de Atahualcroc habían terminado por confundir más al terrícola. Sin embargo, cuanto más dudaba de si realmente su especie había mutado o no, de cualquier manera ya los había bautizado como futurterrí­colas, más se obsesionaba con llegar a Drimepolis.
-Mi deseo no es otro que el de salvar a mi pueblo –dijo Sam-. No me preguntéis cómo, ni por qué, pues ni sabría deciros, ni vosotros lo entenderíais.
Ninguno de los dos crocomitas añadió nada más. Sam era un terrícola, cierto, pero nada más sabían de él. Había llegado hasta su planeta, igual que lo habían hecho todos sus congéneres. No tenían ni la menor idea de que todos ellos habían viajado en el espacio y el tiempo, y, mucho menos, que Sam, a pesar de haber llegado mil años terrí­colas después, había partido de la Tierra un siglo antes que el resto, cien años antes de su invasión.
-Creo que se trataba de una mujer –dijo Atahualcroc.
-¿Estás seguro? –preguntó Sam.
-No, no lo estoy, pero si realmente se agachó para coger algo, no debió de encontrarlo.
-¿Trataste de acercarte?
-Sí –respondió el joven crocomita-, y ahí vino lo más extraño –Sam se acercó a él, tratando de oírle mejor-. Me alejé de ella con la intención de dar un rodeo y aparecer a su lado, pero cuando estaba llegando a ella, todavía lejos de su vista, tras una pequeña colina, la sentí correr. Era como si algo la hubiera alertado de mi presencia, y fue imposible que me viera. Al momento la nave se levantó a mi espalda y se alejó. Su oído debe ser prodigioso.
-¿Cómo era la nave? –preguntó Sam, completamente emocionado- ¿Se parecía a la que encontró tu hermano?
-Atahualcroc miró a su padre-. Lo que te estoy contando sucedió después de que mi hermano encontrara la nave abandonada.
Sam no podía creerlo. ¿Quién era aquella persona que, incluso habiendo perdido una nave y poniendo su vida, o la de su pueblo, en peligro seguía descendiendo hasta el nacimiento de aquellas montañas? O, mejor dicho, ¿qué podía buscar? Su mente no daba abasto con tantas preguntas sin respuestas. La ansiedad se apoderaba de él, y el deseo de partir era cada vez mayor.
-Fumemos otro poco –dijo el anciano, mientras prendía una nueva pipa-. Os ayudará a relajaros y mañana estaréis listos para iniciar la marcha.
Sam asintió. Cuando el anciano le pasó la pipa, la cogió y chupó larga y plácidamente, igual que antes habían hecho sus dos compañeros. Ahora tenía el alma llena del plácido aroma de la crocomhuana, y su mente repleta de preguntas.

Cuando los primeros rayos del sol Croc bañaron la ladera este de las montañas, Sam y Atahualcroc ya habían dejado la ciudad. La impaciencia terrícola había hecho que el ruborpolisiano decidiera partir antes del alba. Ni siquiera su madrugadora madre se había levan­tado, ni ninguno de los pocos oldcroc que quedaban en el barrio noble había gruñido con sus gritos de despertar que anunciaban que tenían hambre. Sólo Magcroc lo había hecho tímidamente, y no porque su estómago le avisara de ello, sino porque se veía obligado a abandonar aquel paraíso que había descubierto. Pero su tristeza no tardó en desvanecerse, pues él mismo podía comprobar cómo, a medida que avanzaban, la hierba era cada vez más fresca y esponjosa. A cada paso sus pezuñas se hundían más en la tierra. Eso le gustaba. Le agradaba tanto que no volvió a mostrar la menor queja, ni siquiera cargando con los dos hombres. Seguramente porque aquellas primeras rampas que les metían en las montañas no eran demasiado pronunciadas. Pertenecían a viejas montañas formadas en los primeros tiempos de Crocom, en las cuales la erosión se había encargado de desdibujar las rectas formas de su abrupto nacimiento.
Los dos hombres iban montados sobre Magcroc. Era preferible hacerlo ahora que no más tarde, cuando real­mente comenzara el camino peligroso. Atahualcroc había tomado las riendas mentales del animal, y era el encar­gado de ir ordenando al animal los senderos que éste debía tomar. Sam se limitaba a captar aquellas órdenes y a acurrucarse bajo la manta invisible que, cubriendo sus cuerpos, les protegía de la matutina brisa que caía de las montañas. Sólo sus cabezas escapaban de ella. El rubor­polisiano conocía como nadie aquel camino, por eso le bastaba con enviar simples ondas mientras su mente trataba de seguir durmiendo, de guardar fuerzas para cuando fuera necesario. Derecha, izquierda, de frente. Eso bastaba para que el oldcroc obedeciera fielmente. Eso y que cada decena de pasos daba un tremendo bocado que arrancaba un manojo de hierba que plácida­mente masticaba y saboreaba hasta dejarlo caer en su voluminoso estómago. De vez en cuando, cuando Sam captaba las ondas que Atahualcroc enviaba al animal, él dirigía su mirada en una dirección o en la otra. Si Magcroc obedecía, virando a la derecha, dejando atrás la ciudad, él alzaba su vista hacía las ya brillantes cumbres con el deseo de que algo nuevo apareciera frente a ellos; y si Magcroc, en su obligado zigzagueo, lo hacía al contrario, hacia la izquierda, entonces él dejaba caer su mirada hacia la legendaria ciudad, esperando que la incesante lejanía le cegara el detalle de las empedradas avenidas.
Magcroc se detuvo. También el terrícola había captado las ondas de aquella orden.
-¿Por qué nos detenemos? –preguntó Sam.
-Debemos dar un respiro a tu animal.
Sam se fijó en su oldcroc y en el camino que habían recorrido. Atahualcroc tenía razón. Las pendientes no habían sido pronunciadas, pero llevaban rato subiendo y todavía les quedaba mucho más.
-No deberías haberlo traído –dijo Atahualcroc, acari­ciando el lomo del animal-. El tiempo y las fuerzas que ganemos ahora lo perderás más allá de los Volcanes Blancos. Allí las montañas son jóvenes y rebeldes. Te obligarán a buscar amplios y cómodos callejones que le permitan continuar. -Sam miraba pensativo a su animal-. Si quieres, volverá conmigo y te esperará en mi casa hasta que regreses.
Magcroc parecía estar escuchando aquella conversa­ción. Parecía hacerlo prestando mucha atención, como si esperara la respuesta de su amo.
-¿Te dice algo el nombre de Lordroxtoncroc? –preguntó Sam.
Atahualcroc asintió. También pareció hacerlo Magcroc.
-Sí. Es un gran amigo. Ha estado en mi casa en varias ocasiones, y hemos compartido viajes y crocomhuana.
-Si en la alta meseta existen oldcroc y otras criaturas, quiere decir que hay un camino para llegar hasta ella. Allí dejaré que me espere, y los dos regresaremos juntos.
-Puede que no sobreviva. Es un animal de ciudad. No está acostumbrado a la salvaje vida que reina en las cumbres.
-Es fuerte y listo –añadió Sam-. Si ha sobrevivido en la civilización de Crocom, también lo hará entre los suyos.
Atahualcroc no dijo nada más, se limitó a pensar ocultamente. Acababa de escuchar el subconsciente del terrícola. Si él había sobrevivido entre unos extraños de otra especie, cómo no lo iba hacer entre los de su propia estirpe.
Magcroc reanudó la marcha lentamente, tomando un sendero que, ascendiendo hacia el norte, les llevaba camino de un pequeño valle que se asentaba justo al otro lado de esa primera cadena de pequeñas montañas que ya estaban dejando atrás. En las tierras de Tiahuanapolis todos conocían el nombre del valle, aunque pocos se habían molestado en llegar hasta él. Lo llamaban el “Valle del Encuentro”, porque fue en sus praderas donde se encontraron todos los terrícolas que huían de la rebe­lión crocomita. Una vez allí, tomando el camino que el hundimiento dibujaba, ascendiendo hacia el noroeste, una nueva cadena montañosa se levantaba sobre la anterior. En ella ya comenzaba a mezclarse la grisácea juventud de la piedra que dominaba en la ciudad y la suave madurez de las ancianas montañas bajas.

A última hora de la tarde, los dos hombres caminaban a pie descendiendo la ladera oeste, y adentrándose en los campos del “Valle del Encuentro”. Más atrás, obligado por la resbaladiza pendiente, despacio y con cuidado de no caer rodando, lo hacía Magcroc.
El Valle del Encuentro era un estrecho paso en forma de “V”, cuyo lado oeste se levantaba más verticalmente que su opuesto. Era curioso, pero ni siquiera el tiempo había podido borrar las marcas de los senderos abiertos por el éxodo terrícola a su llegada al esperanzador valle. Lo habían hecho por cientos de diferentes caminos, pero todos ellos, sin excepción alguna, desembocaban en el mismo surco, el que formaba el continuo vértice en que concurrían aquellas dos paredes. Casi mil años después, éste seguía siendo el único camino posible para lograr llegar a los Volcanes Blancos.
Una larga y abrupta sombra ascendía rápidamente por la débil ladera. Era la silueta de las altas cumbres que se erguía sobre ellos. Croc se ocultaba tras ellas, trayendo consigo la oscuridad de la tarde y, en poco tiempo, la de la noche.
-Tenemos que alcanzar –Atahualcroc señaló hacia el final del sendero- las rocas, antes de que anochezca. No podemos pasar la noche en campo abierto bajo el oscuro manto, seríamos unas presas realmente fáciles, incluso para el más ciego de los murcroc.
-Creí que tan abajo sólo bajaban aquellos que estaban heridos.
-Y así es, pero algunas veces el hambre aprieta obligándoles a caer hasta aquí, seguramente en busca de esos compañeros heridos. Las rocas nos protegerán.
Sam le miró no muy de acuerdo con él. Había visto que Rúbor y Urcroccrom estaban frente a ellos. Éstos les alumbraban el camino y les permitían seguir. Sam estaba dispuesto a no perder ni un instante.
-Creo que tus dioses están con nosotros. Podemos seguir hasta que nos abandonen con su mirada y nos cieguen el camino.
Atahualcroc se detuvo y se volvió hacia él. No sabía si Sam hablaba en serio o si volvía a reírse de sus creencias. Le miró fijamente, pensó sus palabras, y después habló.
-Nunca te fíes por completo de tus dioses, pues, a menudo, se vuelven egoístas y débiles y se olvidan de quienes los adoran.
Dicho y hecho. Parecía que Atahualcroc conocía bien la bondad y, sobre todo, el poder de sus dioses. No habían avanzado más de unos metros cuando una nube, una invisible y lejana nube, se meció desde la nada y cayó frente a Urcroccrom, acercándoles la noche. Sam no dijo nada. No tenía palabras si no eran para alabar a su acompañante; por eso, prefirió guardar silencio. Sólo Magcroc emitió un tímido gemido de terror. Él no conocía las montañas, y en el resto del planeta no existían las nubes, ni nada parecido que cegara tan bruscamente el poder de sus astros.
-Tranquilo, amigo –dijo con una orden Atahualcroc al animal. Luego se dirigió al terrícola e imprimió fuerza a sus palabras. -Cuando alcancemos el embudo habremos llegado al estrecho “Desfiladero del Paso Hundido”. Allí, cerca de los dos mil metros sobre el mar de Rúbor, acamparemos hasta el nuevo día.
-¿Desfiladero del Paso Hundido? –repitió el terrícola, extrañado con aquel nombre.
-Sí –volvió a decir Atahualcroc-. Lo llamamos así porque esa es la profundidad máxima a la que se sumerge. Vosotros no ponéis nombres a las cosas.
-Sí, claro –dijo Sam.
-¿Por ejemplo?
-Por ejemplo –Sam pensó-. Por ejemplo, teníamos un desfiladero, un enorme desfiladero al que llamábamos Cañón del Colorado.
-¿Colorado? Acaso teníais a Rúbor para darle color.
-No, no –dijo Sam, entre risas-, pero la tierra poseía su mismo color. Además usábamos ese mismo nombre para otras cosas. Un cañón, una tierra, incluso había varios ríos en distintos lugares que compartían ese nombre.
Atahualcroc comenzó a reír.
-¿Qué más nombres teníais?
-Pues… –Sam pensaba mientras avanzaban-. Hay algo que siempre me ha llamado la atención. –Atahualcroc contuvo su risa-. Teníamos cientos de pueblos y ciudades que hacían honor a hombres santos: Santa Mónica, Santa Marta, San José, San Antonio, y un sinfín más que no recuerdo.
Atahualcroc mostró su escepticismo.
-Entre nosotros sólo ha habido y hay un hombre santo, Meneltrescroc y su familia, pero su nombre nunca ha servido de epónimo para ninguna ciudad.
-No te preocupes –se lamentó el terrícola-. Ninguna de mis santas ciudades arrastra el apellido de la paz.
Allí quedaron sus risas. Los dos sabían que los terrí­colas no podían alardear de tal virtud. Tampoco hubo más palabras, ni ondas; ni siquiera para Magcroc, quien, en su lento caminar, se había adelantado a ellos y ya había alcanzado el estrecho paso.
El “Desfiladero del Paso Hundido” marcaba el fin del “Valle del Encuentro”. Era un callejón muy estrecho. No tanto como el final de la calle Crolili. Recuerdo que llegó a la mente terrícola al ver la pequeña maniobra que Magcroc tuvo que llevar a cabo para pasar el primer recodo. Tras él, unos pasos más adentro, se abría un pequeño espacio, suficiente para que se echaran los tres viajeros. Atahualcroc y Sam se sentaron apoyando sus espaldas contra uno de los muros. Frente a ellos lo hizo el oldcroc. El volumen de su cuerpo servía de parapeto para detener el aire que se enfilaba hacia ellos por el delgado cañón. Atahualcroc cogió su bolsa de viaje y sacó un pedazo de queso y carne de murcroc. Sam le miró fijamente. Algo rondaba en su mente y su compañero pareció darse cuenta.
-¿Qué sucede?
-Nada –respondió el terrícola-. Este momento me ha recordado a un amigo.
Sam recordaba su viaje por el cañón del Crocomdra. Allí había vivido un momento semejante junto a su amigo el príncipe Merenpcroc, y ahora se preguntaba qué estarían haciendo sus amigos. El propio príncipe; su hermana, la princesa Crocpatra; y su gran compañero, el viajero y escritor Marcroc Polcroc. ¿Se acordarían ellos de él? Seguro que sí.

Cuando Atahualcroc despertó, todavía a oscuras, Sam ya estaba preparado para proseguir la marcha. Las mon­tañas ocultaban la temprana luz del sol Croc, pero la escasa presencia de las dos lunas hacía suponer que el día ya había comenzado su andadura. Sam tenía el mapa de Marcroc Polcroc en sus manos. En él dibujaba y anotaba los nombres de los nuevos lugares que Atahualcroc le había dado a conocer. De momento lo hacía sobre el dibujo de las cercanas montañas. En ellas había situado el “Valle del Encuentro” y el “Desfiladero del paso hundido”.
-Nadie conoce estos parajes con esos nombres –dijo Atahualcroc, echando un vistazo al mapa-. Todo Crocom los conoce simplemente como “Las Montañas de la Muerte”. Sólo nosotros, los ciudadanos de Ruborpolis, utilizamos estos nombres, pues para nosotros aquí existe algo más que la muerte; también hay vida.
-Vosotros… ¿no las llamáis “Montañas de la Muerte”?
-Sí. Pero para nosotros éstas comienzan más allá del “Valle de los Volcanes Blancos”; por eso nunca sobrepa­samos ese lugar –Sam asintió. Sabía que ese era el punto final de su compañero de viaje-. Si quieres puedes añadir algunos nombres más a tu mapa. Cuando salgamos de este desfiladero, nuestros ojos quedarán cegados. Habre­mos llegado a las “Montañas de Cristal”.
Sam se sorprendió al oír aquel extraño nombre y se dispuso a anotarlo en su mapa, pero antes prefirió preguntar el porqué de aquel apodo.
-¿Tanto brilla su suelo para merecer tan insólito nombre?
-Atahualcroc le miró a los ojos. –Eso piensan algunos de mis antepasados. Aunque ahora su resplandor sólo puede ser visto en ciertos momentos. Hay que estar en el ángulo y la hora adecuada. Nosotros seremos afortunados si partimos ya; así que no perdamos más tiempo.
Sam asintió.
-¿Y para los demás? –preguntó Sam, poniéndose en pie.
-¿Los demás? –repitió Atahualcroc incorporándose, fingiendo no entenderle.
-Sí. Los demás ruborpolisianos. ¿A qué creen que se debe ese nombre?
Atahualcroc se volvió y envió una onda para que el oldcroc despertara.
-Ah, eso. Para otros, el brillo de las montañas se debe a las lágrimas terrícolas. Hubo tantas que bañaron la ladera y con sus propias pisadas quedaron cristalizadas en la tierra.
La pluma de Sam se detuvo antes de llegar a palpar el viejo papiro.
-Una vez arriba –prosiguió Atahualcroc-, atravesare­mos el “Valle del Perdón”. Tras éste, yo habré llegado al final de mi viaje. Estaremos en las tierras del “Valle de los Volcanes Blancos”. ¿No lo anotas?
Sam levantó la vista hasta los ojos de su compañero.
-De nada me servirá apuntarlos si no llego nunca a conocerlos. Cuando haya dejado atrás esos lugares, la situación que de ellos haga en mi mapa será más exacta.
Atahualcroc se dio cuenta que aquellos nombres habían herido al terrícola, por lo que no dijo más. Se vol­vió nuevamente hacia el oldcroc y le volvió a enviar la orden. Éste había obedecido, pero al ver su parsimonia había decidido volver a echarse.
-Sí, prosigamos –dijo el terrícola.
-Espera –suplicó el crocomita-. Rúbor espera mis oraciones.
Sam asintió con la cabeza, no podía negarse. Atahual­croc avanzó algunos metros, perdiéndose de su vista, y se colocó en dirección a la posición de su luna, ya fuera de su visión. A ella dirigió sus pensamientos y sus plegarias.
Sam no se percató de que su compañero había reto­mado la marcha hasta que Magcroc comenzó a moverse, basculando su oblongo estómago de un lado a otro, casi rozándolo con las afiladas paredes del estrecho pasadizo. Durante algo más de una hora continuaron ascendiendo lentamente. Como el pasillo era tan angosto, Sam no pudo adelantar al animal y alcanzar a Atahualcroc hasta que salieron de él. Magcroc se detuvo obedeciendo los movimientos de su predecesor. Fue entonces cuando Sam aprovechó para unirse al ruborpolisiano. Éste se había detenido para contemplar el cristalino mar vertical de destellos multicolores. Sam quedó anonadado, creía estar frente a un enorme diamante de tamaño inmensamente superior al que él había llegado a ver en alguno de los nuevos planetas conquistados y posteriormente desola­dos. Se adelantó a sus compañeros y se agachó. Frotó sus dedos contra el suelo y se los llevó a la boca.
-Sal –dijo, con una risa lastimera.
-Tengo entendido que las lágrimas terrícolas poseen ese sabor –añadió Atahualcroc.
-También lo poseen algunas rocas –insistió Sam, volviéndose hacia él.
-Cierto –dijo Atahualcroc, dejando claro que él nunca había creído esa versión-, y seguramente que el brillo de estas formaciones sea mucho anterior al éxodo terrícola. –Sam volvió a reír-. Ya sabes, son leyendas. La gente llega a creer en ellas más que en su propia vida.

Avanzaron durante todo el día con el sol a sus espal­das. Habían atado sus bolsas de viaje sobre el lomo de Magcroc, pero ellos caminaban a pie. Las nuevas rampas eran pronunciadas y resbaladizas, lo que obligó a Sam a envolver las pezuñas del oldcroc. Igual que habían tenido que hacer, tiempo atrás, en el “Valle Encantado”. Con la llegada de la tarde, la brillante ladera había perdido su vida y su color, lo que le dio un aspecto rosáceo y pálido, semejante al de un viejo lago salado. Volvieron a ver cómo la larga sombra que precedía al anochecer ascendía más rápida que ellos por la ladera que ya había quedado a sus pies, y, poco a poco, sintieron la llegada del fresco nocturno. No sólo no habían alcanzado la cima de aquella cordillera de cristal, sino que todavía les quedaba gran parte del camino. Cuando Atahualcroc se volvió para ver el trayecto que habían cubierto y luego miró fijamente al terrícola sin decir nada, éste comprendió perfectamente el porqué de aquella mirada. Iban muy atrasados, y todo porque Sam se había empeñado en que Magcroc les acompañara. No les quedaba otra opción, tenían que seguir caminando durante toda la noche; y así lo hicieron. No tenían peligro de hacerlo, pues mientras estuvieran en las “Montañas de Cristal”, los murcroc no les atacarían; ni siquiera de noche. Los cristales de las sales actuaban como extraños espejos que reflejaban la figura que se presentaba frente a ellos, pero con un tamaño mucho mayor. Eso los ahuyentaba de la cristalina montaña. Pero no sólo asustaba a los murcroc, también a los oldcroc, por eso no tuvieron más remedio que cubrir sus ojos con una venda.
La última parte de las “Montañas de Cristal” era una pequeña llanura desierta que, con la brillante luz de Urcroccrom, reflejaba infinidad de diminutas estrellas, confundiéndola con el propio manto celeste. Ya en ésta, los dos hombres habían montado sobre el oldcroc, lo que, de vez en cuando, les permitía perder el conocimiento y descansar su mente.
Magcroc notó en sus pezuñas que la textura del suelo había cambiado. Pasaba de ser liso y resbaladizo a ser rocoso y firme. El nuevo tacto le hizo emitir un extraño rugido que no se sabía si era provocado por la emoción de abandonar aquel terreno o por la desilusión de no volver a pisar la esponjosa hierba de los frescos prados. Atahualcroc, consciente de que el oldcroc iba a mostrar su queja, despertó y, con un salto, descendió de él. Le retiró la venda que cubría sus ojos y le quitó las telas que protegían sus pezuñas. Luego le ordenó avanzar hacia las rocas más cercanas. Sam seguía sobre su lomo, dormido e inconsciente a lo que estaba sucediendo. El crocomita caminó a pie hasta alcanzarlas. Era momento de descan­sar. Todos lo necesitaban antes de tomar el pequeño, pero peligroso, “Valle del Perdón”. Cuando llegaron a las rocas, Magcroc cayó rendido doblando sus patas para echarse. Fue cuando Sam abrió sus ojos, pero tuvo las fuerzas justas para echarse junto al animal. Atahualcroc también hizo lo mismo que sus compañeros. Estaba seguro de que allí no corrían peligro. Conocía aquel rincón y sabía que, desde lo alto, éste quedaba fuera de la visión de los murcroc.

El “Valle del Perdón” no era más que un corto camino que unía el final de las “Montañas de Cristal” con el cañón del Colcroc; una explanada abierta, propicia para ser atacado, y en la que no daba tiempo más que, bajo el pánico, suplicar perdón por todos los males cometidos. Ese era el trágico origen de aquel nombre.
Cuando el feroz estómago de Magcroc rugió desper­tando al animal y avisándole que tenía que comer, éste comenzó a incorporarse para ir en busca de hierba. Con su torpe levantar despertó a los dos hombres. Atahualcroc se enfadó y rápidamente le ordenó que se quedara quieto. No quería que el oldcroc saliera a campo abierto a plena luz del día, pues eso delataría su presencia allí. Pero Sam, más cabezota que el oldcroc, también se levantó de un salto.
-El oldcroc tiene razón, debemos seguir. Ya hemos perdido demasiado tiempo aquí. Hemos llegado con el alba y ya queda poco para que el día llegue a su fin.
-No hemos perdido ningún tiempo –dijo Atahualcroc, bajando su voz e invitando a que Sam hiciera lo mismo-. Hemos hecho lo que teníamos que hacer: descansar y esperar la presencia de las dos lunas. –Levantó su vista hacia el cielo-. Todavía debemos esperar más. Comere­mos algo e iniciaremos la marcha cuando Rúbor y Urcroccrom estén frente a frente.
-No te entiendo –dijo el terrícola, con voz tenue-. Hace unos días no podíamos viajar de noche y ahora tenemos que esperar a que su manto nos cubra.
Atahualcroc sacó algo de comida de su bolsa y la repartió con su compañero. Sam se sentó otra vez y los dos comenzaron a comer bajo la envidiosa mirada del oldcroc.
-El “Valle del Perdón” y el cañón de Colcroc corren de este a oeste. Si avanzamos de día, sólo la sombra que Croc proyecte sobre el suelo nos servirá de aviso, y cayendo ésta a cualquiera de los lados, o tras de nosotros, no percibiremos un ataque. Pero si lo hacemos bajo el flujo de mis dos lunas, serán dos sombras las que se proyecten sobre nosotros. De esa forma, venga de donde venga el ataque, la propia sombra del murcroc nos avisará de su presencia.
Sam había quedado mudo con aquel razonamiento. Acaba de recibir otra buena lección de un experto cazador.
-Los murcroc son listos –añadió Atahualcroc-. Depen­diendo del momento del día, atacan desde un lado o desde otro, pero por la noche parecen no poseer ese don para la sorpresa. Seguramente porque su vista sólo sea nítida con las altas luces del día, mientras que en la oscu­ridad ésta sea borrosa y confusa.
No había más que decir. Sólo quedaba esperar.
Aprovecharon el poco tiempo de luz que quedaba para llenar sus estómagos y reponer energías. Magcroc fue el único que no llenó su panza, pero tampoco le faltó un pedazo de queso que saborear. Por supuesto, nada de carne de murcroc. Ésta estaba prohibida para los oldcroc, aunque, a decir verdad, ellos mismos la rechazaban. Cuando la pobreza de la noche reinó sobre ellos y el perfil opuesto de sus lunas se miraba fijamente, Atahual­croc les dio permiso para levantarse y reanudar la marcha. Tenían que avanzar los tres juntos.
Realmente el “Valle del Perdón” poco tenía de valle; más bien era una pequeña explanada, una ridícula meseta abierta que, eso sí, caía ligeramente hacia el oeste, donde, bruscamente y sin previo aviso, se sumergía en la siguiente cordillera. Poco más de unos minutos bastaron para que, con paso raudo, alcanzaran la base de ésta. Allí, separando la cadena montañosa en dos, se abría una gran boca, una brecha que rápidamente se convertía en una profunda garganta. Su anchura era de varios cientos de metros, pero éstos se quedaban en unos pocos pasos al levantar la vista, pues a ambos lados las paredes se elevaban más allá de los tres mil metros.
-Aquí comienza el cañón del Colcroc –dijo Atahual­croc con un susurro.
Sam se detuvo y volvió sobre sus propios pies, escru­tando con la mirada el camino que acaban de recorrer. Inconscientemente dejó escapar una carcajada.
-¡El “Valle del Perdón”! –dijo para sí-. Acaso no tenía él nada que debiera ser perdonado.
-Atahualcroc se volvió hacia él. –Vamos, debemos seguir –dijo, mirando a su alrededor-. Estas paredes esconden las guaridas de muchos murcroc.
-No temas –dijo Sam, seguro de sus palabras y dando muestras del porqué de sus risas-. No nos pasará nada. Lo había olvidado.
Cogió su bolsa de viaje y sacó sus prismáticos anun­ciáticos. Giró el anillo temporizador de éstos y se los entregó a su compañero.
-¡Toma! Mira a ver si ves algo extraño.
Atahualcroc se llevó las lentes a los ojos y escudriñó todos los horizontes posibles. Norte-sur, este-oeste, arriba-abajo.
-¿…Y bien?
-¿Algo sospechoso? –preguntó Sam, seguro de la res­puesta que iba a escuchar.
-Nada –respondió Atahualcroc.
-Exacto. Nada –volvió a decir Sam, bajo la estupefacta mirada del crocomita.
-No te entiendo.
-Lo que has visto a través de estas lentes no es el pre­sente, sino lo que va a suceder dentro de treinta segundos.
-¿Qué...? ¿Qué… qué quieres decir?
Sam asintió con una nueva sonrisa. Sabía que su amigo había comprendido perfectamente lo que le decía.
-Es una poderosa arma –dijo Atahualcroc irónica­mente, consciente de que la naturaleza de aquel objeto no había sido otro sino el de facilitar la victoria en la guerra-, pero en treinta segundos los murcroc tienen tiempo de sobra para atraparnos entre sus garras y regresar a su nido.
-Está bien –dijo el terrícola, volviendo a girar el anillo temporizador-. Lo pondré a tres segundos, uno por cada uno de nosotros, y no despegaré mis ojos de él.
Y así fue. No avanzaban más de un par de metros sin que Sam echara un ojo a su alrededor a través de sus prismáticos. De vez en cuando, si Atahualcroc se mostraba inseguro, le cedía el honor de ser él mismo quien vigilara, y quien cada vez que lo hacía seguía sin dar crédito al poder de las lentes.
Por su parte, Magcroc, inconsciente al peligro que les acompañaba, no paraba de detenerse una y otra vez cuando en su camino tropezaba con una hermosa y apetitosa planta de tallum; alguna, incluso, desconocida para su paladar. Eso enfurecía a Atahualcroc, quien, de la misma manera, una y otra vez le hacía correr para que los alcanzara nuevamente. No podían pararse, tenían que mantener una marcha fija que él mismo había marcado. Sam no dijo nada. Él llevaba rato levantando su vista hacia las dos lunas, pues le parecía extraño que éstas no se movieran con su imparable movimiento de traslación. Era como si Rúbor y Urcroccrom estuvieran siguiéndoles con su mirada. Sin embargo, él las había observado muchas otras veces y nunca las había visto permanecer tan fijas.
-¿Te inquieta algo, amigo? –dijo Atahualcroc, sin dejar de caminar.
-¿Por qué lo preguntas? –respondió el terrícola.
-Desde hace rato te has olvidado de los murcroc y sólo diriges tu vista hacia nuestras lunas.
-No sé, pero…
-Sé lo que estás pensando, pero si ellas cambiaran de posición respecto a nosotros, ¿de qué nos valdría haber esperado su presencia? –Sam se encogió de hombros-. El valle del Colcroc es una brecha que se abre dibujando un arco en sentido noroeste, y el paso que he marcado a seguir coincide con su velocidad de traslación; por eso, durante todo nuestro trayecto, no dejan de vigilar nuestro frente y nuestra espalda. Por una vez la naturaleza es bondadosa con nosotros.
Sam asintió y recogió los prismáticos que le entregaba su compañero. Atahualcroc le había convencido de que haciéndole caso no iban a sufrir ningún imprevisto. Envió sus ondas para que Magcroc corriera hasta ellos y se echara al suelo. Invitó a Atahualcroc a que se sentara sobre el animal y después, dando la espalda al crocomita para vigilar el flanco trasero, lo hizo él.
Así fue como los tres tomaron rumbo noroeste. Tenían toda la noche para llegar al “Valle de los Volcanes Blan­cos”. Sólo allí, a pie de los hundidos volcanes, se detendrían. Como los cálculos de Atahualcroc hacían referencia al paso marcado por un humano, y ellos avanzaban sobre el lomo del cuadrúpedo, de vez en cuando le ordenaba detenerse, cosa que agradaba enor­memente al animal, pues siempre que recibía la orden de hacerlo, junto a él, no faltaba una planta de tallum. Se detenía, la arrancaba con su doble dentadura y luego, tras iniciar la marcha, la masticaba y saboreaba hasta que nuevamente recibiera la orden de volver a detenerse. Así una vez tras otra. Fue tanto el tallum que comió que en el último tramo del camino ya no podía más que olfatear el fresco aroma que desprendían las coloridas ramas.
Así pues, llegaron a su destino en el momento previsto y sin ningún contratiempo. Habían visto cómo los descomunales muros que les habían acompañado durante toda la noche iban cediendo su poder poco a poco, desde los tres mil metros del inicio del cañón hasta lamer el final de éste, donde presenciaron cómo el rojo y azul del amanecer cegaban los vivos ojos que les habían prote­gido. Por fin habían llegado al “Valle de los Volcanes Blancos”, destino final de Atahualcroc.

El “Valle de los Volcanes Blancos” era una extensa explanada repleta de pequeños agujeros, algo que des­concertaba a quien la veía por primera vez. Como Sam, quien sí esperaba una llanura, pero repleta de pequeñas colinas. Sin embargo, lo único que encontró al salir del Cañón del Colcroc fue una vasta y oscura llanura, de la que se elevaban algunas coloridas columnas de humo, prueba que, y aquí sí había relación con su nombre, todavía quedaban volcanes activos. Tiempo atrás, aque­llos miles de cráteres no se escondían a los ojos, sino que contrariamente se elevaban como pequeñas montañas lunares llenas de vida. Pero una extraña fuerza, segura­mente un fuerte temblor, levantó el terreno provocando el extraño hundimiento de sus humeantes y ardientes bocas. Algunas quedaron selladas para siempre, pero otras, las más activas, todavía permanecían vivas.
Atahualcroc había decidido adentrarse entre las colo­ridas columnas de humo y vapor. Sabía que de esa forma mantendrían lejos a los murcroc, pues estos huían del fétido olor de los vapores. Allí estarían seguros mientras levantaban la pira en honor de su hermano Huayncroc. Nada ni nadie distinguiría su humo, salvo la única excep­ción de Rúbor. Ella sí percibiría la ofrenda para que acogiera el alma del crocomita.

Como las piras que se levantaban para Rúbor tenían que hacerse en la oscuridad de la noche, tuvieron que esperar hasta que ésta se hiciera uniforme y densa. Eso les obligó a pasar el día ocultos en el interior de uno de los apagados cráteres volcánicos. Sam no estaba muy de acuerdo con aquella pérdida de tiempo, pero había dado su palabra de que ayudaría a levantar el sagrado fuego y de que mostraría sus respetos a la idolatrada luna.
El terrícola cumplió su promesa, pero no de la misma manera que lo hizo Atahualcroc. Los dos hombres esta­ban frente al fuego que ya ardía vivamente, llevándose consigo el mísero aliento que quedaba entre las pertenen­cias del joven Huayncroc. Su hermano, arrodillado frente a la verdosa llama, con sus ojos cerrados y sus manos en alto, enviaba sus ondas, suplicando a Rúbor para que recibiera en su seno su deambulante alma. Sam estaba algo más separado. Él había sido rápido en sus súplicas. Incluso demasiado largas para sus creencias. Sin embargo, Magcroc sí parecía formar parte de aquella ceremonia. Él sí era un verdadero crocomita, y su especie, por muy animal que fuera, también tenía su manera de dirigirse a Rúbor.
Sam captaba perfectamente las ondas que Atahualcroc enviaba a su luna, por eso se sorprendió cuando al cabo de un rato éste se derrumbó suplicando perdón para él. También Magcroc se percató de las húmedas ondas. Atahualcroc bajó sus manos y abrió sus ojos, pero no dejó de mirar la purificante llama.
-Yo envié a mi hermano a la muerte –dijo, entre lágrimas, sin volverse hacia Sam. Éste no contestó. -Mi madre no lo sabe, pues si no perdería dos hijos y no uno.
Hubo unos momentos de silencio, luego Atahualcroc se echó hacia atrás, sentándose junto al terrícola. Sus ojos estaban húmedos por la pena crocomita, aquella que desprendía las incoloras lágrimas.
-Yo fui quien encontró la nave que condenó a mi her­mano. Le pedí que se olvidara de ella, pero no me hizo caso. Quiso gloria, y que el nombre de un ruborpolisiano quedara grabado para siempre en la historia de Crocom, pero sólo consiguió ser eterno en la memoria de su familia.
-No debes culparte por ello –dijo Sam, poniendo su mano sobre el hombro de su amigo-. Algunas veces, quienes controlan nuestras vidas, porque nosotros mismos hemos decidido que sean ellos quienes lo hagan, hacen cosas que no aprobamos, y no por eso debemos sentirnos culpables. –Atahualcroc le miraba tratando de contener las lágrimas-. Es una lucha entre mente y co­razón, y sólo cuando éste último es más débil que la primera debemos darnos por perdidos. A pesar de que los crocomitas poseéis una poderosa mente, creo que más poderoso es vuestro corazón.
Atahualcroc comenzó a asentir lentamente. Las pala­bras terrícolas le habían animado.
-Qué sabios son mi rey y mi príncipe por acogerte como uno más de nosotros. Ellos, sin duda, también conocen tu corazón y saben que en nada se diferencia éste del nuestro. –Los dos se miraban fijamente-. Has de tener cuidado en tu ciudad, pues allí las mentes son mucho más poderosas que los motores que las impulsan.
Sam se sorprendió al oír aquello. ¿Qué más sabía Atahualcroc?
-Cuando vi a la mujer terrícola, unas extrañas ondas llagaban hasta mí. Unas ondas que nunca antes había captado. Creo que descubrió mi presencia sin verme ni oírme.
Sam sonrió con escepticismo.
-Tendrá unos prismáticos anunciáticos y seguramente te vio cuando te acercaste. Por eso ella se anticipó a tu presente y corrió antes de que pudieras verla.
-Ya he pensado en ello –dijo Atahualcroc, con una negación de su cabeza-. Pero no. No, no. Estoy seguro que no llevaba nada colgado en su pecho, ni en sus manos. Nooo. Creo que fue su mente lo que la hizo percatarse de mi cercana presencia. Deben poseer la cualidad de poder levantar una especie de barrera que al ser rebasada les avise de esa intrusión. Un arma seme­jante a tus prismáticos, pero que está dentro de su mente.
Sam permaneció mudo, mirando a su compañero de viaje. También él había estado pensando en la mujer futurterrícola y en cómo ésta había desaparecido antes de poder ver a Atahualcroc, pero él había achacado todo aquel mérito al poder de unos prismáticos como los suyos. Ahora su teoría había sido echada por tierra. ¿Estaría Atahualcroc en lo cierto? ¿Cómo podía ser que el cerebro detectase otra presencia sin ser por medio de sus sentidos perceptivos? ¿Había llegado el dominio de la mente a tal punto que era capaz de percibir ondas estáti­cas, o acaso percibía un aumento de calor? Algunas máquinas lo hacían ya en su tiempo. Las nuevas preguntas no hacían más que reavivar su ansiedad por llegar a la ciudad futurterrícola.
-¿Estás seguro que no quieres venir conmigo?
Atahualcroc le miró en silencio, como si dudara de su respuesta.
-Nada se nos ha perdido a los crocomitas ahí arriba. Desde el inicio de los tiempos, “Las Montañas de la Muerte” y lo que queda por encima de ellas, nos ha sido prohibido. Es la tierra de los animales salvajes, el origen de los orígenes. Así lo dispuso Rúbor y así ha de seguir. Además, el frío y la falta de oxígeno no nos permitirían sobrevivir. Los crocomitas somos de sangre muy caliente. –Sam asentía-. No entiendo cómo tus semejantes lo han conseguido. Su sangre debe ser diferente de la nuestra.
-Quizá no sea tan diferente –dijo Sam-, y que todo sea tan simple como evolución, ley de vida, adaptarse o morir. Lo hemos estado haciendo desde nuestros inicios y seguiremos haciéndolo hasta nuestro final. Primero fue la naturaleza con el clima y el hambre, luego nosotros mis­mos con el odio y las armas, y ahora todo ello junto.
Atahualcroc, que seguía mirándole, se volvió hacia el fuego.
-Aquí ha de separarse el destino de nuestras vidas. Así lo quiere Rúbor.
Sam escondió sus pensamientos. Algo le decía que si su amigo no iba con él era por no difamar las creencias de su madre, y que si ésta no existiera, él se enfrentaría a los deseos de su luna.
-Partiré con el amanecer –dijo, finalmente, el terrícola.
-Las columnas de humo te protegerán hasta las mon­tañas –dijo Atahualcroc-. Yo esperaré hasta la noche para que las lunas protejan mis pasos.
-Sam asintió nuevamente-. Trataré de dormir algo. No sabemos qué me espera en esas montañas.
-Espera –dijo Atahualcroc, sacando de su bolsa de viaje la pipa y algunas hojas de crocomhuana-. Fumare­mos para celebrar que nos hemos conocido.

A tan sólo unas centenas de metros del reavivado cráter comenzaban las verdaderas “Montañas de la Muerte”. ¿Por qué?, se preguntaba Sam, al ver un paisaje tan bello. Él nunca había llegado a ver nada semejante, ni tan siquiera en su Tierra del “Twenty Twenty”. Ahora lo podía hacer desde lo alto de su montura, lugar que ocu­paba desde que el primer rayo de Croc había manchado de claridad la noche. Había ordenado detenerse al oldcroc y, mirando atrás, trataba de encontrar el cráter que escondía a su compañero. No se había despedido de él porque dormía y había preferido no despertarle. Ya lo habían hecho mientras compartían el sabor de las mági­cas hojas de crocomhuana. Él no podía distinguir a su amigo, pero estaba seguro que éste estaría observándolo hasta que desapareciera del alcance de su vista. Levantó su brazo y le envió una cariñosa onda de despedida.
Sam se había colgado sus prismáticos anunciáticos del cuello, y había colocado su pistola láser cerca de su mano, en la funda de cuero que se desprendía de la colo­rida tela que representaba el color de la casa del general Marcroc, presente que éste mismo le había regalado con gran aprecio para que la usara en momentos importantes, y que ahora vestía los lomos de su oldcroc. Sam se había puesto de gala.
El sol golpeaba con fuerza. Extraño, pues era dema­siado temprano. Al ver su figura observó que su color todavía era muy parecido al de Rúbor; siempre lo era en las primeras y últimas horas del día. Entonces se dio cuenta. Se encontraba a más de cuatro mil metros de altura sobre el mar de Rúbor. Algo difícil de creer, pues al levantar su vista hacia las montañas, ésta no llegaba a apreciar su final, sino que éstas parecían adentrarse en lo más profundo del impoluto cielo. Ocho mil metros, se decía para sí. Ocho mil metros nada menos. Eso era lo que les quedaba por conquistar. También Magcroc levantaba con asombro y pánico su cabeza, observando el interminable muro verdoso que se alzaba sobre ellos.
-“¿Qué pasa, amigo?” –le dijo Sam con sus ondas-. “No temas, yo cuidaré de ti”.
Magcroc dejó escapar uno de sus tiernos gemidos. Le encantaban las cariñosas ondas que le enviaba su amo, quien volvía a echar una última mirada a las ciclópeas montañas.
-“Vamos, Magcroc, venzamos a estas montañas y cambiémosles su nombre”.
El animal tomó una gran bocanada de aire y reanudó su andadura hacia el único lugar que se mostraba accesi­ble, porque allí ya no se apreciaban senderos, ni pasos, ni nada parecido que pudiera indicar una ruta a seguir. Magcroc era consciente de que le esperaban muchos días de camino.

II

Pasaron los días. Éstos cada vez se habían ido haciendo más largos frente a sus noches. Sam se había percatado de ello al sentir la quemadura de los rayos so­lares en su piel. Así, pues, tenía que protegerla. Había descubierto que el ungüento de Akenacroc también servía para ello; además, le gustaba verse de intenso verde, pero sólo se lo aplicó un par de veces. No podía desperdiciarlo en tan estúpida causa. Prefería reservarlo para otro momento, pues estaba seguro que lo iba a necesitar. Le era más práctico hacerse una pequeña sombrilla con unas ramas, algo que no le llevó demasiado tiempo. Bueno, concretamente, el tiempo lo necesitó para fijarla a su montura.
Todavía no se habían encontrado con nada ni nadie; ni los murcroc ni ninguna de las otras especies que habita­ban aquellas montañas habían dado señal de vida. Sólo la extraña y cada vez más densa vegetación había variado su presencia. Sam no tenía ni idea de a qué altura se encontraban. El frio que llegaba con la noche ya le obli­gaba a encender un fuego, algo que no le gustaba dema­siado. Eso podía ser peligroso, pues llamaría la atención de los depredadores. Él había oído hablar de las altas y heladas montañas de la Tierra y de quien tiempo atrás las conquistaba por sus propios pies. Sin embargo, en las montañas de Crocom él no había encontrado nieve. Eso le hacía pensar que no debía estar muy alto. Aunque, a decir verdad, tampoco había visto el agua, y, viéndose en medio de aquel espeso verdor, parecía más que evidente que ésta corría bajo el suelo.
Todos los días, con la llegada de la tarde y antes de que Croc se ocultara tras las montañas, buscaba un buen lugar para montar el campamento y recorría su alrededor buscando leña para toda la noche. Era algo que se había convertido en una rutina obligada. También había cogido la asidua costumbre de, después de comer algo de carne seca de murcroc y un pedazo de queso, sentarse frente al fuego, con su arma láser cerca de él y fumarse una gran pipa de crocomhuana. Ése había sido el regalo sorpresa de su amigo Atahualcroc. Mientras Sam dormía, éste le había metido su pipa y las hojas de la hierba en su bolsa de viaje, algo que el terrícola no descubrió hasta su primera noche en solitario, cuando al sacar la carne seca de murcroc sus dedos toparon con la larga boquilla de ma­dera. Agradeció enormemente aquel regalo, pues le había cogido el gusto a fumarse una pipa y dejar volar su mente bajo el mágico aroma de las hojas hasta quedar dormido.

Así, día tras día y noche tras noche. Noches que cada vez se volvían más cortas, permitiéndole poder avanzar durante más tiempo y haciéndole olvidar su obligación de recoger leña. Hasta que caía en la cuenta de que el fin del día le llegaba repentinamente. Como una tarde cuando, mientras recogía algunas ramas secas, la oscuridad cayó sobre él sin el menor atisbo de aviso, mucho más rápido de lo habitual. Pero curiosamente ésta duró muy poco. En menos de un segundo la luz se hizo nuevamente. Aquello había sido muy extraño, pues nunca se veían nubes a ese lado de las montañas. Su instinto terrícola, ya casi olvi­dado, reaccionó rápidamente, obligándole a echarse al suelo y empuñar su pistola hacia lo alto. No había nada entre él y el sol Croc, pero estaba seguro que algo le había hecho sombra y sólo cabía una posibilidad para ello: un murcroc. Sólo ellos podían ser tan rápidos.
Desconocía si la horrible y temida bestia le había visto, o si, por el contrario, ésta sólo había pasado por allí casualmente, pues la inmensidad de su sombra, semejante a la de un eclipse, sugería que el animal o volaba muy alto o que, y prefería no creerlo, era de un tamaño enorme. Fuera como fuera, él tenía que ponerse a cubierto. Dejó de recoger más leña y volvió junto a Magcroc. Había llegado el momento de buscar refugios más seguros, no bastaba con un simple fuego al aire libre. Se acababa de dar cuenta que llevaba días haciendo el estúpido, pues, en su ceguera por la hierba, se había des­preocupado del peligro que residía en las montañas. Los murcroc eran depredadores demasiado rápidos. El mínimo despiste y éstos podían agarrarle con sus garras y llevárselo con ellos, o propinarle un fuerte golpe que le dejara sin sentido. Táctica que también empleaban. No, no podía quedarse allí y encender el fuego, tenía que encontrar una cueva. Así que dejó la leña junto al oldcroc y buscó por los alrededores. No encontró ninguna cueva cerca de donde se encontraban, lo que le obligó a descen­der algunos metros. En su camino, mientras Magcroc iba abriéndose paso, había visto una gruta que era perfecta para pasar en ella la noche.
Ese fue el nuevo hábito de los días. Cuando la tarde caía, buscaba un refugio y allí esperaba el nuevo amane­cer. Eso retrasaba su viaje, pero era lo más seguro. No podía cometer la idiotez de pasar la noche al aire libre y verse sorprendido por el murcroc, del que, si bien era cierto, nada más supo, pero cuya presencia sentía. Tampoco había vuelto a verse bajo el oscuro manto de su siniestra sombra, y mucho menos a ver u oír a la horrible criatura, pero algo le decía que ésta le seguía, pues aque­llos últimos días Magcroc se mostraba nervioso y algunas veces incluso daba pequeños brincos propios del peor de los sustos.
Pero si había terminado acostumbrándose a la miste­riosa e invisible presencia del murcroc, ahora su preocu­pación venía por otro lado: la comida. Magcroc no tenía problema, es más, a medida que ascendían, cada vez encontraban más tallum, pero Sam no se alimentaba de tallum. Hacía días que se le había terminado la carne seca de murcroc y sólo le quedaban algunas despedazadas migas de queso. Lo mismo le sucedía con las hojas de crocomhuana, lo que también le había obligado a racio­narlas. El cazo de su pipa había ido disminuyendo día a día, hasta una ración de un par de hojas por noche, lo justo para ayudarle a conciliar el sueño.
Sus dedos arañaron las paredes de la bolsa donde guardaba el queso, pero poco quedaba ya para esa noche. Juntó los pedazos y apretándolos en su mano hizo una bola. Un par de bocados y ésta desapareció. Volvió a buscar en la bolsa, pero no había nada más que encontrar. Llevaba días reservando la comida y tenía un hambre bestial. La boca se le hacía agua de pensar en un cuycroc asado o... Sus afilados ojos se detuvieron en su compa­ñero de viaje. Lo miró clavando su mirada en él. Magcroc descansaba plácidamente a sus pies, justo en la entrada a la cueva. Tenía sus ojos cerrados. Sam comen­zaba a desesperarse. Cogió su arma láser y cerrando los ojos se echó hacia atrás. Apoyó su cabeza y su espalda contra el muro rocoso y trató de dormir. Mientras lo hacía se convenció de que no tenía más remedio que llevar a cabo su plan. Cuando despertara el nuevo día buscaría un buen lugar y lo perpetraría. Si le salía bien, saciaría su hambre y tendría comida suficiente para muchos otros días, seguramente hasta que alcanzara su destino.

Como venía siendo habitual en esos últimos días, Sam se despertó antes que su oldcroc. Se enfureció al ver la tranquilidad del animal, y rabiosamente le envió unas coléricas ondas para que se levantara. Magcroc lo hizo bruscamente, despertando de su placentero sueño. No entendía el porqué de aquellas violentas ondas que ni siquiera le concedían tiempo para que su estómago le avisara. Rápidamente obedeció y salió de la cueva. Sam montó sobre él y sin darle una sola caricia, como había hecho siempre, le ordenó reanudar la marcha. Obedeció tristemente, pues nunca antes había visto así a su amo. Tal era la tristeza que le estaba invadiendo que había perdido las ganas de comer, y ni siquiera los frescos tallum que se encontraba a su paso eran bocados para él. Se limitaba a avanzar velozmente, como se lo ordenaban las ansiosas ondas terrícolas.
El sol sacudía con ganas. Sam, con sus ojos cerrados y su arma láser colgada del hombro, se balanceaba a un lado y a otro. Parecía estar a punto de desmayarse. Tam­bién Magcroc parecía estar sufriendo, pues el sudor que las rabiosas ondas terrícolas le provocaban comenzaba a humedecer su triste rostro. Él no tenía ni la menor idea de lo que sucedía, pero fielmente seguía obedeciendo. Sam parecía estar conteniéndose, resistiéndose, a cometer su plan. El sudor seguía resbalando por el cuerpo del animal hasta alcanzar sus pezuñas. Eso hizo que éstas se ablan­daran obligándole a frenar la marcha. Un manojo de hierba le hizo pisar en falso, lo que provocó que Sam saliera disparado por encima suyo, cayendo desde lo alto. Magcroc se detuvo en seco, pero sus húmedas pezuñas resbalaron ligeramente por la hierba. Se acercó al terrí­cola y lo miró fijamente con sus empapados ojos. Al ver que éste no reaccionaba trató de hacerle volver en sí empujándole con su pequeño y chato hocico, pero la debilidad que se había apoderado del terrícola ni siquiera le permitió abrir los ojos. Lo intentó una y otra vez, pero fue inútil.
Magcroc, sumido en la tristeza, dejó de sudar, pero la humedad seguía, siendo ahora sus lágrimas las que recorrían su rostro. Se tumbó a un lado, protegiendo al terrícola del sol, y no dejó de lamerle con su larga lengua. Tenía claro que no iba a moverse de allí hasta que éste reaccionara. Estudió su alrededor. Se encontraban en una ancha explanada rodeada de montañas. Una posición demasiado a la vista para que sus vidas no corrieran peli­gro. Su instinto de supervivencia comenzaba a funcionar. Pensó en arrastrar el cuerpo hasta la base de las nuevas colinas y esconderse mejor, pero prefirió esperar. Tenía esperanzas de que Sam despertara. Unas esperanzas que cada vez eran menores, pues Croc había ido de un lado a otro y el terrícola no reaccionaba.
La tarde estaba cayendo y Magcroc no se había movido más que para seguir protegiéndole del sol. Eso comenzaba a preocupar al animal, pues él ya sabía que ese era el momento en que los dos se recogían en alguna cueva. Otra vez escrutó con su mirada las lejanas pare­des, pero, si algo había en ellas, ya quedaba oculto bajo la sombra del atardecer. No tenía más remedio que pasar allí la noche. Eso le asustaba, pues era la primera vez que se encontraba solo en aquellas montañas. Solo porque Sam no estaba en condiciones de protegerle, ni siquiera de protegerse a sí mismo.
Croc estaba a punto de esconderse tras las cumbres del oeste. Magcroc seguía vigilante, manteniendo sus espe­ranzas de que el terrícola volviera en sí. La sombra de los picos más altos se extendió sobre ellos, obligando al oldcroc a volverse en busca del sol. Éste ni siquiera le mostró sus últimos rayos. Además, con su retirada dejó caer el frío que anunciaba el anochecer. Magcroc, otra vez, se arrastró buscando la parte sur, dirección de la que procedía aquella brisa. Tenía que seguir protegiendo a su amo.
No había oscurecido del todo, cuando las dos lunas de Crocom ya se habían encendido. Ellas velarían por la suerte del terrícola. La suerte, porque si su presenti­miento de que el murcroc les seguía de cerca estaba en lo cierto, éste era un inmejorable momento para que el horrendo depredador les atacara. Por suerte, la noche era más cerrada y oscura de lo habitual, pues Urcroccrom se encontraba en uno de sus primeros días y sólo una cuarta parte de ella desprendía su plateado brillo. Eso era bueno para ellos, pues si la creencia de Atahualcroc de que los murcroc no veían con detalle en la oscuridad de la noche era cierta podía ser que éstos no atacaran.
Magcroc pasó gran parte de la noche en alerta y sólo se quedó dormido poco antes de que amaneciera. Los oldcroc tienen mucho aguante físico y mucha fuerza, pero necesitan descansar su mente. Mientras están acti­vos llevan a cabo un gran desgaste de ésta, pues entre captar y enviar ondas y dar continuas vueltas a sus pensamientos no dejan de hacerla funcionar; por eso necesitan perder el conocimiento durante un rato. Unos pocos minutos son suficientes para resetearla y ponerla a cero.
Nada había sobresaltado su guardia nocturna. Su única sorpresa llegó con la primera luz, cuando al despertar de su corto sueño y abrir sus ojos encontró a Sam algunos metros más allá de donde él lo había dejado. Se enfadó consigo mismo, pues estaba más que seguro que era él quien se había desplazado inconscientemente mientras dormía. O por lo menos eso sugería la inamovible posi­ción del terrícola, quien seguía igual que cuando había caído de sus lomos.
Urcroccrom ya se había fundido bajo la tierna luz del crepúsculo, pero Rúbor todavía permitía entrever la cali­dez de su esférica figura; figura que, poco a poco, también comenzaba a perderse bajo el reflejo luminoso de Croc, quien, sin dejarse ver, ya permitía sentir el calor que le iba a acompañar durante el venidero día. Queda­ban algunos minutos para que éste se levantara lo sufi­ciente y golpeara sus cuerpos. Ese fue el primer pensa­miento magcroniano, la puesta en marcha de su mente. No podían quedarse allí otro día bajo el abrasador sol. Si lo hacían, era más que probable que su amo no aguantara. Magcroc no había recibido una sola onda terrícola desde que Sam había caído, ni siquiera ondas que escaparan de su inconsciencia. Eso era terrible, pues era un previo anticipo de la muerte. No tenía más remedio que buscar un refugio o, a falta de éste, algo que sirviera para prote­ger el cuerpo. Bastaría con algunas frescas ramas de tallum o de alguna otra extraña planta que él nunca antes había visto, pero que a esa altitud aparecía de vez en cuando. Tenía que arrastrar el cuerpo terrícola hasta las montañas o dejarlo allí y, libre de peso y carga, realizar una rapidísima inspección. Arrastrar el cuerpo podía ser cansado si al llegar a uno de los lados no encontraba lo que buscaba y luego tenía que ir hasta el otro extremo. Si iba él solo con una carrera, abandonaría el cuerpo durante un tiempo, pero todo parecía tranquilo. Todavía no había mucha luz y eso perjudicaba la visión de los murcroc. Si esperaba más, Croc ganaría fuerza, lo que podía despertar a las feroces aves.
Finalmente se decidió. Magcroc alzó su vista y escu­driñó todos los horizontes. Desde luego, todo parecía tranquilo. Las laderas del éste, las mismas por las que habían llegado, eran las más cercanas. Se puso en pie lentamente, como si no quisiera despertar a nadie que estuviera por allí cerca, y, adelantando una de sus pezu­ñas, se preparó para iniciar la carrera. Al principió su paso era lento y desconfiado, pues con cada uno de ellos se volvía para asegurarse de que Sam seguía a salvo. Consciente de que a esa velocidad Croc les alcanzaría antes de llegar a la falda montañosa, dejó escapar un silencioso gruñido de rabia y se lanzó a la carrera. Magcroc corría como no la había hecho antes nunca. Sus pezuñas se clavaban a la hierba levantando terrones de tierra que saltaban por los aires y volvían a caer dibu­jando un peligroso sendero sembrado de pequeños aguje­ros. No tardó en caer dentro de la azulada sombra que las propias montañas proyectaban y que la separaban del resto de la amplia explanada que ya quedaba bañada por los rayos solares. Eso le prohibió seguir viendo su propia sombra que se arrastraba tras él, pero también la del mur­croc que se lanzó al vuelo nada más que éste pisara la azulada hierba. Era como si el murcroc fuera consciente de ello y estuviera esperándolo.
El cuerpo de Sam quedaba a pleno sol, lo que facili­taba la visión del murcroc, quien velozmente volaba hacia él. Magcroc seguía con su carrera. Cuando llegó a la base de las montañas se volvió hacia el terrícola. En ese mismo instante el murcroc tomaba tierra junto a éste. El agotado oldcroc lanzó un terrible grito de rabia y, sin siquiera tomar aire, otra vez, echó a correr, retrocediendo en su camino. Él mismo podía ver el minado campo de agujeros, así que tuvo que echarse a un lado para evitar una caída. Corría incluso más rápidamente que antes, pues a su lado quedaban las marcas. Donde antes había cuatro agujeros, ahora eran tres en el mismo espacio de tierra. Desde su lejana posición podía ver la sonrisa del murcroc.
El negro y asqueroso murcroc se encontraba junto al terrícola. Sin mover su cuerpo, volvía su cabeza hacia el oldcroc y dejaba escapar un horrible chirrido. Se estaba riendo de él. Sam seguía quieto, sin dar la mínima señal de volver en sí. El murcroc dio un salto y cayó con sus afiladas garras junto a sus piernas. Otra vez se volvió hacía el oldcroc y, nuevamente, dejó escapar su temida risa. Con su largo y afilado pico golpeó los muslos terrí­colas, pero Sam seguía sin reaccionar. Una vez más, el murcroc se volvió hacia Magcroc, quería confirmar que éste todavía estaba lo suficientemente lejos como para molestarle en su festín gastronómico. Podía oír sus aler­tantes gritos, de momento sordos para el terrícola. Tenía delante suyo un auténtico manjar. Y como manjar que era, tenía que empezarlo por lo más sabroso de todo ser: sus ojos. Pero estos quedaban del otro lado, mirando al oeste. El murcroc despegó sus huesudas alas y voló hasta enfrentarse con Sam. Ahora veía de frente la carrera del oldcroc. Rió nuevamente. El brazo de Sam había que­dado cubriendo su rostro. Tendría que apartarlo si quería comenzar por sus ojos. Clavó su pico en él. Sam no reaccionó. Con su garra lo cogió y lo echó a un lado, dejando los ojos a la vista. Éstos estaban cerrados, pero eso no le iba a impedir hacerse con ellos. Magcroc seguía corriendo, pero cuando llegara junto a ellos, él ya habría saboreado los ojos terrícolas y se habría llevado el cuerpo entre sus garras. Su largo pico no dejaba de chasquear, dejando ver sus diminutos y afilados dientes, de los cuales parecía escapar una ensangrentada saliva. Movió sus garras poniéndose cómodo. Bajó su pico para clavarlo en los sabrosos ojos terrícolas, pero fue justo en ese momento cuando Sam los abrió con un seco “tic”. El murcroc quedó paralizado, pudiendo sólo emitir un chirrido de perdición.
-¡Sorpresa! –dijo el terrícola, sonriendo a la vez que disparaba su arma láser, sin darle tiempo a reaccionar.
El disparo dio de lleno en el corazón del depredador haciéndole volar algunos metros hacia atrás. Magcroc se había detenido en seco. No por el ruido del disparo, pues las armas láser son más bien mudas, sino por el tremendo grito que había emitido el murcroc. En principio temió lo peor, y sólo al ver que el terrícola comenzaba a incorpo­rarse pudo reanudar la marcha. La alegría de verle vivo le proporcionó fuerzas suficientes para llegar hasta él y comenzar a lamer su rostro sin parar. Sam tuvo que enviarle sus ondas varias veces para que el oldcroc obedeciera y se separara de él.
Sam se acercó al murcroc. El disparo le había abierto el pecho y quemado el corazón. Aun así seguía con vida. Estaba panza arriba y el golpeteo de sus latidos era cada vez más débil. Sacando fuerzas, se volvió hacia el terrí­cola y trató de alcanzarlo con una de sus garras, pero no le fueron suficientes para contraer sus uñas.
-Creías que no había advertido tu presencia –le dijo Sam, mientras ambos se miraban a los ojos-. Puede que no, pero va a ser cierto que los seres de Crocom las per­cibís sin ser conscientes de ello. –Miró a Magcroc durante un instante-. Tu extraño comportamiento me lo confirmó día a día. –Otra vez se volvió hacia el murcroc-. Sólo he tenido que jugar a tu mismo juego…
Los rojizos ojos del murcroc se cerraron lentamente, también su corazón dejó de latir. Sam se volvió y se encaminó hacia su fiel compañero, pero en ningún momento dejó de hablar.
-… Un juego del que me previno la reina. Sí. Ella me lo dijo. –En ese momento el murcroc entreabrió uno de sus ojos-. Un juego que consiste…
La bestia volvió a la vida y, gracias a la rabia, reco­brando sus extinguidas fuerzas, trató de golpearle con el extremo de su ala. Sam reaccionó a tiempo y lanzándose al suelo encañonó nuevamente al animal. Chuiiiii. El disparo volvió a dar de lleno en el cuerpo del murcroc.
-…Un juego que consiste en fingir mi muerte y cogerte por sorpresa.
El impacto había vuelto a empujar hacia atrás al mur­croc. Esta vez Sam había acabado definitivamente con su vida. Magcroc cayó al suelo. También a él le había inva­dido la debilidad. Además, acababa de sufrir el mayor de todos los sustos de aquella mañana, pues, al ver la tran­quilidad de Sam, él creía que el murcroc estaba muerto. Sin embargo, cuando vio levantarse aquella inmensa ala huesuda sobre la cabeza del terrícola, fue entonces a éste a quien dio por muerto. Pero gracias a Rúbor, éste había reaccionado y conseguido esquivar el mortal guadañazo. Para tratarse de un ser crocomita, acaba de aprender una magistral e inolvidable lección: nunca fiarse de las apariencias. También Sam se estaba convirtiendo en un auténtico ser de Crocom.
El terrícola se acercó a su oldcroc y, agachándose, le acarició el cuello cariñosamente.
-Perdona amigo si te he hecho creer que te iba a aban­donar, pero nunca, por muy mal que me fueran las cosas, te haría daño.
El oldcroc, emocionado, cerró sus ojos y comenzó a emitir su grave ronroneo de alegría.
-Vamos –dijo Sam, poniéndose en pie y levantando su vista hacia las montañas del oeste-, llevaremos su cuerpo hasta los pies de las montañas y pasaremos allí la noche. Mañana seguiremos nuestro camino.

El cálido humo que escapaba del interior de Sam en forma de asimétricos aros se vestía de verde al encon­trarse con la luz de la llama de la hoguera. Cuando llegaba al otro lado de ésta, otra vez se quedaba desnuda y gris, y se perdía entre la oscuridad de la cueva.
Las paredes graníticas hacían brillar sus diminutos cristales, convirtiéndolos en infinitas estrellas que tinti­neaban con el débil chispear de la llama. El resto quedaba oscuro, como el cosmos que tantas veces había visto Sam, y que ahora, con la boquilla de la pipa entre sus labios, recordaba.
En su búsqueda de la cueva se había encontrado con unas cuantas plantas de crocomhuana, por eso ahora tenía hojas suficientes para mecer su mente durante un buen tiempo. Con sus chupadas, la cazuelilla, repleta de hojas, tomaba vida y una nueva bocanada de aroma subía hasta su mente, relajándole y haciéndole olvidar las penurias de los últimos días. También Magcroc estaba más feliz, pues todo volvía a ser como antes. Las ondas que captaba volvían a estar repletas de cariño y amor, lo que le hacía sentirse protegido.
El día había sido duro para ellos, pues éste no había terminado con la muerte del murcroc. Después de ésta, tuvieron que atar su cuerpo con algunas cuerdas invisi­bles y arrastrarlo hasta la base de las montañas. Las más lejanas, las del oeste. Allí Sam tuvo que trocear el cuerpo en pequeños pedazos y ponerlo al fuego para ahumarlo. Había sido Atahualcroc quien le había contado la técnica de cómo ahumar la carne para que ésta aguantara más. De esa forma tendrían víveres suficientes hasta que alcanzaran la cumbre de las montañas. Por eso ahora, bajo la tranquilidad de la noche, se dedicaba a su pipa de hierba. El día que habían pasado bien lo merecía.

Pero si ese día le había llenado de satisfacción más lo había hecho el siguiente, cuando, tras despertar con los rugidos del estómago de Magcroc y satisfacer su hambre, se pusieron en marcha y comenzaron la ascensión. Todo comenzó esa misma noche. Sam lo recordaba mientras avanzaban. La noche había sido tan plácida que Sam había vuelto a echar un ojo al viejo mapa. No lo hacía desde la mañana en que Atahualcroc le anticipó los nom­bres de algunos lugares, nombres que él no quiso plasmar hasta que los hubiera atravesado y pudiera situarlos fiel­mente en el dibujo. Ahora había llegado el momento de hacerlo.
Sam lo había pasado mal, muy mal, en aquellas últi­mas montañas. Había estado a punto de morir de hambre. Por eso fue ese el nombre del primer lugar que añadió al colorido dibujo. Él quería haber cambiado el nombre de aquellas montañas, pero decidió no hacerlo. Realmente eran unas montañas que conducían a la muerte. Así que decidió mantener el realista nombre que los ruborpolisia­nos les habían otorgado: “Las Montañas de la Muerte”. Después fue retrocediendo, siguiendo con la yema de su dedo el mismo camino por el que habían ascendido. Situó el “Valle de los Volcanes Blancos”. Tras éste, algo más abajo, el “Valle del Colcroc”, y junto a éste, un poco más al Este, el “Valle del Perdón”.
Los recuerdos habían hecho saltar sus lágrimas, una de las cuales resbaló por su rostro hasta caer sobre el dibujo. Qué casualidad. La húmeda perla se adelantó al suave tacto de la pluma, obligándole a detener su sensual serpenteo. El papel, antes seco y estéril, extendió su pequeña mancha salada, proporcionándole un cristalino brillo que no era sino el reflejo del verdoso fuego. Allí mismo, bajo aquel brillo, se encontraban las “Montañas de Cristal”. Fue en ese momento cuando, contemplando las vivas montañas que hacían brillar sus cristales, Sam se había quedado dormido.

Llevaban más de medio día de camino abriéndose paso entre los cada vez más estrechos pasadizos. Por los días que llevaban de marcha desde que habían partido del “Valle de los Volcanes Blancos”, Sam creía que debían de estar rondando los ocho mil metros, pero como el frío no era muy intenso y el oxígeno reinante todavía les permitía respirar sin dificultad, dudaba de si sus cálculos eran correctos. De cualquier manera, no podían hacer otra cosa más que seguir ascendiendo.
Croc ya les había dejado a expensas de su mágico reflejo. Era momento de ir buscando una cueva para resguardarse, pues la noche no tardaría en caer. No les fue difícil dado que la ladera oeste estaba repleta de cuevas y grutas. Eligieron una cercana al camino que debían seguir. Su boca era oscura y estrecha, pero tras unos metros se abría en una amplia sala. Parecía un lugar seguro, como todas las cuevas por las que ya habían pasado. En ninguna de ellas habían tenido el menor contratiempo, algo que, en principio, había llamado la atención del terrícola, pero que después de convencerse de que verdaderamente se encontraban en las “Montañas de la Muerte”, comprendió que ni siquiera los más temi­dos depredadores desearan vivir en ellas.
Se instalaron y se pusieron cómodos. Pronto sintieron frío, y aunque éste no era muy intenso, sí notaron que el cambio de una noche a otra había sido bastante más brusco de lo habitual. Magcroc masticaba algunos tallum que habían recogido frente a la entrada de la cueva. Sam se preparaba una pipa de crocomhuana. Le apetecía fumar un poco antes de cenar. Estaba a punto de prender las trituradas hojas cuando una brisa le apagó la débil llama. Ésta venía de un lado de la cueva, como si se tra­tara de un diminuto huracán. Sam se puso en pie y se acercó al oscuro pasillo que conducía a una nueva galería. La brisa parecía haberse calmado. Todo perma­necía quieto en la oscuridad. Volvió a golpear sus piedras para encender la llama nuevamente. La acercó al cazo y chupó insistentemente. Apagó la llama volviendo a quedar a oscuras. Se detuvo perplejo. Su mano estaba tími­damente iluminada y tomaba un cierto color rojizo. A su alrededor todo quedaba a oscuras. Levantó su vista hacia lo alto, unos cuarenta y cinco grados al frente, y descu­brió, entre la dura negrura de las paredes, un minúsculo punto rojo. Desconocía de qué tipo de piedra o material fosforescente podía tratarse. Nunca antes lo había visto, y sin duda era un gran misterio. Volvió a chupar de la boquilla y, otra vez, el aroma invadió su mente. Éste debió de inspirarle porque sus ojos se dilataron como si hubieran encontrado una respuesta.
¿Qué material sería aquél? Se volvió a preguntar cuando éste comenzó a apagarse hasta quedar a oscuras. O podía tratarse de un extraño animal, una especie de luciérnaga de Crocom; o un tallum, aunque éste no obedecía a sus ondas. Se volvió a su alrededor buscando más puntos de aquellos, pero todo era oscuro cielo negro.
Mientras seguía fumando, volvió junto a su oldcroc. Se había quedado preocupado. Hasta ahora no había visto vida animal, a excepción del murcroc que llevaba troceado y ahumado en su bolsa de viaje, pero podía ser que ésta comenzara a dejarse ver. Algo le decía que iba a tener que pasar la noche alerta, vigilante.
Al sentarse junto al fuego, notó que la noche era real­mente más fría. Decidió echarse una manta invisible por encima. Le ayudaría a mantener el calor y, además, le protegería de un posible picotazo o mordisco, porque, aunque no veía nada, de vez en cuando oía el agudo silbido del extraño ser. Cada vez estaba más intrigado y confundido, pues era cierto que él oía el silbido, pero Magcroc no se inmutaba lo más mínimo, como había hecho antes ante la cercana presencia del murcroc. Si bien era cierto que los murcroc eran conocidos en todo Crocom, y su oldcroc nunca antes había estado en esas tierras y, por tanto, tampoco podía advertir a las extrañas criaturas que las podían habitar.

Como era de esperar, Sam no durmió bien esa noche, pues cada vez que Marcroc se movía o él oía la silbante llamada del desconocido ser, se despertaba empuñando su pistola. Así fue una y otra vez, hasta que el ruido que los despertó finalmente fueron los conocidos gritos de hambre del estómago del oldcroc. Era hora de ponerse en marcha.
Estaban a salvo, pero Sam no las tenía todas consigo de lo que dejaban allí. Ya estaba montado sobre su oldcroc, incluso ya le había enviado sus ondas para que éste comenzara a andar, cuando Croc se asomó sobre la silueta de las montañas del este. Sam dirigió su vista hacia él para darle los buenos días y agradecerle que les mantuviera con vida, como hacia todos los días. Pero antes de hacerlo se detuvo. Inconscientemente había ordenado al oldcroc detenerse. Sus ojos se habían dila­tado tanto que parecían dos reflejos del propio Croc. Saltó de los lomos de Magcroc y corrió hacia el interior de la cueva. El oldcroc vio cómo desaparecía de su vista y cómo, tras algunos segundos, volvía corriendo hacia él.
-¡Sí! ¡Sí! –repetía una y otra vez el terrícola, mientras besaba el hocico de su compañero-. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
Sam estaba emocionado. Los nervios no le dejaban pensar. Corría de un lado para otro. Entraba en la cueva y salía. Se acercaba a Magcroc y luego, sin decir nada, volvía a entrar en la cueva.
-¿Dónde…? ¿Dónde…? –le decía a su animal, mien­tras buscaba algo a su alrededor.
Magcroc le observaba asustado. No sabía si Sam se encontraba bien.
Sam arrancó varias plantas de tallum y se las echó delante suyo.
-¡Toma! ¡Come más! Tienes que comer mucho, porque necesitamos tus…
Otra vez dejó su frase a medias y siguió buscando entre las plantas de tallum que se levantaban frente a ellos.
-Pero ¿dónde…?
Por fin se detuvo.
-¡Aquí! ¡Aquí! –se dijo, emocionado.
Había encontrado las heces que Magcroc había hecho la noche anterior. Cogió un trozó de una de ellas y entró en la cueva. Magcroc fue tras él. Cuando llegó a la galería golpeó las piedras para encender la llama y prender el trozo de excremento. Se adentró en la oscuridad con la llama delante de él. El suelo comenzó a inclinarse, ascendiendo vertiginosamente. Magcroc le observaba sin emitir el menor gemido. Sam levantó la pequeña antor­cha. Su llama fluctuó tratando de apagarse, pero sin llegar a conseguirlo. Sam asintió lleno de felicidad. Se acercó la llama a la boca y sopló fuertemente para apagarla. En la oscuridad total esperó a que sus ojos se acomodaran a la débil intensidad. Tras unos minutos miró hacia lo alto y vio cómo en el lugar del punto rojo ahora se encendía un tenue punto azulado. Acababa de descubrir que su luciérnaga roja no era otra cosa más que su propio sol ocultándose por el oeste, convertida ahora en el limpio cielo de la mañana.
Atahualcroc le había hablado de la existencia de glaciares que atravesando las montañas más bajas reapa­recían junto al “Valle de los Volcanes Blancos”. Ahora ellos se encontraban dentro de uno de éstos, una vía que podía conducirles hasta lo más alto de aquellas montañas. Desconocía la longitud del túnel, pero si conseguían atra­vesarlo se ahorrarían muchos días de camino. De ahí su alegría.

Pero ascender por aquel glaciar subterráneo no les iba a ser nada fácil. Por su anchura no tendrían problema, pues ésta era semejante a la medida de dos oldcroc. La dificultad residía en la pronunciada pendiente y su resbaladizo suelo. Tampoco iba a ser un problema para el terrícola, pero Magcroc, dado su gran peso, podía patinar y caer rodando. Además, cuanto más arriba se produjera la caída, mayor sería el golpe, pues no parecía haber ningún obstáculo que la frenara. Tenían cuerdas invisi­bles para ir atándose a algún saliente, pero si Magcroc cogía algo de velocidad de poco iban a servir éstas. Sam era consciente que una caída del oldcroc podía acabar con la vida del animal y con la suya si era arrollado. Tenía que dar con una forma de asegurar aquella escalada.
Recordó que en su bolsa de viaje había metido las uñas del murcroc. Lo había hecho para guardar un trofeo de su cacería. Si, de alguna forma, conseguía aferrarlas a las patas del oldcroc, éstas se clavarían en el suelo impi­diéndole resbalar; pero era más que probable que Magcroc no soportara la presencia de las temidas garras junto a él. Quizás si sólo se las colocara en sus patas traseras, podía ser que el animal no se diera cuenta, pero si se percataba de ello a mitad de camino, el susto le haría perder el equilibrio y caer. No podía arriesgarse. Tenía que encontrar otra solución.
Buscó en la bolsa de viaje; con su tacto, se topó con las invisibles cuerdas. En ellas debía estar su solución. Recordó que en su Tierra, algunas veces, las cuerdas se anudaban para trepar más fácilmente por ellas. Si hacía varios nudos y extendía la cuerda, bastaría con que Magcroc fuera pisando sobre ella. La cuerda no haría fuerza, pero sería suficiente para evitar que el oldcroc resbalara.

Fue así cómo, abasteciéndose de algunos tallum y del excremento que pudo, iniciaron la ascensión. Sam extendía las cuerdas y cuando éstas iban quedando atrás, las recogía para volver a extenderlas delante. Era una tarea lenta, pero, quizá, la única segura.
En un principio, la ilusión del terrícola le hizo fuerte, permitiéndole correr de adelante atrás una y otra vez, pero era un doble esfuerzo que más tarde o más temprano le iba a pasar factura. Al cabo de unas horas, Sam tuvo que detenerse y descansar. Le faltaba el aire y los músculos de las piernas se resentían como no lo había notado antes. Había perdido la noción del tiempo, pues parecía haberse sumergido en una oscura dimensión donde éste no existía. Tras lo que le parecieron unos mi­nutos quiso reanudar la marcha, pero la escasez de fuerzas le previno que era mejor no hacerlo.
Se habían detenido en un pequeño llano. Ése era un buen lugar para descansar. Por lo menos se aseguraban que Magcroc no rodara cuesta abajo.
-Pasaremos aquí la noche o el día –dijo Sam a su oldcroc, quien parecía tan confundido como él.
Le echó una rama de tallum al oldcroc y sacó un pedazo de murcroc ahumado para él. Miró a su alrededor tratando de encontrar el diminuto punto brillante que se abría entre las rocas, pero no dio con él. De lo que sí se percató, a pesar de haber recuperado el aliento, fue que el aire que allí se concentraba comenzaba a estar enrare­cido. Éste pesaba casi tanto como sus cansados párpados. Se encontraba desfallecido y su mente le pedía que dejara de dar vueltas a sus pensamientos.
-No sé cuánto hemos andado o si hemos seguido el camino correcto –le dijo Sam a su compañero-. No sé cuánto nos queda por recorrer, pero, mientras no cami­nemos, debemos ahorrar nuestras reservas.
Sam apagó la antorcha de excremento. La oscuridad los envolvió, despertando el temor del oldcroc.
-Descansa, amigo –le dijo Sam en la oscuridad, tranquilizándole-, pues aquí no tenemos quien nos guíe. Carecemos del día y de la noche, del sol y de tus lunas, y ni siquiera tus fieles estrellas tienen poder para señalar­nos el rumbo a tomar.
Sam no veía a su compañero, sólo oía cómo las frági­les ramas de tallum crujían débilmente al enfrentarse con los afilados dientes del oldcroc. Quiso esperar a que sus pupilas se hicieran a aquella inexistente luz; quería auscultar las paredes y encontrar su falsa luciérnaga, pero el cansancio le traicionó extendiendo su manto del sueño.
Cuando despertó todo seguía a oscuras. Desconocía cuánto había dormido. Creía recordar que había desper­tado varias veces, pero su cansancio era tal que le había sido imposible abrir los ojos. Ahora, sin embargo, parecía haber recobrado todas sus fuerzas y sus ánimos de seguir adelante. Como no sentía la respiración de su oldcroc, le envió una orden mental para ver si seguía junto a él. Un tierno gemido fue suficiente para confirmarle que estaba a su lado.
Otra vez trató de encontrar el brillante punto, pero éste no existía en ninguno de los colores. Chasqueó las dos piedras y prendió la antorcha. Al hacerlo notó cómo el poco aire que allí residía se volvía más áspero. Eso le recordó que tenía que salir de allí cuanto antes. Se puso en pie y ordenó a Magcroc que hiciera lo mismo. Varías ramas de tallum mordidas sugerían que acababan de des­pertar en un nuevo día, aunque Sam no las tenía todas consigo, pues si era así, él no había oído los ruidosos despertares del estómago del oldcroc. También él sacó algo de carne ahumada, que se comió mientras preparaba las cuerdas para que Magcroc pudiera reanudar la marcha. Esta vez Sam se lo tomó con más calma. Sus carreras de adelante atrás eran más lentas, avanzaría menos, pero podría hacerlo durante más tiempo.

Así siguieron una jornada tras otra. Sin ningún conocimiento de cuándo brillaba el día o cuándo caía la lúgubre noche. Cuando las fuerzas les fallaban, buscaban un tímido llano y descansaban. Ése era el único momento en que Sam levantaba sus ojos buscando el brillante punto que les indicara la salida. Lo hacía siempre antes de encender la antorcha o al rato de apagarla. Algunas veces, mientras conciliaba el sueño, se preguntaba si había hecho bien tomando aquel glaciar subterráneo, pues, a decir verdad, en todos los días que llevaba allí dentro no había vuelto a ver, ni siquiera una sola vez, el dichoso punto brillante. Incluso en más de una ocasión se le pasó por la cabeza la idea de si realmente no estaban adentrándose, más y más, hacia el centro de aquel planeta de Crocom; hacia el mundo interior del que Innescroc le había hablado.
Ése se había convertido en su miedo. Estar ascen­diendo en sentido contrario. Ascendiendo hacia el núcleo de Crocom. Ya no les quedaba tallum. Marcroc llevaba varios días sin comer y alguno menos sin defecar. Sólo disponían de un pequeño trozo de boñiga para poder quemar, y el fin de aquella infinita cueva parecía no estar cerca. Sólo una cosa le daba ciertas esperanzas. La llama de la pequeña antorcha había comenzado a mecerse tími­damente. Eso sugería la existencia de una imperceptible brisa. Además, la temperatura seguía bajando, y de estar dirigiéndose hacía el centro del planeta ésta variaría en sentido contrario. Siempre que Crocom se comportara de la misma manera que su Tierra.
La diminuta llama del último trozo de excremento estaba a punto de extinguirse. Sam, que se había sentado apoyando su espalda contra la pared, y Magcroc, echado frente a él, la contemplaban en silencio. Cuando ésta se apagara tendrían que avanzar en la oscuridad. Un tímido gemido acompañó a las últimas radiaciones verdosas. Volvían a la temible oscuridad que les impedía verse.
-Tranquilo, amigo. Sólo tenemos que seguir ascendiendo.
Pero Magcroc notó que las palabras del terrícola no iban cargadas de tanta seguridad como lo habían ido en otras ocasiones, y estaba en lo cierto. Sam no sabía ni cuántos días llevaban allí dentro. Sólo tenía constancia de las veces que había dormido, y éstas pasaban de la vein­tena. Pero si algo tenía claro era que en todo ese tiempo, fuera el que fuera, no había vuelto a ver el brillante punto, el maldito punto, que le había embarcado en aquella travesía.
Tampoco en ese momento pudo pensar, pues necesi­taba descansar para hacerlo. Comió algo y, tapando sus oídos para no oír los graves y hambrientos sonidos del estómago del oldcroc, trató de dormir. Cuando despertó y se quitó los tapones que había hecho con unos pequeños trozos de tallum seco que el propio animal había recha­zado, se percató que el feroz buche de éste seguía rugiendo. Eso quería decir que no había dejado de hacerlo durante todo su sueño y que Magcroc no había pegado ojo, algo que no era bueno, pues si el oldcroc no dormía, tampoco descansaba. Iba a levantar su vista en busca de la fatídica estrella, pero antes de hacerlo y casi inconscientemente, suplicó a Rúbor para que ésta estu­viera allí presente.
Se puso en pie y ondeó unas cariñosas ondas para que Magcroc hiciera lo mismo, pero el oldcroc no lo hizo. Levantó sus ojos y buscó en la oscuridad. O Rúbor no había escuchado su plegaria o él no era digno de que ésta fuera concedida. Pero un terrícola como él no podía hun­dirse por la negativa de un simple astro, ni siquiera habiendo sido un verdadero crocomita. Aun así, la rabia de aquella negativa le insufló fuerzas. Volvió a enviar sus ondas, esta vez rebosantes de esperanza, para que Magcroc se pusiera en pie. El animal captó toda la energía desprendida de la mente terrícola y trató de obedecer. Le fallaron las fuerzas. Sam entendió su colérico rugido de impotencia y metiendo sus manos bajo su vientre intentó levantarlo. Por fin el animal, con la ayuda terrícola, consiguió enderezar sus patas y ponerse en pie.
Sam se adelantó y palpó el suelo buscando las invisi­bles cuerdas. Le costó encontrarlas, pues los nudos se habían apretado y desgastado por la presión de las pezuñas del oldcroc. Cuando, por fin, dio con ellas y las cogió entre sus manos para volver a extenderlas, algo impre­visto le detuvo. Se llevó las manos a la boca. Se sorpren­dió. Tenía que confirmar aquella sorpresa. Acercó las cuerdas a sus labios. Ésta estaba húmeda. Con un emocionado espasmo cayó de rodillas al suelo y extendió la palma de su mano buscando el origen de aquella humedad. En un principio no encontró nada, pero pronto notó que una parte del suelo se hundía mínimamente. Un delgado y superficial surco que parecía estar más frío que el resto. Estaba seco porque, durante el rato que llevaban allí parados, la cuerda había absorbido el líquido que por allí debajo circulaba. Apretó la cuerda entre sus dedos hasta que un par de gotas humedecieron sus labios. El líquido era insípido y estaba falto de textura. Creía haberlo probado antes, pero no en Crocom, sino en su propia Tierra. Pensó en los licores que embotellados deambulaban por su planeta y en todos ellos había algo de aquel sabor. Se trataba simplemente de agua. Un agua mucho más pura y limpia que la que él había conocido en su “Twenty Twenty”. Evidentemente el nuevo hallazgo lo llenó de ánimo y fuerzas para seguir adelante.
-Vamos, amigo, ya nos queda poco.
Sam extendió nuevamente las cuerdas y Magcroc comenzó a ascender volviendo a plantar sus pezuñas sobre los desgastados nudos. También él parecía haber recobrado sus fuerzas. El terrícola estaba feliz, algo le decía que su suerte había cambiado, que pronto volvería a ver la luz.

Pero pasaron los días y todo seguía igual. Las fuerzas volvían a flaquear, sobre todo las de Magcroc. Ya ni siquiera las esperanzadoras ondas de su amo eran sufi­cientes para ayudarle a mantener su propio peso. Hacía tiempo que no comía, lo que impedía que su cerebro diera la más mínima orden al resto de su cuerpo. Él confiaba en Sam, pues las ondas que le llegaban seguían manteniendo gran energía positiva.
Era cierto, a pesar de que los días pasaban sin nove­dad, Sam estaba convencido de que no les quedaba mucho camino para alcanzar la boca superior de aquel glaciar. Pero sentía, porque no podía ver, cómo su oldcroc se iba abandonando a la muerte. Tenía claro que la mente del animal captaba las ondas que él le enviaba, pues podía percibir las anémicas órdenes que escapaban de la mente de éste tratando de obedecerle. Por su parte, él mantenía sus esperanzas gracias a que todas las maña­nas, o noches, bueno, siempre que despertaba de su sueño, empapaba sus labios con el agua que obtenía al estrujar las cuerdas. Éste se había convertido en un momento maravilloso. Poder disfrutar de aquella agua era algo realmente placentero que él nunca había podido disfrutar en su Tierra, pues en los años predecesores a su “Twenty Twenty” ésta había sido tan contaminada que había perdido todo su agradable sabor.
Acababa de despertar lentamente de su rutinario des­canso. Así lo hacía últimamente, pues ya no despertaba alertado por los hambrientos rugidos del estómago del oldcroc. Su mente se había acostumbrado a ellos, y éstos habían pasado a formar parte del ruido natural de aquella gruta. Se incorporó ligeramente y estiró su brazo para alcanzar las cuerdas que había extendido para que absor­bieran el agua. Las encontró antes que nunca. No le dio importancia. Llevaba tanto tiempo allí dentro que su vista se había adaptado a aquella situación. Él siempre había defendido la Ley de vida. Adaptarse o morir. Las levantó para que al apretarlas entre sus manos el agua cayera sobre sus labios, pero antes de que su mente le ordenara hacer fuerza, ésta le ordenó detenerse. Sus ojos se clava­ron en lo alto, en lo más oscuro, en lo más lejano. Así había sido siempre, pero ahora esa oscuridad se había hecho visible. Volvió su mirada abajo. Una alegre carca­jada siguió a la anterior, y ésta a otra anterior a ella. Por fin volvía a ver a Magcroc. Lo veía gracias a la cálida luz ruboriana que se adentraba hasta ellos. Magcroc no se había percatado de ello, pues sus ojos hacía tiempo que no se abrían.

Su añorado y diminuto punto brillante se había convertido en la gran esfera de Rúbor. Ésta estaba frente a ellos, mostrando toda su belleza, lo que hacía inevitable que Sam, emocionado, dejara escapar su ronca carcajada.
-¡Vamos Magcroc! ¡Ponte en pie!
Pero el oldcroc no respondía. Sólo unas tímidas ondas parecían querer escapar de él.
-¡Vamos! ¡No te rindas ahora, Gran Magcroc! –le dijo Sam a viva voz, a la vez que también imprimía gran fuerza a sus ondas-. Sé fuerte, pues nada nos queda para volver a la vida. Te prometo que estos serán nuestros últimos minutos entre las fauces de estas tinieblas. ¡Vamos, amigo, arriba!
Algo debió de sentir el oldcroc en aquellas ondas que sus pestañas se desentretejieron permitiendo que la visión de Rúbor llegara hasta su mente.
-¡Espera! –le dijo el terrícola, acercándose a él.
De un brinco se posó a su lado y apoyó las cuerdas sobre su hocico. Las apretó más fuertemente que nunca antes había podido hacerlo y el agua comenzó a derra­marse hasta caer en la boca del animal. Escuchó cómo el animal saboreaba el preciado líquido, desconocido para él, y sintió cómo su áspera lengua lamía sus manos. Sam se emocionó al ver reaccionar a su oldcroc y volvió a apretar las cuerdas. Lo hizo con tanta fuerza que éstas, viejas y desgastadas, se desintegraron en su mano. No obstante, había sido suficiente para extraer de ellas unas pocas gotas más del brillante licor.
-¡Vamos, amigo!- le dijo una vez más.
Las patas delanteras del oldcroc se irguieron lenta­mente. Cuando éstas estaban firmes, una nueva onda ordenó que también lo hicieran las traseras.
-¡Vamos! –Sam parecía no encontrar otra palabra para animar a su amigo y compañero-. ¡Sabía que ibas a ser Grande!
Sam se abrazó a él y le besó en el hocico, obligando al oldcroc a emitir un cariñoso ronroneo.
-¡Rúbor! –le dijo- ¡Es Rúbor!
El oldcroc, que misteriosamente había recuperado las fuerzas, se lanzó a la carrera olvidándose que su compa­ñero no había extendido las cuerdas. A decir verdad, tampoco les quedaban cuerdas. Sam se asustó, pues creyó que éste iba a acabar rodando, pero no, no. Magcroc clavaba sus pequeñas uñas sobre la húmeda tierra y ascendía por ella con gran facilidad. Rápidamente Sam se dio cuenta de ello y corrió tras su compañero.
-¡Corre, Magcroc, corre! –le decía entre lágrimas de alegría.
De repente, y sin previo aviso, sus pies se encontraron en el aire. Ya no tenían donde pisar. Habían salido al exterior de aquella horrible gruta que les había devorado durante no se sabe cuántos días.

Una pálida brisa sacudió sus rostros, dándoles la bien­venida. La maravilla que tenían frente a ellos les hizo caer estupefactos al suelo. Fue entonces cuando se dieron cuenta de lo que pisaban: una alfombra de espesa y tierna hierba que se tornaba rojiza. Sam miró a su compañero y también lo encontró más ruborizado que nunca. ¿Dónde se encontraban realmente? ¿Estaban en lo alto de las “Montañas de la Muerte”, y la cercanía de Rúbor les intensificaba su color o, por contra, habían llegado a ese nuevo mundo nacido en el centro de Crocom?
Sam observó su alrededor, y todo parecía tranquilo. Ahora las cumbres más altas se elevaban a su espalda. Frente a ellos, en el lejano horizonte, las mágicas y rojizas siluetas eran cortadas por blanquecinas nubes afiladas como cuchillas. Se encontrasen donde se encontrasen, aquel lugar nada tenía que ver con lo que ellos conocían. Sam era consciente de que aquella maravilla le iba a traer grandes aventuras y misterios que en nada se iban a pare­cer a las que ya había vivido, primero en su Tierra y después en Crocom. Tenía claro que las sorpresas iban a llegar una tras otra, casi sin darle tiempo a asimilar la primera. Por eso quería descansar. Los dos lo necesita­ban, porque Magcroc tampoco iba a estar exento de las nuevas hazañas.
Magcroc permanecía en la misma posición en la que había caído. Desde allí mismo, moviendo su cuello de un lado a otro, y olvidándose de dónde se encontraban, eso ya llegaría más tarde, había comenzado a segar la apeti­tosa y sabrosa hierba. Sam, seguro de que el oldcroc no se iba a mover de su lado, se echó la manta invisible por encima y trató de dormir.

III

Cuando Sam despertó, no tuvo problema en abrir sus ojos, pues aunque éstos se habían acostumbrado a la oscura ceguedad de la cueva, la luz que llegaba con el nuevo día parecía no existir. Aun así prefirió hacerlo poco a poco, hasta que un fuerte y cercano estruendo le obligó a abrirlos de golpe. No conseguía ver nada, pues una espesa cortina se lo impedía. Trató de apartarla con la mano, pero le fue imposible. Una y otra vez el velo caía sobre él ferozmente. A la vez que volvía a intentarlo, la tierra tembló nuevamente, como si fuera a abrirse allí mismo. Él había sentido los terremotos de Crocom, pero aquel movimiento parecía más intenso que ninguno y, además, duraba demasiado.
De repente, surgiendo de detrás de una colina, apare­ció una manada de cientos de oldcroc que corrían veloz­mente como si huyeran de algo atroz. Magcroc rugió emocionado. Eran oldcrocs salvajes que vivían en las montañas. También Sam se había quedado perplejo al verlos; tan perplejo que todavía no se había dado cuenta que el velo que le enturbiaba la visión no era sino un espeso aguacero; una olvidada tormenta de agua.
-¡Llueve! ¡Llueve! –le dijo a Magcroc, mientras levantaba su cabeza hacia el cielo y dejaba que el agua recorriera su rostro.
 Otra vez bajó la vista y se fijó en la hierba. No era rojiza como la que había visto antes, sino verde; un intenso verde semejante al color del fuego de Crocom. También Magcroc había recobrado su tono habitual. Sam lo observaba mientras éste seguía con su mirada fija en los oldcroc. Tras unos largos segundos, el húmedo manto dejó de caer, y un sol madrugador surgió entre las grisá­ceas nubes que ya se dispersaban plácidamente. Al momento, Sam notó la fuerza del sol. Magcroc también sintió sus rayos, viéndose obligado a entretejer más férreamente sus pestañas.
-Sí, amigo –le dijo Sam-, debemos estar en la puna, la extensa llanura sobre la que se asienta Drimepolis. Es normal que aquí el sol nos deje sentir su rabia; no en vano estamos diez mil metros más cerca de él.
Magcroc contestó con un rugido de que aquel nuevo paisaje le gustaba. Sí, sí, se dijo Sam, a ver hacia dónde nos lleva tu instinto. Con una orden mental le dijo que se levantara y comenzara la marcha. No le dijo más, ni siquiera qué camino quería que tomara. Magcroc obede­ció sin rechistar y sin la más mínima duda. Por supuesto, tomó la dirección de la manada de oldcroc.
-Cómo no, qué estúpido soy.
En ese instante algo les detuvo nuevamente. Frente a ellos, en lo más hondo de la ladera, un extraño animal de largos bigotes corría desesperadamente en su misma dirección.
-¡Es un miaucroc! –dijo Sam, emocionado.
Pero casi no había terminado de decirlo cuando una sombra cayó sobre el extraño felino. Un murcroc se abalanzó sobre él, agarrándolo entre sus garras y lleván­doselo por los aires. Sam y Magcroc se quedaron boquiabiertos.
-Quizá este mundo no sea tan bello como parece –le dijo Sam, ondeando una onda para que el oldcroc reanudara el paso-. ¡Espera! ¿Por qué todos corren en el mismo sentido? Echemos un vistazo tras esa colina.
Sam tomó el nuevo rumbo, dejando atrás a Magcroc. Éste prefería tomar la otra dirección.
-Te comerán los murcroc –le dijo Sam, sin volverse.
Eso le hizo lanzar un aullido de pánico y arrancarse en una carrera tras su amo protector.

Tardaron más de lo que esperaban, pues aunque desde la ladera la colina parecía más cercana y pequeña, ésta obedecía a otras magnitudes. Su altura y su abrupto terreno los decidió a rodearla. Ya habían tenido suficiente subida. Al llegar al otro lado se encontraron con un estre­cho pasillo que les conducía hasta un pequeño, si es que en Crocom existía tal término, valle. La sombra de los altos árboles escondía más el sendero. Sam observaba todo su alrededor. Llevaba rato oyendo extraños sonidos que nunca antes, en la tranquilidad de Crocom, había escuchado. Magcroc seguía sus pasos imitando fielmente todos sus gestos.
El valle estaba desierto y no parecía haber nada que pudiera ahuyentar a los oldcroc. La alta hierba se extendía hacia el horizonte, donde, a medio camino, una serie de colinas rompía su monotonía. Sam ya estaba a punto de retroceder cuando al volver su vista a un lado vio cómo algo surgía de la hierba. Rápidamente se echó al suelo. Con un gesto de su mano trató de que Magcroc hiciera lo mismo, pero no le fue necesario insistir. El oldcroc seguía imitando todos sus movimientos. Sam se llevó su dedo índice a la boca y le imperó silencio. El menor gemido u onda podía alertar al desconocido ser. Se incorporó tímidamente y con su mano apartó la alta hierba. Ahora lo podía ver claramente.
Atahualcroc tenía razón. Su descripción había sido perfecta, era tal y como él lo había descrito. Es un futur­terrícola, se dijo para sí, sin siquiera emitirse la más débil onda. Era cierto, de no haber sido por Atahualcroc, él nunca hubiera calificado a aquel ser como perteneciente a su misma especie. Realmente él tenía más parecido con los crocomitas que con el espécimen que ahora obser­vaba. Sam no daba crédito a su visión. ¿Cómo era posible que aquel ser fuera descendiente de la especie terrícola? El futurterrícola estaba agachado y se había incorporado. Eso mismo le había dicho Atahualcroc. ¿Se trataba del mismo ser? Entonces estaba frente a una hembra futur­terrícola. Lo que era evidente es que no se trataba de una crocomita, pues su piel no mutaba como la de éstos, sino que en vez de tomar el verde de la hierba, era de un color blanquecino, semejante al de Sam, y ligeramente bronceado de rojo.
Sam observaba a la extraña criatura sin perder un solo detalle. Parecía más alta que cualquier fémina terrícola de su “Twenty Twenty”; sin embargo, era algo amorfa. Así lo evidenciaba su ceñido traje de color grisáceo. Su cabeza era ligeramente más grande y las orejas parecían formar parte de ella. Sus brazos también parecían algo más cortos y se despegaban menos del cuerpo. Sam dejó que la hierba volviera a esconderle. Se sentó en el suelo. Le costaba creer lo que veía. Miró a su compañero para compartir su incredulidad, pero Magcroc se limitaba a roer un tronco de tallum que había encontrado.
-Es como yo –se dijo, olvidándose de guardar su voz y sus ondas-, pero hay algo que…
Volvió a incorporarse, apartó la hierba y asomó su cabeza, pero tuvo que esconderla rápidamente. La extraña criatura estaba mirando hacia su posición como si hubiera percibido su presencia. Otra vez se cumplían las palabras de Atahualcroc, lo que significaba que si no hacía nada la perdería para siempre. Se incorporó lenta­mente para no asustarla, pero ésta echó a correr huyendo de él. Le costaba correr, lo que evidenciaba la torpeza de sus piernas. Eso detuvo a Sam durante unos segundos; luego, despertando de su letargo mental, corrió tras ella.
-¡Espera! ¡Espera! –le dijo a viva voz.
Ella no se detuvo. Unos árboles le impidieron seguirla con la vista. Cuando llegó al otro lado de éstos, ella había desaparecido. ¿Cómo era posible que con la torpeza que mostraba corriendo hubiera conseguido darle esquinazo? Sam siguió su camino. La senda que ella había abierto entre la alta hierba cesó bruscamente, como si se hubiera detenido allí, pero allí no había nadie. De repente, sur­giendo de entre la hierba, algunos metros más adelante, rozando su cabeza y obligándole a echarse al suelo, se alzó una nave voladora. Era una nave muy parecida a la que Sam había visto en el almacén del palacio de Crocompolis. La había visto desde el suelo. En ella había podido leer “Drimepolis”.
Quedaba claro que se trataba de un futurterrícola de Drimepolis, pero ¿qué hacía allí? Sam todavía se preguntaba cómo había podido dar semejante salto. Él había notado que su cuerpo se movía más libremente, que la gravedad que reinaba en la puna era menor que en el resto del planeta, pero ni siquiera él, un ser mucho más ágil que aquel futurterrícola podría llevar a cabo seme­jante salto.
Volvió al lugar donde había descubierto a la futur­terrícola y buscó a su alrededor tratando de encontrar algo que hubiera podido llamar su atención. Vio algunos tallum y un extraño cactus. Era el primero que veía en Crocom; sin embargo sí había visto alguno parecido en su Tierra. No le dio más importancia y volvió junto a Magcroc. Ahora sí era el momento de tomar esa otra dirección, la misma que también había cogido la nave en su huida.

Caminaron durante todo el día entre la alta y virgen hierba. Atravesaron bosques que Sam no había llegado nunca a imaginar, e incluso se refrescaron en pequeños lagos que se confundían con el azul del cielo. Se maravi­llaron al ver montones de oldcroc y solitarios miaucroc que recorrían las praderas en busca de algún despistado cuycroc. Tampoco les faltó la sombra de varios murcroc que les sobrevolaban desde lo alto. Ellos siempre se habían dirigido hacia el horizonte oeste, el mismo por el que, ahora, Croc comenzaba a abandonarles. No tenían queja de él, pues les había acompañado más tiempo de lo habitual. Ahora le tocaba ceder su puesto a la coloreada luna. Ambos estaban iguales: la forma de su silueta y su ruborizado color daban lugar a la duda de cuál era cuál. Todo el salvaje vergel se había tornado de un intenso rojo, un rojo que Sam sólo había visto en la desolada y abandonada colonia terrícola del planeta Marte.

En todo el camino Sam no había dejado de pensar en la extraña futurterrícola y en las palabras de su amigo Atahualcroc acerca de que éstos poseían un poderoso control de su mente. ¿Le había sentido o visto allí escon­dido? ¿Había captado sus ondas caloríficas? ¿Cómo había sido tan rápido desplazándose? Y si utilizaba su mente para hacerlo, ¿por qué había corrido hasta estar fuera de su vista? ¿Por qué se había deformado su perfecto cuerpo?
Sam seguía haciéndose preguntas una y otra vez. Cada vez que pensaba en una respuesta, le surgía una nueva duda. Ni siquiera los quejidos de su abandonado oldcroc enturbiaron sus preguntas, sino que tuvo que ser otro desconocido relincho el que le sacara de su ensimisma­miento. Era un gemido de oldcroc, pero muy diferente a los que Magcroc solía emitir. Éste se adentraba más en la mente. Era más agudo, más femenino. A un lado de su camino, en la orilla de un pequeño lago, aquí podemos aplicar con certeza el término lago, se levantaba una humilde casa. A espaldas de ésta, algo separado del agua y cercado por una valla, un oldcroc corría de un lado para otro sin dejar de relinchar alegremente. Había olido la cercanía de Magcroc y se había emocionado. También éste se había emocionado al oír su llamativo grito.
-¿Qué pasa Magcroc, quieres que hagamos una visita a esos futurterrícolas? –dijo Sam a su oldcroc-. Me parece bien, pero deja que me vista para la ocasión. Llevo mucho tiempo esperando este momento.
Sam buscó en una de las bolsas que colgaban del lomo de su oldcroc y sacó su brillante chaqueta de navegante espacial. Estaba impecable, sólo le faltaban las letras de la I.A.F.; y, a decir verdad, también un poco ridículo, pues no llevaba los pantalones que conformaban el traje, sino un largo pañuelo a modo de falda o pareo oriental. Él mismo se veía irrisorio, igual que solía ver a los pri­vilegiados ejecutivos de Laguna York que solía llevar de turismo a alguna colonia de otro planeta y se vestían con ropajes autóctonos tratando de parecerse a ellos. Aun con esas quiso hacerlo, pues pensó que era como la bandera blanca que anuncia un alto el fuego.

La oscuridad de la noche ya había caído sobre ellos cuando llegaron junto a la casa. A medida que se acerca­ban a ella, podían percibir su rusticidad. Poco más que una choza levantada con algunas ramas y troncos de árboles secos y muertos.
Primero se acercaron al vallado, donde los dos oldcroc se olfatearon mutuamente. Parecían llevarse bien. Sam levantó una de las tablas que formaban la valla y dejó que Magcroc entrara dentro. Los dos animales comenzaron a correr lomo con lomo, como si se estuvieran declarando. Sam dejó allí a Magcroc y se acercó a la casa.
-¡Hola! –gritó desde afuera- ¡Hay alguien!
Nadie respondió. Sam se acercó a la puerta y vio que estaba entreabierta, invitándole a pasar.
-¡Hola! –volvió a decir, desde el umbral de la entrada.
Al no recibir respuesta, empujó la puerta para entrar. Antes echó una ojeada desde fuera. Parecía que no había nadie, pero todo indicaba que no debían de andar lejos. Se decidió y entró, pero una voz le detuvo.
-Un Agente Reinsertor hubiera entrado sin pedir permiso.
Era una voz desafinada y anciana. Sam se volvió hacia ella.
Una pareja de ancianos, con lo que parecían algunas verduras en su mano, estaba de pie frente a él. Por pri­mera vez se encontraba cara a cara con unos futurterrí­colas. Los observó fijamente y los vio algo diferentes de la otra criatura que había visto antes. Éstos se parecían más a él. Sí, su cuerpo era más robusto y sus brazos y piernas se extendían más y tenían mayor movilidad. Tampoco perdía detalle de él la anciana pareja. Su sorpresa era evidente.
-Debes llevar tiempo lejos de la ciudad –dijo la mujer, acercándose a él y extendiéndole los brazos.
-¿Por qué lo dice? –preguntó Sam, facilitándole el trabajo.
La mujer miró extrañada a su marido. Parecía no entender el porqué de aquella pregunta.
-Tu cuerpo –respondió el hombre.
Sam se miró de arriba abajo, igual que había hecho antes con ellos.
-Tu voz –volvió a decir el hombre- está perfectamente afinada.
-Tus orejas –añadió la mujer, tocándolas con sus dedos.
Sam se separó de ella y comprobó que en ellas no tenía nada raro. Se fijó en las de ellos, y sí que eran dife­rentes a las suyas. Todavía no se habían despegado de la cabeza, e incluso ésta misma era algo más grande de lo normal.
-¿Quiénes sois? ¿Por qué vivís fuera de la ciudad?
Los dos ancianos se miraron extrañados. Su pregunta debía ser un poco estúpida. En ese momento, un meloso gemido llegó desde el vallado.
-Vaya –dijo el anciano-, Amelinda parece haber en­contrado un amigo.
-¿Amelinda? –dijo Sam, antes de caer en la cuenta de que el anciano se refería a su oldcroc. Sam sonrió, cons­ciente de que Magcroc también era feliz.
-Hablaremos mejor cerca del lago –dijo el hombre, invitando a Sam a salir delante de él. Sam, extrañado, obedeció-. La humedad –dijo, nuevamente el anciano tratando de explicarse, pero logrando una mayor confu­sión terrícola.
-Prepararé la cena, mientras habláis –dijo la mujer.
Sam y el anciano se acercaron al lago. Allí una plata­forma de madera les adentraba en él algunos metros más allá de la orilla. El anciano se ayudó de Sam para sentarse, luego se quitó sus sandalias y metió los pies en el agua. Sam se sentó a su lado, pero tuvo que ser el pro­pio anciano quien le animara a hacer lo mismo. Cuando lo hizo, dejó escapar un largo suspiro de alivio. El anciano le observaba en silencio. No estaba muy seguro de a quién o qué tenía junto a él.
-¿Eres un errante? –le preguntó.
-Sam no pudo evita una sonrisa-. Podemos llamarlo así.
-No te entiendo –dijo el hombre-. Eres un Insatisfecho errante y no te escondes.
Sam le miró fijamente. Estaba totalmente perdido.
-No te preocupes –volvió a decir el anciano-, no te descubriremos. A nosotros tampoco nos gustan los Agentes Reinsertores.
Sam rió una vez más. Le habían confundido con lo que él llamaba un futurterrícola. Eso quería decir que tampoco le veían muy diferente de algunos de ellos. Más concretamente de esos que, por segunda vez, habían nombrado como Agentes Reinsertores. Sam, pensativo, desvió su mirada hacia los oldcroc. Éstos seguían con sus carreras. Luego, seguro en su decisión, se volvió hacia el anciano.
-Mi nombre es Sam York. Soy navegante espacial de la I.A.F. Terrícola procedente de la Tierra del 2020, del “Twenty Twenty”. Me dirijo a la ciudad de Drimepolis.
El anciano guardó silencio durante unos segundos; después, mirándole muy fijamente a los ojos…
-Nunca vuelvas a decir tu verdadera identidad. Por lo menos no lo hagas mediante ondas, pues los satélites receptores se harán dueños de ellas, y en ese mismo instante tendrás a todos los agentes de la nueva I.A.F. detrás de ti.
Perfecto, pensaba Sam. Eso era lo que él quería.
-Nooo, nooo –dijo el anciano, moviendo su cabeza y dejando claro que podía leer sus pensamientos-. No sé cómo era la I.A.F. de tu tiempo y de tu planeta, pero la I.A.F. de Drimeros no quiere Insatisfechos, y mucho menos forasteros que no acepten estar bajo su control.
-Ha dicho… ¿Drimeros? –preguntó Sam.
-Sí, claro –respondió el anciano, abriendo sus brazos para abarcar todo aquello que le rodeaba.
-¡Crocom! –dijo el terrícola, asintiendo.
-¿Cro… com? –repitió, esta vez, el anciano.
Sam comprendió que ni los crocomitas de Crocom, ni los drimerianos de Drimeros, tenían constancia de que no vivían solos en el mismo planeta y que cada uno de ellos llamaba a su planeta de una forma diferente. También el anciano se acababa de dar cuenta de ello.
-¡Drimeros! –volvió a decir el terrícola para sí.
-…de Galaxia 25 –añadió el anciano.
Sam sonrió una vez más.
-…de Úniom –dijo el terrícola.
-¡Crocom, de Úniom! –dijo el anciano-. Suena bien. Me gusta. George, de Crocom.
-Georgecroc de Crocom –le corrigió Sam, con una sonrisa.
El anciano asintió satisfecho de su nuevo nombre.
-¿Qué quiso decir antes, al hablar de satélites recepto­res? –preguntó Sam, terminando con las presentaciones.
George levantó su vista hacia lo alto y señaló hacia el cielo drimeriano.
-Seguiremos hablando después de la cena –dijo el anciano-. Ahora, ayúdame a levantarme.
Sam se puso en pie y obedeció en silencio. El anciano ya se retiraba hacia la casa, pero él se quedó atrás. Alzó sus ojos en busca de los satélites, pero no pudo verlos. George se volvió hacia él.
-Ahí mismo –dijo, señalando hacia algo que quedaba sobre sus cabezas.
Sam pudo ver un punto brillante. Parecía una estrella y de no ser por su cercana presencia no hubiera caído en ello. Quedaba claro que durante un tiempo no iban a poder hablar ni a mandarse ondas, por lo menos nada que se saliera de una conversación normal entre ciudadanos de Drimepolis.

Mientras los dos hombres habían estado hablando, la mujer había preparado la cena. Un sencillo surtido de verduras asadas sobre el verde fuego de Crocom. Sam se extrañó al ver la colorida fuente que reposaba sobre la mesa. Las verduras silvestres, no transgénicas, habían desaparecido años atrás de su “Twenty Twenty”, y en Crocom, por supuesto, sólo existían en Urcroclandia, pero su sabor nada tenía que ver con las que ahora saboreaba.
Los tres se habían sentado alrededor de la rústica mesa hecha con algunos troncos. La cena había sido muy si­lenciosa. Por supuesto, Sam no había hablado, eso era de esperar, pero los dos ancianos tampoco habían emitido una sola onda. Se habían limitado a comer con su mirada perdida en las deliciosas verduras. En ningún momento se habían cruzado sus miradas, sólo las de Sam iban de uno a otro. Parecía evidente que aquel momento era siempre así, y que seguramente los ancianos habían adoptado el momento de obligado silencio para estar ocupados en cenar. También Amelinda había cesado en sus alegres gemidos. Incluso hasta el mismísimo Magcroc había sido contagiado con el triste silencio. Sam no quería creerlo. ¿A dónde habían llegado? No sólo no podía susurrar en privado, sino que ni siquiera era libre para dejar escapar una mísera onda.
Los tres acababan de terminar de cenar, pues ésta no acababa hasta que sus voces y sus ondas quedaban fuera del alcance del satélite. La mujer, ayudada por su marido, terminó de recoger la mesa. Una mesa solitaria y desierta sobre la que sólo reposaba la pipa de crocomhuana que el propio Sam, en su espera, había preparado. Se la había ofrecido a la mujer y al hombre, pero éstos, además de rechazarla, le habían prevenido para que esperara a que quedaran fuera del alcance del satélite. Sam sabía que la crocomhuana no era buena para ocultar las verdaderas ondas, y aunque él había aprendido a mantenerlas lejos de cualquier mente captadora, prefirió no encenderla.
Por fin Amelinda rugió, dejando escapar toda la alegría que había acumulado durante ese rato. Magcroc respondió con otro relincho. El suyo más fiero y molesto por haber tenido que callar. Él estaba acostumbrado a rugir todo cuanto quisiera. George se levantó y salió fuera de la casa. Tras asegurarse que el satélite estaba lejos de ellos, volvió a la casa.
-No pensarás ir a la ciudad con tu galopecus –dijo el anciano, dejando oír su voz nuevamente.
-¿Mi galo…? Ah, mi oldcroc. No. Había pensado que no les importaría que lo dejara en su establo. A Amelinda parece no importarle.
Al oír sus palabras, la anciana se emocionó y le cogió la mano entre las suyas.
-¿Cómo se llama? –preguntó ésta- Porque tendrá un nombre.
-¡Magcroc! –respondió Sam.
-Me gusta. Amelinda y Magcroc hacen buena pareja.
-Sabes –irrumpió el anciano-, en Drimeros ya nadie procrea. Nadie tiene hijos, a excepción de los animales que corren libres por las montañas.
Sam no entendía.
-Pero… ¿por qué?
-Sólo los Insatisfechos hacen el amor, pero no pueden arriesgarse a tener familia. Eso los delataría.
-Pero… no hacerlo acabará con la especie futur… terrícola.
-No sabemos más –intervino la mujer-, y tampoco queremos saberlo. Nuestra ignorancia es nuestro salvo­conducto de vida.
-Entiendo –dijo Sam, consciente de que Drimepolis le iba a sorprender más de lo que él esperaba-. Pero... me gustaría encontrar a los Insatisfechos.
-Podemos decir que ellos son tus semejantes –dijo el anciano.
Sam puso cara de no comprender aquellas palabras.
-Físicamente son los únicos con los que tienes cierto parecido. Además de los Agentes Reinsertores –dijo la mujer. Sam pensó en ellos mismos. -Sí, nosotros también –prosiguió ésta-, pero hace tiempo que nosotros no vivi­mos en la ciudad.
-Extrañamente se nos ha concedido ese privilegio –añadió George. Sam asintió-. Los Insatisfechos han dejado a un lado el poder de su mente. Practican el culto al cuerpo: utilizan sus manos, su voz, sus oídos, sus pier­nas. Además, también son los únicos que se hacen preguntas sobre el porqué de sus vidas. No son fáciles de encontrar, huyen y se esconden, están perseguidos por los Agentes Reinsertores.
-Esta mañana creo haber visto un Insatisfecho –dijo Sam-. Una Insatisfecha que misteriosamente desapareció y, al momento, me sobrevoló en su nave.
Los dos ancianos se miraron un instante. La mujer le hizo un gesto de afirmación y el hombre tomó la palabra.
-Si algo distingue a los terrícolas de Drimeros y los terrícolas de la Tierra, ese algo es el uso del poder de su mente. Poseemos grandes poderes, sobre todo los jóvenes.
Sam creía que el anciano se refería al poder de comu­nicarse mediante ondas, algo que también él había llegado a dominar.
Sí –le dijo George, volviendo a dejar claro que podía leer sus pensamientos.
El anciano se sentó en la silla e hizo un gesto a su mujer. Ésta respondió con otro gesto de afirmación. George trató de concentrarse. Tras unos segundos, la pipa de crocomhuana que estaba sobre la mesa se elevó por el aire hasta que la boquilla se apoyo sobre sus labios. Todo ello sin llegar a cogerla con sus manos. Una vez en su boca, su mujer la tomó en su mano y la dejó nuevamente sobre la mesa.
-Telequinesia –dijo el anciano, recuperando sus fuer­zas-. Pero yo ya no tengo el poder de los más jóvenes –Sam, pensativo, seguía mirando su pipa-. Y el arma más poderosa de todas –el terrícola alzó su vista hacia el anciano-, la solución a tu misterio: Estatimento.
Sam quedó perplejo. No entendía qué quería decir aquella palabra.
-Estatimento –repitió el anciano-. Movimiento está­tico. Teletransportación.
Sam asintió lentamente. Ahora parecía comprender. Sin embargo, su mente se detuvo en algo.
-¡Corrió antes de verte! –se anticipó nuevamente el anciano.
-Sí –contestó el terrícola.
-Ése es otro de nuestros poderes -añadió la mujer-. Nos anticipamos a los hechos. Lo llamamos SSI, Sexto Sentido Inmediato.
Sam se acordó de sus prismáticos anunciáticos.
-Ése es un instrumento muy viejo –dijo el anciano-. De poco te servirá en la ciudad de Drimepolis.
Sam seguía confuso. Su mente seguía dando vueltas.
-Te confundió –volvió a decir el anciano.
-¿Me… confundió? ¿Con quién?
-Sí, exactamente –dijo la anciana-. Todo esto debe ser muy extraño para un terrícola de tu tiempo y de tu pla­neta, pero has de aceptarlo y acostumbrarte. Tu Insatisfe­cha te confundió con un Agente Reinsertor. Ellos poseen inhibidores de teletransportación. Ella corrió lo justo para escapar del alcance inhibidor y poder estatimentarse hasta su nave. Los Agentes Reinsertores son los drime­rianos más parecidos a ti. Además, son camaleónicos, pues se visten en función del Insatisfecho al que persi­guen, y no sería la primera vez que lo hacen de navegante espacial.
-Pero, ¿entonces…? –intentó preguntar Sam, siendo interrumpido por George.
-Los Insatisfechos no pertenecen a ninguna clase social. Un drimeriano no nace siendo Insatisfecho, sino que se transforma en él. Se producen aleatoriamente por errores en el control de sus mentes.
-¿Quieres decir que alguien controla vuestras mentes?
Los dos ancianos asintieron a la vez.
-¿Y no hacéis nada para evitarlo?
-No lo comprendes –dijo el anciano-. Los únicos que pueden hacer algo son quienes están fuera de ese control.
-¿Quién podriiii…? –Sam pareció caer en la cuenta-. La I.A.F. Pero… y vosotros… no parecéis estar muy de acuerdo… Sois Insatisfechos.
-Te confundes –dijo la mujer-. No somos Insatisfe­chos. O por lo menos no lo éramos. –Sam se había vuelto a perder-. Nuestro hijo se volvió Insatisfecho. Nosotros fuimos desterrados fuera de la ciudad. Se nos limitó el uso de nuestros poderes mentales y se nos prohibió poder regresar. Aun así, nuestra mente sigue bajo su control. –Sam no dijo nada-. Nosotros estamos contentos, pues otras familias no lo aguantan y se quitan la vida.
Sam movía su cabeza a un lado y a otro. No podía, no quería, creerlo.
-Por lo menos seguimos vivos –dijo la mujer.
-No entiendo por qué –dijo Sam.
-En Drimeros nadie muere, si no es por muerte natural –dijo George.
-Pero habéis dicho que algunos se quitan la vida.
-Cierto –volvió a decir el anciano-, pero es una muerte natural, pues son ellos mismos quienes ordenan a su cerebro su propia muerte.
-Entonces, ¿qué sucede con los Insatisfechos que capturan?
-Los agentes los llaman Desorientados. Su trabajo consiste en reorientar y reinsertar su mente.
A Sam le costaba creer todo aquello. ¿A qué se refería con que ellos mismos ordenaban su muerte? ¿En qué consistía la reorientación y la reinserción? Desde luego, Drimepolis se estaba presentando como algo nada bueno.
-Ahora tienes que perdonarnos –dijo el anciano, poniéndose en pie-. Tenemos que retirarnos.
Sam asintió, con una escasa y preocupante sonrisa. La mujer se acercó a él y le cogió la mano.
-Te he preparado esa cama –le dijo, señalando hacia un catre preparado con hierbas secas-. Hoy nosotros dormiremos juntos.
-Gracias, pero no lo puedo permitir –dijo Sam-. Yo dormiré fuera, ya me he acostumbrado.
-Por la mañana lloverá con ganas –dijo el anciano, mientras se echaba sobre la otra cama.
-No se preocupen –dijo Sam, consciente de que sus palabras eran ya inútiles, y terminándolas con una tímida voz que no alcanzaba los amorfos oídos de los ancianos-, me gusta el agua.
Por supuesto, los ancianos habían obviado sus pala­bras. Incluso parecían haberse olvidado de él. Se echaron juntos en su lecho, y mecánicamente cerraron sus ojos abandonándose al sueño. Sam los observaba en silencio. Sólo su mente seguía dando vueltas a sus ideas. Acababa de hablar con ellos, estaba, o creía estar, seguro de ello, pero al verlos allí, tumbados boca arriba con sus manos sobre el pecho, con sus ojos cerrados y totalmente in­móviles, ni siquiera parecían respirar. Creyó encontrarse frente a dos difuntos.
Qué extraños eran aquellos futurterrícolas. Desde luego no le iba a ser fácil convertirse en uno de ellos. Sam volvió a mirar su cama. Ésta no le convencía lo más mínimo y, como había dicho, prefería dormir al aire libre. Volvió a coger la pipa que seguía sobre la mesa y se la llevó a la boca. Se acercó al fuego y prendiendo una asti­lla comenzó a chupar de ella. El frágil y mágico aroma de la crocomhuana inundó la estancia. Esta vez la pipa desprendía más humo de lo habitual. Era normal, pues se trataba de hierba que el propio Sam había recogido en su camino hacía la casa, y ésta todavía estaba algo húmeda. Aun así, pronto se dio cuenta que su sabor y poder era algo fuera de lo habitual.
Tras un par de caladas y ayudado por los placenteros efectos de la hierba, Sam se levantó para salir de la casa, pero unos leves susurros volvieron a detenerle. Eran los ancianos. Los dos habían comenzado a hablar en sueños, como si realmente estuvieran despiertos. Sam los contemplaba pensativo. Era como si se hubieran inyectado una dosis de drimina. Pero él llevaba un rato junto a ellos y en ningún momento había visto las ampollas de la pre­ciada droga. Trató de no darle más importancia, también él hablaba en sueños. Y así fue una vez más, aunque ni Magcroc ni su feliz compañera, Amelinda, se inmutaron lo más mínimo. Los dos estaban acostumbrados a los sueños de sus amos. Los dos oldcroc se habían echado junto a él, tal y como Magcroc había estado haciendo desde que partieron de la ciudad de Crocompolis. Sam había salido a fumar su pipa bajo las estrellas, le encan­taba hacerlo, pero obligado por los poderosos poderes de la crocomhuana se había quedado dormido. Había encontrado un lugar privilegiado que le permitía apoyar su espalda contra una de las vallas del establo y, sin levantar demasiado su vista, contemplar las estrellas y el propio reflejo de éstas sobre la cristalina agua del lago. Allí, con aquella bella visión y con sus pensamientos plácidamente asentados, se había quedado dormido.
Pasó varias horas traspuesto en aquella posición y, de no ser por el preciso rugido del estómago de Magcroc, hubiera seguido haciéndolo durante algunas más. En el tiempo que le llevó despertarse del todo, la crocomhuana le había dejado KO, los dos oldcroc se habían acercado a la orilla del lago, pues éste formaba parte del vallado y les permitía acercarse hasta él para saciar su sed.
El sol todavía no se había levantado por las montañas, pero su reflejo sobre el cielo del este ya comenzada a descolorar la puna, todavía bañada por la rojiza presencia de Rúbor. Algunas oscuras nubes, las primeras que él veía, le impedían la visión de las estrellas drimerianas, lo que le incitó a ponerse en pie decidido a no perder más tiempo. Volvió a la casa para despedirse de los ancianos, pero los encontró en la misma posición que los había dejado al comienzo de la noche. Ya no susurraban, y parecían estar más muertos que antes. Ni siquiera daban la sensación de estar soñando. No se atrevió a despertarlos, se temía cualquier reacción, y decidió esperar. Tenía esperanzas de que no tardaran en hacerlo, pues tampoco quería marcharse sin despedirse de ellos, ya que si éstos despertaban y no le veían podrían creer que todo había formado parte de su sueño; tal y como debían serlo sus vidas.
Sam los observaba como si estuviera estudiando sus mentes. Creía estar viéndolas totalmente despejadas y libres de todo sueño. En ese momento la mujer comenzó a tiritar como si un frio polar le hubiera invadido de repente. Era como si estuviera sufriendo una descarga eléctrica que hiciera temblar todo su cuerpo. Sam se asustó al verla, pero todavía no había tenido tiempo de reacción cuando su marido sufrió el mismo ataque. Tras unos breves segundos, las vibraciones cesaron instantá­neamente, permitiendo que sus ojos se abrieran de par en par. Acababan de despertar.
-Buenos días –dijo la anciana, poniéndose en pie más hacendosa y ágil de lo normal.
-Buenos días –contestó Sam, asombrado al ver que George repetía los pasos de su mujer.
Para los ancianos todo parecía, y era, normal, pero Sam sabía que allí sucedía algo. La manera en que se habían quedado dormidos y los espasmos que les habían precedido al despertar, quedaban fuera de cualquier despertar terrícola, por lo menos de su tiempo. Prefirió no decir nada y seguir con el plan que había previsto. Se despidió de la mujer, agradeciéndole su hospitalidad, y luego, acompañado por el anciano, se acercó al establo para despedirse de su oldcroc.
Cuando Magcroc se acercó hasta él, Amelinda estaba a su lado. Los ojos terrícolas estaban húmedos y tristes. Lo mismo sucedía con los del animal. Magcroc estaba nervioso. No sabía qué hacer. No quería abandonar a su amo y compañero, pero tampoco deseaba dejar aquel lugar, y mucho menos a Amelinda.
-No te preocupes, amigo –le dijo Sam, a la vez que dejaba escapar sus húmedas ondas-. Cuidaré de mí, y te prometo que volveré a verte.
Magcroc gimió lleno de tristeza, y un manto de desilu­sión le obligó a echarse al suelo. Amelinda tuvo que tumbarse a su lado, y con su hocico darle unos cariñosos lametones para levantarle el ánimo.
George no daba crédito a lo que veía. Nunca había visto y sentido una amistad semejante entre un hombre y un animal.
-Posees corazón, terrícola –dijo el anciano-. Sin duda, aquí llegaron los que carecían de él.
Sam no contestó. En un saludo crocomita, se llevó una mano al corazón y otra a la cabeza. Esa era su manera de despedirse y el anciano lo sabía. Éste era consciente de que aquel saludo no era ni terrícola ni drimeriano, sino que pertenecía a sus desconocidos vecinos de Crocom. También él colocó sus manos sobre su cabeza y su corazón y le despidió deseándole lo mejor con unas amistosas ondas. Su mujer los interrumpió con su llegada. Traía algo en sus manos y se lo ofreció a su huésped. Un paquete envuelto en una tela que ocultaba su interior.
-Ten –dijo la mujer-. Te será muy útil en la ciudad.
-Gracias –dijo Sam, agradeciéndoselo y ofreciéndole su mano, ahora sí, en una afable despedida terrícola.
Cuando Sam ya había iniciado su marcha, decidido a no mirar atrás, un fuerte relincho le obligó a hacerlo. Magcroc corría y saltaba de un lado para otro, tratando de animarle y de dejarle claro que allí se quedaba en buenas manos, algo de lo que Sam no dudaba lo más mínimo.
Ese momento le trajo recuerdos. Recuerdos de cuando él y su amigo Amoncroc abandonaron el valle de Urcro­clandia, donde todos los urcroc relincharon a la vez para despedirle.

Y así fue cómo, acompañado por los entrañables recuerdos de las tierras bajas de Crocom, su otro pueblo, Sam recorrió lentamente las verdes praderas camino de la extraña y, cada vez más, misteriosa ciudad de Drimepo­lis. Siguiendo el consejo del anciano, siempre se había dirigido hacia el centro de la puna. En ningún momento se había desviado de la dirección que éste le había indi­cado, y fue al atardecer cuando, por fin, arribó frente a la semi-invisible y opaca barrera que protegía la ciudad.
Sam se encontraba frente a un inmenso muro que reflejaba todo lo que quedaba frente a él. Era como un falso espejo que fluctuaba y ondulaba, como si de una pared de agua se tratara. Una distorsión óptica producida intencionadamente para ahuyentar a los extraños, ya fueran bestias salvajes o humanos ajenos a Drimepolis. No era la primera vez que Sam veía algo parecido, pues la cúpula que protegía su ciudad de Laguna York era muy semejante. Se podía estar a un solo paso de su extraña frontera y no ver lo que quedaba al otro lado de ésta, y avanzar un único metro y verse sumergido en un nuevo mundo inexistente un segundo antes. Era como caer en una nueva dimensión. Sam se había detenido a unos pocos metros. No veía nada más que su propia ima­gen distorsionada y el reflejo del verde campo que ya había dejado atrás. Desconocía si aquel efecto era seme­jante desde el otro lado o si por el contrario, todos podían verle. No podía quedarse allí pasmado esperando a que alguien le obligara a identificarse. Rápidamente volvió atrás y se escondió entre los abundantes árboles que, de vez en cuando, inundaban la alta puna. Casualmente frente a él tenía unos bajos arbustos repletos de hojas y olorosas flores multicolores. Aquel era un sitio perfecto para esconder algunas cosas que, en principio, no iba a necesitar, pero que, de tener que salir a por ellas, las flores le servirían para reconocerlo fácilmente.
También había llegado el momento de abrir el paquete que le había entregado la anciana. Lo hizo con sumo cui­dado, pues desconocía lo que había en su interior. Sam podía esperar cualquier otra cosa, pero nunca un verda­dero traje de navegante espacial de la I.A.F. drimeriana: jersey, pantalón y botas. La anciana había conseguido sorprenderle, además de dejarle claro que su hijo había sido un navegante convertido en Insatisfecho. Le agrade­ció el regalo y, aunque se guardó sus ondas, se lo puso de inmediato. Guardó su vieja túnica, sus sandalias y su otra chaqueta terrícola junto con sus prismáticos anunciáticos y su pistola láser en una de las bolsas de viaje y la escon­dió entre las abundantes ramas.
El nuevo traje era de un gris metálico que variaba con la luz del sol. A medida que éste caía o recibía menos luz, su tela se hacía más luminosa. Lo que antes era una chaqueta, ahora, se había reducido a un simple jersey ajustado en el cuello, y ancho y suelto a medida que descendía hacía la cintura. Con los pantalones sucedía lo contrario: se ajustaban a esta última y se volvían anchos y voluminosos en las partes bajas. Las botas también habían sufrido su transformación, reduciéndose a unos cómodos zapatos que apenas cubrían el tobillo y que se ajustaban herméticamente sin cuerdas ni broches ni nada.
Sam se miró de abajo arriba y no pudo evitar reírse de sí mismo. A dónde había llegado aquella moda. Más que un uniforme, aquel nuevo traje de la I.A.F. parecía la ropa de verano que solían vestir los ricos de su Tierra cuando salían de fin de semana a las privadas playas de la Luna.
Otra vez se acercó al invisible umbral del futuro, pero esta vez lo atravesó con decisión, sin titubeos, sin detenerse. Nada extraño sucedió. Sólo su esperada sor­presa de verse pisando el negro asfalto de una ciudad civilizada.
Sí, el asfalto de Drimepolis era negro como el azaba­che terrícola. Sam se volvió sobre sí mismo, tratando de encontrar a alguien, alguien que le acompañara, pero no vio a nadie. Estaba completamente solo en medio de una larga avenida. Los edificios que tenía frente a él, al otro lado del siniestro asfalto; en el límite, donde él pisaba, no los había; se elevaban hasta perderse de vista, y, curio­samente, en ellos se veía el reflejo de los verdes campos que quedaban al otro lado de la protectora barrera. Sin embargo, al mirar hacía ella directamente sólo se veía el reflejo de los propios edificios, causando la impresión de que la ciudad se extendía más allá de ella. Todas las fachadas eran como enormes espejos que parecían poseer vida propia. Sobre una de ellas, de vez en cuando, se proyectaban unas imágenes en tres dimensiones donde se podían ver algunas escenas eróticas acompañadas de unas coloridas letras que trataban de atrapar a quien estuviera frente a ellas. “El Valle del Sueño Real, un lugar para sentir”.
Las imágenes volvieron a desaparecer, lo que hizo que Sam se olvidara de ellas. Después de todo, aquello no parecía más que simple y burda publicidad. Él seguía allí de pie en medio de la nada. Sobre su misma cabeza algo llamó su atención. Se tuvo que echar a un lado para poder verlo. Un cartel suspendido misteriosamente en el aire en el que se podía leer: “Estatimento Límite Este”. El mensaje le obligó a bajar su vista hasta sus propios pies. Acababa de descubrir que no pisaba sobre el negro asfalto, sino sobre una especie de acera que tan solo se levantaba unos centímetros de la oscura avenida. Una avenida que continuaba vacía. Ningún coche circulaba por ella, en ninguno de los dos sentidos, que, a decir verdad, no que­daban delimitados por ninguna línea. Tampoco volaba ninguna nave, lo que sugería que ni siquiera existieran los niveles y subniveles aéreos; algo que ya abundaba en su Laguna York. Pero sí, éstos sí existían en Drimepolis, o por lo menos así se lo sugerían varías plataformas se­mejantes a la que pisaba y que quedaban suspendidas a diferentes alturas junto a las fachadas de algunos edificios.
Sam era consciente de que se encontraba en el límite Este de la ciudad. No necesitaba que el cartel que tenía sobre él se lo confirmara. Imaginaba que, junto a las fronteras de las ciudades del futuro, la prohibición de atravesarlas impregnaba de miedo a la gente alejándoles de ellas, igual que sucedía en la suya. Drimepolis no tenía por qué ser diferente. Eso comenzó a ponerle nervioso. Un nerviosismo que se hizo mayor cuando, de repente, sintió una leve descarga que hizo vibrar todo su cuerpo. El susto le hizo saltar hacia adelante y volver su vista. Se sorprendió al ver que a su espalda se encontraba otro hombre. Parecía claro que éste acababa de llegar. Antes de que Sam reaccionara para saludarle, éste respondió con sus ondas, devolviéndole el cumplido. Sam contuvo su voz y dejó escapar sus ondas. El hombre son­rió, eso creyó Sam, con su pequeña boca y sus afilados ojos y volvió a desaparecer.
Sam no despegó sus ojos de aquella posición. Acababa de ver con sus propios ojos cómo desaparecía un futur­terrícola y de presenciar una estatimentación. Un movi­miento estático. Una teletransportación. La presencia del futurterrícola no había durado más de unos breves instantes, ni siquiera un segundo, pero habían sido más que suficientes para que Sam se fijara en él. Ése había sido el primer terrícola de la ciudad de Drimepolis que veía y, realmente, era bastante diferente de la pareja de ancianos que había conocido fuera de la cúpula.

Su traje, o mejor dicho su jersey, no era plateado como el que la anciana le había regalado, sino más bien de un color rojizo. No obstante, sí era ancho, pero no llevaba ninguna letra identificatoria. Ni de la I.A.F. ni de ninguna otra organización. Seguramente se trataba de un simple ciudadano. Sam también había podido ver que no tenía pelo y que sus ojos, mucho más rasgados que los suyos, eran más pequeños, al igual que su boca y sus orejas. Sin embargo, su cabeza sí era claramente más grande que la de cualquier terrícola de su “Twenty Twenty”, incluso de la de los drimerianos que ya había visto. Su pecho también parecía tener un volumen supe­rior, pero eso no era de extrañar viviendo a aquella altitud. Algo que también podía ser causa del rosáceo color de su piel.
Otra vez sintió la tenue vibración. Se puso alerta y se volvió tratando de anticiparse al nuevo futurterrícola. Hizo mal, pues, al volverse, el futurterrícola apareció justo detrás de él; espalda con espalda. El hombre volvió sus ojos hacia él. Se extrañó al ver que Sam estaba de cara, pero al ver las letras de I.A.F. sobre su jersey no dijo nada. Se limitó a saludar con sus ondas y proseguir su estatimentación. Sam respondió al saludo a la vez que se volvía. Parecía claro que en las plataformas de estati­mento siempre había que mirar al frente y nunca volverse. El futurterrícola había sido bastante más rápido que su predecesor y Sam había tenido el tiempo justo para que su cerebro captara la sensación que el verde del jersey había producido en su retina.
Otra vez se fijó en el cartel que tenía sobre él: Estati­mento Límite Este. Alzó más su mirada y se detuvo en las plataformas que quedaban junto a las fachadas de los edificios. Clavó sus ojos y su mente en ellas. Se acababa de dar cuenta que eran muchos los ciudadanos que aparecían y desaparecían en ellas. Son plataformas de teletransportación, se dijo para sí. La gente no camina, sino que se teletransporta. Pero él no podía, o no sabía, teletransportarse ¿Cómo se iba a mover por la ciudad?
Una nueva vibración le anticipó una nueva llegada. Rápidamente saltó hacia atrás para coger buena posición. Se extrañó al ver de quién se trataba. Curiosamente había reconocido a aquel futurterrícola. Era el mismo que había visto hacía menos de un par de segundos. El hombre también se sorprendió al verle a él. Sam notó que sus ondas estaban alteradas, como si estuviera nervioso.
-Olvi… Recordé que tenía que pasarme por otro lado –ondeó éste con sus ondas.
Sam se había quedado sin ondas que responder.
-¿Proo…blemas? –volvió a ondear el hombre. Sam no reaccionaba ante lo que debía ser una futura conversación terrí… futurterrícola-. No consigue estatimentarse. Algu­nas veces nuestra mente se… se revela y no nos deja concentrarnos. Pero es mejor no enfrentarse a ella. Yaaa se calmará. Es mejor que utilice un navebus.
Sam no sabía qué hacer. ¿El futurterrícola le había tomado por uno de ellos o simplemente trataba de disi­mular su asombro al verle? ¿Se debía a eso su nervio­sismo, o es que, como él mismo había entreondeado, había olvidado pasar antes por otro lugar? Desde luego, debe ser un poco frustrante que una mente tan poderosa se olvide de algo. Olvidar debe ser una palabra que no puede entenderse dentro de unas mentes como las que dominaban aquella sociedad. Que alguien olvidara debía de considerarse como una disfunción de la mente, algo verdaderamente humillante. Sería el hazmerreír de Drimepolis. Por eso, si éste le había descubierto, él mismo ocultaría sus ondas a fin de no ser descubierto. Sam podía estar tranquilo. Ahora sólo le preocupaba dónde podía tomar eso que el pobre ciudadano había llamado navebus.
-Ahí, tras el edificio, están las plataformas de embar­que de los navebuses –ondeó nuevamente el hombre, tratando de dejar ver una sonrisa.
-Gracias –respondió Sam con sus ondas, terminando su primera y breve conversación, y lanzándose al asfalto.
-No hay de qué –respondió el hombre, justo antes de volver a desaparecer dejando vacía la plataforma.
Estatimentarse, se dijo Sam mientras se encaminaba en busca de la calle paralela. No le quedaba duda, estati­mentarse quería decir desplazarse de plataforma en plata­forma; y movimiento estático, moverse de un lugar a otro sin ningún esfuerzo físico. Pero para desplazarse no siempre se debía llevar a cabo esta estatimentación. Si no, por qué iban a existir los navebus. Como George le había dejado claro, por lo menos los usarían los ancianos, ciudadanos cuya vieja y desgastada mente carecía de suficiente energía y poder.
La nueva avenida, perpendicular a la que bordeaba el arco de la cúpula, era semejante a ésta: amplia, larga, sin línea que la dividiera en dos, con altísimos edificios y sin una sola alma con quien encontrarse. Sam tenía claro que su primer objetivo era dar con un Insatisfecho, algo que, a medida que iba conociendo la ciudad, tenía claro le iba a ser muy difícil. Si eso no sucedía pronto, no tendría más remedio que ir a ver al propio jefe de la I.A.F., Boss, que era quien gobernaba en el nuevo planeta de Drime­ros. Poseía un traje de navegante espacial. Eso no era su salvación, pero desde luego le iba a ser de gran ayuda. Si llegaba el momento, se haría pasar por el hijo de los ancianos. De esa forma podría contactar con algún compañero suyo o, mejor todavía, con algún Insatisfecho. Así pues, su primer destino sería el edificio de navegan­tes espaciales de la I.A.F.
Anduvo más de cien metros para alcanzar el cruce con la siguiente avenida. Al girar la esquina, la sorpresa le hizo detenerse y volver atrás. Pensó si realmente era cierto lo que creía haber visto. Se autoconvenció y siguió adelante. Acababa de pasar de la más absoluta soledad a una nueva avenida repleta de gente y navebuses. Las plataformas se intercalaban unas tras otras. También se elevaban junto a las fachadas de los edificios a diferentes alturas. Miles de personas esperaban estáticas, mientras que otra multitud aparecía y desaparecía en sus estati­mentaciones múltiples. Sam lo observaba todo desde la esquina de la avenida. Él estaba acostumbrado a ver las naves volando por los distintos niveles y subniveles de Laguna York, pero nunca había visto, ni siquiera imagi­nado, cómo se estatimentaban a la vez miles de personas sin provocar el más mínimo conflicto de espacio. La mirada de un futurterrícola que le observaba desde la acera de enfrente le alertó de su torpeza. Estaba estático en un lugar en el que nadie se detenía. Tenía que seguir adelante e ir en busca de una plataforma navebus que le llevara hasta el edificio de los navegantes espaciales. Centró su vista en los carteles colgantes que indicaban el destino de las plataformas. La primera decía: “Navebus 100”. Levantó sus ojos más a lo alto, en busca de la plataforma destino, y la encontró. Ésta debía de asentarse sobre ese mismo nivel. Eso le decían sus acostumbrados cálculos visuales. Adosada a ella quedaba un navebus del que parecían descender algunos viajeros. Otra vez sobre el asfalto, la plataforma de teletransportación “Estati­mento 100” estaba repleta de viajeros. Éstos aparecían y desaparecían. Unos camino de su correspondiente plataforma elevada y otros, procedentes de ésta, camino de cualquier otra plataforma de la ciudad. A ésta le seguían otras plataformas. “Navebus LN”, “Estatimento LN”, “Navebus LS”, “Estatimento LS”, “Navebus LO”, “Esta­timento LO”, o lo que era lo mismo: Límite Norte, Límite Sur y Límite Oeste. Él había entrado a la ciudad pisando el Límite Este. Pero no quedaba ahí la cosa. A continuación de ésta última, en una plataforma más grande que las demás esperaba un gran número de futur­terrícolas. Todos eran ancianos. Eso llamó su atención. Buscó el cartel que le indicaba el destino del navebus. “Navebus VSR”. Se acordó que antes había visto publi­cidad sobre ese destino. Había visto las siglas y su signi­ficado: “Valle del Sueño Real”. Todo aquel grupo parecía ir de vacaciones a ese mismo destino. Por supuesto, nadie decía nada y sólo unas tímidas y emocionadas ondas iban de unas mentes a otras.
Sam se dio cuenta que mientras él observaba al grupo, había una persona que parecía hacer lo mismo con él. Pero éste no formaba parte del grupo. Quedaba claro en su escueto equipaje. Mientras todos llevaban grandes bolsas de viaje, éste sólo portaba un pequeño maletín. El terrícola fingió el interés que había despertado aquel destino en él y continuó avanzando. Con disimulo se volvió y comprobó que el extraño viajero le seguía algu­nos metros más atrás. Decidió cruzar la avenida, donde también se extendían más plataformas, pero, justo antes de hacerlo, se le anticipó su perseguidor. Éste estaba utilizando su poder de anticipación de los hechos. Sam estaba seguro de ello. Se estaba convenciendo de que en Drimepolis debía acelerar todos sus actos. Comenzando por el tiempo de reacción entre sus pensamientos, y las órdenes de llevarlos a cabo y la ejecución de éstas. Ese tiempo debía ser siempre superior a uno. Su cuerpo debía reaccionar antes de que su cerebro lo pensara. Si no, estaba perdido.
Siguió como si nada sucediera. Una tras otra iba dejando atrás las demás plataformas. Ni siquiera se fijaba en el destino de éstas, pues el futurterrícola cada vez se le acercaba más. No tenía más remedio que… Sin llegar a pensarlo, saltó dentro de uno de los navebus que estaban detenidos. Al pisar el suelo de éste, la puerta se cerró instantáneamente, dejando fuera a su perseguidor, quien no dejaba de mirarle fijamente con una sonrisa y asin­tiendo desde el otro lado del cristal.
Cuando Sam se sintió seguro, se volvió hacia el inter­ior del navebus. Todos sus ocupantes le miraban con rostro extrañado. Aquella situación no debía ser habitual para ellos. Era raro que un navegante espacial utilizara un navebus, a no ser que estuviera buscando algo o a alguien. Sam comprobó que no quedaba un solo hueco, con la excepción de un único asiento. Sin duda ése debía ser el suyo, pues él era el único pasajero que quedaba de pie. Dejó escapar una vaga sonrisa y se sentó. Se estaba acomodando cuando un cinturón de seguridad salió des­pedido de un lado del asiento y se enganchó al otro, dejándole sujeto en medio. Al momento, la nave comenzó a elevarse verticalmente. Ya nadie le miraba, ya nadie le hacía caso. De haberse tratado de un Agente Reinsertor y de haber habido allí un Insatisfecho, éste estaba perdido. Como no era el caso, él se había conver­tido en uno más de ellos.
Qué poco se parecía aquella nave a las que él conocía de su “Twenty Twenty”, donde las naves volaban rebo­santes de pasajeros que tenían que arreglárselas como podían para no acabar rodando por el suelo. En los navebuses drimerianos todos los pasajeros viajaban sentados, más bien aferrados a su asiento, y en completo silencio. Un silencio que se volvía molesto. Tan molesto que le obligó a remover sus pensamientos. Cayó en la cuenta de que no sabía adónde se dirigía, pues había caído en aquel navebus por puro azar. Podía preguntar, pero esa igno­rancia tampoco era digna de una mente drimeriana.
El navebus, que se había elevado entre los edificios sin llegar a superarlos, había tomando las distintas aveni­das dirigiéndose hacia el sudoeste. En ningún momento cambió de nivel, ni siquiera cuando se cruzó con otro navebus que volaba en sentido contrario. Si bien es cierto que ninguno de ellos se acercaba a la colorida línea que separaba el espacio aéreo de la avenida. Las líneas divi­sorias no se pintaban sobre el asfalto, sino que se hacían visibles en cada nivel aéreo, correspondiéndole un color a cada uno de ellos. Aquella vista le recordaba a Laguna York, con la diferencia de que en su ciudad natal podía ver los edificios y las luces interiores de éstos, mientras que aquí todas las fachadas parecían reflejar el verde campo exterior. Incluso los edificios enclavados entre otros edificios lo hacían, algo físicamente imposible. Sam, asombrado, no podía dejar de mirarlos, y sólo en un breve segundo que volvió su vista al interior del navebus se percató de que todos los demás pasajeros miraban al mismo punto. Un punto situado en lo alto, justo en el centro del pasillo que dividía el navebus en dos. Si todos miraban atentamente hacia allí, éste debía ser interesante. Trató de ver de qué se trataba, pero no vio nada. Otra vez miró a los pasajeros. No podía ser. Éstos seguían con su mirada fija en la nada. Era como si estuvieran hipnotiza­dos. Liberó su mente y trató de captar las ondas que pudieran escapar de la mujer futurterrícola que tenía a su lado. Una mujer mayor cuyas pupilas ocupaban todo su globo ocular. No le fue fácil, pues sus ondas iban altamente cargadas de emoción, añoranza y deseo, lo que se transformaba en confusa energía electromagnética. Por eso sólo pudo descifrar unas pocas ondas: “…Valle del Sueño Real”. Otra vez esas palabras, se dijo Sam. Todo Drimepolis parecía estar dominado por ese lugar. La mujer se volvió hacia él. Sus miradas se encontraron. Sus pupilas ya habían vuelto a su tamaño normal. Era como si nada hubiera sucedido.
El navebus se detuvo y comenzó a descender paralelo a la fachada de un edificio. Sam seguía viendo el verde campo sobre ésta. Eso le hacía perder la referencia de la altura. Poco a poco el navebus se acercaba a la plata­forma navebus adosada en un nivel que debía ser superior al 200. Sin embargo, no veía ningún futurterrícola que apareciera y desapareciera. Era raro, pues, a pesar de existir plataforma de estatimento, parecía que nadie la usaba. ¿Adónde le llevaba aquel navebus? A medida que se acercaban al edificio para adosarse a la plataforma, se comenzaba a distinguir una enorme puerta. Justo encima de ésta, unas letras luminosas sólo visibles desde el ángulo de la plataforma, con el navebus ya detenido, hacían referencia al edificio. “Investigaciones Médicas del Futuro”. Así pues, aquella era la plataforma “Nave­bus IMF”. Estaba frente a lo que podía ser un hospital del futuro. Ahora se explicaba que en aquel navebus todos sus ocupantes fueran ancianos. Mientras el navebus terminaba de acoplarse y abría sus puertas, Sam volvió a echar un vistazo a la plataforma contigua. ¡Joder! Sí había estatimentación, pero toda se producía en sentido de salida. Claro, cómo no. Llegaban enfermos y salían curados. Pero curados ¿de qué? Además, dado que no era una plataforma demasiado concurrida, el TEI, Tiempo de Estatimentación Intermedia, tiempo de transbordo, tiempo entre una estatimentación y otra, era muy breve, casi imperceptible a la vista terrícola.
El navebus abrió sus puertas, pero seguía sin poder salir. Su cinturón de seguridad seguía impidiéndole levantarse. Uno a uno se fueron soltando todos los cintu­rones. En Drimeros todo seguía un orden, lo que le obli­gaba a esperar. Tenía que tener paciencia, algo de lo que Sam no podía presumir. Pero ahora ese tiempo le venía bien, pues no tenía ni la menor idea de qué hacer. Él quería regresar a las plataformas y tomar un navebus que le llevara al “Valle del Sueño Real”.
Las puertas del edificio se abrían y cerraban al paso de los pasajeros que desembarcaban del navebus. Era la primera vez que Sam veía caminar juntos a tantos futur­terrícolas. Le parecía estar viendo una manada de jóvenes oldcroc, pues su torpeza y deformidad era muy parecida. No podía creerlo. De repente, con el rabillo de su ojo, descubrió algo que le hizo agazaparse en su asiento. Vio que no le quedaban muchos asientos, y que pronto llegaba su turno. Se asomó lentamente y con cuidado. Lo podía ver perfectamente. Era la misma sonrisa y los mismos ojos que le habían despedido en la plataforma de embarque. Su perseguidor estaba esperándole. Después de todo tampoco le había sido difícil. Le bastaba con ir hasta la plataforma “Estatimento IMF” y teletranspor­tarse hasta ella. Incluso le sobraba tiempo. Estatimentarse era mucho más rápido que tener que volar en un navebus. Sam creía tener claro que aquel “Agente Reinsertor” le había descubierto, pero no entendía por qué no le detenía. Se acercaba su momento y sólo tenía una forma de poder escapar.
Sam tenía claro que él era mucho más ágil que cual­quier futurterrícola, incluso que cualquier “Agente Rein­sertor”. Tenía que entrar en el edificio de la IMF y descender por las escaleras, si es que las había, hasta el nivel 0. Una vez allí, salir al exterior y, asegurándose de haber dado esquinazo al agente, tomar un navebus hasta la avenida de las plataformas para tomar otro navebus hacia el “Valle del Sueño Real”. Estaba seguro que éste no era el paraíso que parecía ser.
Click. Su cinturón se soltó y se deslizó hasta su propio almacén. Había llegado el momento de echar a correr. No se decidía, y tuvo que ser el extrañado fruncir de ojos de la señora que tenía a su lado lo que le obligara a hacerlo. Corrió cercano a la velocidad de un desacelerado TEI y entró en el edificio. Una amplia recepción de impoluto blanco daba paso a una serie de interminables pasillos. Una joven futurterrícola de uniforme, también blanco, le echó el alto.
-¿Se ha perdido, agente? –le dijo ésta, con amables ondas.
-¡No! –respondió Sam-. Sólo tengo que descender al nivel inferior.
La mujer señaló hacia uno de los pasillos. Sam le dio las gracias con una sonrisa y corrió hacia el lugar indi­cado. Sam corría escaleras abajo, mientras observaba su alrededor. Las paredes eran grandes ventanales que dejaban pasar la luz; sin embargo, no permitían ver qué quedaba tras ellos. Eran enormes espejos deformes que obligaban a desviar la vista de ellos. Qué extraño era todo aquello. Desde el exterior, los edificios reflejaban los verdes campos y bosques que se extendían fuera de la ciudad, y, no obstante, desde su interior, donde esas mismas vistas debían ser reales, éstas estaban vetadas y prohibidas.
Un grupo de futurterrícolas de uniforme blanco que ondeaban entre ellos mientras descendían muy lenta­mente le cortaron el paso, impidiéndole continuar. Eso le permitió leer un cartel que había en una de las paredes: “Prohibido estatimentarse en todo el edificio”. Se dio cuenta que era cierto. Allí nadie se estatimentaba, sino que caminaban por su propio pie. Por cierto, todos lo hacían bastante mal. Es más, caminaban mejor los ancia­nos que los jóvenes. Ya se lo había dicho el anciano George. Su escasa fuerza mental les obligaba a ejerci­tarse, mientras que los jóvenes utilizaban el poder de su mente para todo. Un atronador timbre que casi le deja sordo le hizo volver atrás y tomar otro pasillo. Frente a él, separándose una de otra, se abrían dos puertas. Un ascensor, se dijo. Prácticamente iba vacío. Entró en él, obligando a sus ocupantes a mover sus posiciones. Otra vez el orden drimeriano. Un orden que para Sam estaba empezando a ser demasiado agobiante.
El ascensor cerró sus puertas y, sin ni siquiera un solo parpadeo, volvió a abrirlas. Sam creyó que éste no se había movido, que alguien iba a entrar, pero cuando varios de los ocupantes salieron, se dio cuanta que ya había descendido varias plantas. Otra vez se cerraron las puertas. Ahora parecía que descendía más niveles. Lo suficiente para permitir una larga conversación entre sus únicos dos acompañantes.
-¿Qué edad tiene? –le dijo un anciano al otro, con débiles ondas.
-Dentro de unos días cumplo 140 –ondeó el otro.
Sam quedó petrificado.
-Pues se conserva muy bien –volvió a ondear el primero-. ¿A qué se debe su visita? No me lo ondee. ¿Problemas con la estatimentación?
-Que va, que va, ya hace más de un mes que mi mente no me lo permite. Es que ayer noche no conseguí mover una silla para sentarme. Tuve que dejar las cosas y moverla con mis propias manos. Mi mente está perdiendo los poderes telequinésicos.
-Entiendo que esté preocupado. Lo mismo me sucedió a mí hace unos días, y miré, solucionado.
Las puertas del ascensor se abrieron otra vez. Nadie entraba ni salía, pero el ascensor permanecía quieto. Sam no sabía qué hacer, pues no había botones para pulsar. Estaba claro que éste respondía a una orden mental. Ondeó sus ondas para que continuara hasta la planta 0, pero no obedeció.
-Perdón –ondeó el más enfermo de ellos-. Si no salgo ustedes no pueden continuar.
Cierto. El hombre salió y el ascensor cerró sus puertas. Al momento volvió a abrirlas.
Era el turno del otro hombre. Sam se quedó pensativo. El ascensor seguía descendiendo. Cuanto más sanos, más abajo se les permite llegar, se dijo Sam, sin entender el porqué. Desde luego, la tecnología y la ciencia habían llegado lejos, ampliando considerablemente los años de vida. No tuvo tiempo para más. Había llegado al nivel 0. Esperó unos segundos y el ascensor no se movió. Tenía que salir. Esperaba haber perdido a su perseguidor.
Salió y aceleró el paso hacia la enorme puerta de salida. Unas ondas que venían de un lado le detuvieron.
-¡Alto! ¡Alto!
Eran unas ondas agradables, cariñosas, sensuales. Incluso creía haberlas recibido antes. Se volvió y se encontró con la misma chica de uniforme blanco que le había cortado el paso en la planta superior.
-Se quería marchar así, sin ondearme nada.
Sam no sabía qué ondear. Sólo la conocía por sus agradables ondas. Ondas que, eso sí, de haber estado en la Tierra bien merecían como mínimo una invitación a cenar.
-Debe estar usted muy bien para que le permitan salir por este nivel.
-Sam asintió. –Ya le dije que sólo tenía que bajar unos niveles. Una simple jaqueca que no me dejaba pensar.
Al captar aquellas ondas, la joven quedó paralizada. Antes, ¿cuándo? Si esa era la primera vez que ella le veía. O por lo menos esas eran las ondas que escapan de ella. Además, ¿Jaqueca? ¿Pensar? Qué extrañas palabras eran esas. ¿Cuál era su significado? Después de todo, la jaqueca podía ser algo del pasado terrícola, algo nunca conocido en Drimeros, una palabra carente de sentido y de significado, pero pensar. ¿Acaso los Drimerianos no pensaban; o es que sólo les estaba permitido hacerlo en ciertas ocasiones y ni siquiera eran conscientes de ello? Sam se olvidó de las dos mujeres que él hubiera jurado que eran la misma, una perfecta clonación, y salió al exterior sin que nadie más le detuviera. Sólo su propio asombro pudo hacerlo.

Si la avenida de las plataformas le había impactado, ahora se encontraba en otra mucho más impresionante. Frente a él, un cartel que se suspendía en el aire, justo en la imaginaria línea divisoria de la avenida, le situaba. “Avenida Central York”. Las plataformas se distribuían de forma diferente. En su lado, perdiéndose de vista en ambos sentidos, quedaban las plataformas de estatimen­tación y, frente a ellas, al otro lado de la avenida, las plataformas navebus. El andén de estatimento parecía un intermitente arco iris, pues los trajes de los estatimenta­dos representaban toda la gama del espectro cromático. Todos aparecían con su mirada al frente, pero sus TEI o “Tiempo de Estatimentación Intermedia” eran diferentes. Era lógico, ya que algunos destinos estaban más solicita­dos que otros y había que esperar más tiempo para llegar hasta él. Sam miraba a un lado y a otro, sin dar crédito a aquel nuevo mundo futuro en el que se estaba sumer­giendo. También había plataformas algunos niveles por encima. Estaban adosadas a los edificios, cuyas fachadas seguían reflejando los verdes campos del exterior.
Sam quería llegar al “Valle del Sueño Real”, pero no sabía dónde podía tomar el navebus adecuado. No le quedaba más remedio que arriesgarse y preguntar. Lo mejor era hacerlo con algún anciano. Era la forma de asegurarse de que no se trataba de un agente de la I.A.F. Se decidió al ver a uno que salía del mismo edificio que lo había hecho él.
-Perdone –ondeó Sam, deteniendo su paso-. Quiero ir al “Valle del Sueño Real”, pero…
-¡Ohhh! ¡El Valle…! –ondeó el anciano con ondas de añoranza-. Pero… No puede ir desde aquí. Primero tiene que llegar a la “Plaza del tiempo”. Allí… –el anciano, confuso, no tenía muy claro si señalar hacía la plataforma de estatimentación o a la plataforma navebus. Finalmente apuntó hacia las dos plataformas, pues éstas estaban una frente a la otra-. Allí encontrará el modo de llegar hasta la Plaza.
-Gracias –ondeó Sam, mientras tomaba la dirección que el anciano le había señalado. “Plaza del tiempo”, se dijo para sí. Algo le decía que todos aquellos nombres le eran conocidos. Eran nombres tomados de su Laguna York y que habían sido adaptados a la nueva ciudad.
Por fin, tras recorrer toda la avenida, cruzar por el final de ésta y volver atrás, llegó a la plataforma “nave­bus PT”. La había visto antes, desde el andén de estatimentación, pero había preferido no cruzar por medio de la avenida, pues nadie lo hacía y hacerlo podía haber llamado la atención de algún indeseado.
El navebus, semejante al que había tomado antes, tenía sus puertas abiertas y estaba esperando a que se llenase el cupo. Sam entró y se sentó en uno de los asientos más cercanos a la salida. Levantó sus brazos para que el cinturón de seguridad no se los inutilizara, pero éste permanecía oculto en su carcasa. Todavía quedaban asientos libres y el navebus no iba a despegar. Estudió las mentes de sus acompañantes y todo parecía normal. Ondeaban unos con otros, manteniendo una cuerda conversación mental. Las puertas se cerraron silenciosamente. Acababa de entrar un pequeño grupo de jóvenes que completaban las plazas. Al sentarse el último de ellos, ahora sí, los cinturones salieron como una exhalación aferrando al asiento a sus ocupantes. Sam volvió a estar hábil y liberó sus brazos.
La nave se elevó verticalmente hasta superar la altura de los edificios. Sam trató de calcular un nivel, pero le fue inútil, pues cuando la nave superó las azoteas, los edificios se volvieron invisibles desde aquella posición. Otra vez el misterio de lo irreal se hacía visible. Desde luego, aquello era nuevo y extraño para él, pero no para el resto de pasajeros, quienes otra vez perdían sus pensamientos en el invisible emisor que quedaba en lo alto del pasillo y que, de nuevo, les invitaba a visitar el “Valle del Sueño Real”. Él tenía claro que el incitante valle no era lo que parecía, y que si quería descubrir algo del misterio que dominaba aquel planeta de Drimeros tenía que llegar hasta él.
El navebus se desplazaba a una velocidad incalcula­ble, pues no había nada que sirviera de referencia. Los edificios habían desaparecido bajo un extraño manto semejante al que formaba la cúpula y que impedía ver lo que quedaba al otro lado. Pero no se trataba de ésta, no estaban volando por encima de ella. Las naves interpla­netarias sí lo hacían, pero las naves de transporte interur­bano nunca atravesaban esa barrera. Además, el viaje era más bien corto, pues ya estaban descendiendo. Sam se había percatado de ello porque, como navegante espacial que era, conocía a la perfección los vaivenes internos de su mente, vaivenes provocados por la inercia del movi­miento. Hay que joderse -se dijo a sí mismo con otros pensamientos-, ese maldito emisor les hace perder la noción del tiempo y este manto les desorienta espacial­mente. No hemos recorrido más que unas calles y ellos creerán que hemos atravesado un planeta.
Sam volvió su vista hacia abajo. El blanco manto se fue desintegrando permitiendo la visión de los edificios. Otra vez captó las ondas de sus acompañantes. Todos habían vuelto a la realidad. Los edificios cada vez queda­ban más cerca. El navebus descendía lentamente sobre lo que parecía una inmensa plaza circular. En el mismo centro se levantaba una gran estatua, y alrededor de ésta, dibujando un perfecto círculo y abriéndose en abanico, se encontraban las plataformas navebus. De la misma forma, ocupando el arco exterior de la plaza, se disponían las plataformas de estatimento, donde los colores de los trajes drimerianos aparecían y desaparecían a un ritmo frenético.
El navebus seguía descendiendo entre los colosales edificios. Las letras de colores y las pantallas tridimen­sionales invadían todas las fachadas. Aquí, el verde y falso reflejo de los prados exteriores se perdía por ciertos rincones ocultos y ajenos a la visión desde el centro de la plaza. Cuando llegaron al nivel 10, ahora Sam lo podía calcular con seguridad, el navebus se detuvo. Frente a ellos, a ambos lados, se detuvieron dos naves policiales de la I.A.F. Debía ser algo rutinario, pues nadie se inmutó lo más mínimo. Sam observó con disimulo las dos naves. Nada tenían que ver aquellos modernos modelos con los que él había visto en el almacén del Rey de Crocom y el más reciente; el que estaba en poder de la futurterrícola que había visto en los campos exteriores de la ciudad. La última tecnología siempre en función de los ejércitos. Eso era algo que no había cambiado ni iba a hacerlo nunca.
Las dos naves policiales reanudaron la marcha y se dirigieron hacía otro navebus que descendía por el otro extremo de la plaza y que se detuvo al ver su presencia. De allí se fueron en busca de otro navebus, y de éste a otro más. Sam lo observaba mientras su navebus seguía descendiendo hasta detenerse junto a su plataforma. Las puertas se abrieron y los cinturones se fueron soltando uno a uno. También uno a uno fueron saliendo todos los pasajeros. Cada uno tomaba la dirección de su plataforma destino. Sam esperó su turno y siguió al grupo de jóve­nes, pues por sus excitantes ondas había descubierto que compartían destino. Además sus bolsas de viaje les descubrían. Eran como un grupo de jóvenes que se iban de vacaciones.
La plataforma “navebus VSR”, que era como se conocía a la plataforma de embarque hacía el “Valle del Sueño Real”, Sam lo descubrió al llegar a ella, quedaba a ciento ochenta grados. Es decir, justo al otro lado de la plaza. Tuvieron que bordear la estatua y dejar atrás la mitad de las otras plataformas. Pasaron junto a tantas plataformas que Sam llegó a perder la cuenta. Ahora una cosa parecía clara: si multiplicaba ese número por dos, las mismas que hubiera visto de haber tomado el otro semicírculo, en aquella plaza se encontraban el mayor número de plataformas de toda la ciudad. Se hallaba en el punto de mayor tráfico humano y de naves de toda la ciudad. La “Plaza del tiempo” era un lugar de estatimen­tación intermedia obligatorio.
Mientras avanzaban, Sam se preguntaba por qué aquellos jóvenes no utilizaban la estatimentación para llegar hasta el Valle. Por qué utilizaban los navebuses. Sólo había una explicación. No desgastar su mente. Conservar toda la energía posible. Pero era extraño, pues en su camino se cruzaban con otros viajeros que hacían el sentido contrario. Todos parecían llegar felices, tan feli­ces que cuando se cruzaban con él, todos le mostraban una agradable sonrisa y le saludaban con un leve movi­miento de su cabeza. Qué agradable parecía aquella gente. Pero… ¿por qué todos los saludos iban para él? Nadie saludaba al grupo que él discretamente seguía. Ni tampoco a los que iban detrás suyo. ¿Acaso le confundían con alguien mundialmente conocido en aquella ciudad?
El cartel luminoso de la plataforma “navebus VSR” detuvo a todo el grupo. Parecía una plataforma mucho más grande que las demás. También el navebus lo era, al igual que la demanda de pasajeros. Así lo veía desde el final de la larga cola que esperaba para el embarque. Las puertas del navebus estaban cerradas. Eso le daba tiempo para observar con detalle a su alrededor. Comprobó que no existía plataforma de estatimento hacia el mismo destino. Para ir y venir de él había que hacerlo en un navebus. Eso le dejó pensativo, más cuando se dio cuenta que todos los pasajeros eran futurterrícolas jóvenes, que no había ningún anciano. El Valle no era un destino para mentes ancianas, aunque le había quedado claro que todas ellas guardaban buenos recuerdos y deseos de él.
Sobre el principio de la cola, junto a la plataforma de embarque, las pantallas de imagen tridimensionales seguían invitando a visitar el paradisíaco “Valle del Sueño Real”. Mostraban sus rincones más bellos, su exquisita gastronomía transgénica y, cómo no, las magní­ficas instalaciones de lo que en ellas llamaban “centros de sueños reales”. De ahí venía el nombre de ese lugar.
Todos los pasajeros hacían sus propios planes.
-Ahí tenemos que ir –ondeaba uno al resto de sus compañeros.
-Yo voy a estar todo el día soñando –contestaba otro.
Sam estaba ensimismado captando aquellas ondas. Se hallaba tan perplejo que no había caído en la cuenta que otros miembros del grupo le miraban fijamente. Cuando se percató de ello, todos le saludaron a la vez. Él, amablemente, les devolvió el saludo. Otra vez parecían estar confundiéndole.
-…Que sí, que es él –ondeaba uno de ellos con ondas emocionadas.
-…No puede ser –negaba otro.
Sam se estaba poniendo nervioso con aquel misterio, pero su nerviosismo aumentó cuando captó unas nuevas ondas.
-Ya abren las puertas…
-Sí. Ya las han abierto –añadió otro-. La I.A.F. está pidiendo los visados.
¿Cómo? ¿Visados? Se preguntó Sam. Desde luego el “Valle del Sueño Real” no era un destino cualquiera, pues era el único para el que se pedían visados. Cada vez tenía más claro que en aquel paraíso se escondía algo más. ¿Qué podía hacer? Si llegaba frente a los agentes de la I.A.F. estaba perdido.
-Tenéis los visados –preguntó una de las ondas de su grupo predecesor, alertando su atención.
-Sí –respondieron varios a la vez, mostrando sus visa­dos en medio de sus palmípedas manos.
Sam los vio y las vio claramente. Eran unas pequeñas placas redondas, una especie de monedas plateadas, que resaltaban entre aquellos dedos unidos entre sí.
-Yo la tengo en el bolsillo de mi traje –ondeó final­mente el joven que le precedía.
Los ojos de Sam se clavaron fijamente en el bolsillo del joven. Era cierto. En la oscuridad de éste, brillaba la forma del visado. Tenía que hacer algo. Ya no podía echarse atrás.
Poco a poco y uno a uno, los pasajeros iban embar­cando. Sam se encontraba cerca de los agentes de la I.A.F. y ya podía verlos con claridad. Se sorprendió, pues físicamente eran muy parecidos a los agentes de su “Twenty Twenty”. Las intermitentes letras de su brillante traje le permitía distinguirlos entre la multitud. Cuando el grupo que le precedía llegó al control, los agentes no se molestaron ni en pedirles el visado. Los dos primeros jóvenes obedecieron en silencio, y, sin ni siquiera mover sus brazos, hicieron volar sus visados hasta dejarlos suspendidos a la vista de los dos agentes.
-Nada de poderes mentales aquí –ondeó seriamente uno de los agentes.
Los brazos se extendieron y las dos manos cogieron sus respectivos visados. Los dos jóvenes tragaron saliva y esperaron la orden de poder embarcar. Un gesto de cabeza fue suficiente para que pudieran seguir. Ninguno más hizo ademán de sus poderes y todos extendieron su mano para mostrar su visado. Todos excepto el último del grupo, quien parecía haber perdido el suyo.
-¡Visado! –volvió a decir otra vez el agente, esta vez con ronca voz.
-Lo tenía…-comenzó diciendo con exculpatorias ondas el joven-. Se me habrá caído del…
El agente se acercó al joven y, apoyando su mano sobre el hombro de éste, se lo llevó a un lado. Hizo un gesto a su compañero, y con unas simples ondas de “sigue tú” le ordenó que continuara con el resto de pasa­jeros. Sam lo sentía por el joven, pero estaba convencido de que no había tenido otra alternativa. Ahora tenía que liberar su mente de toda posible onda de culpa, pues llegaba su turno. Se encontró frente a frente con el otro agente y, sin que éste le dijera nada, le extendió su mano para enseñarle el visado. Había juntado bien sus dedos para evitar que no descubriera que carecía de la mem­brana que los unía. El agente asintió al ver el visado, pero al levantar su vista hacia él se detuvo. Sam contuvo su respiración y sus ondas. No quería que éstas le traiciona­ran. Se miraron durante un breve segundo, lo justo para que el agente reaccionara dejando escapar una tímida sonrisa y lanzando un escaso giro de su cabeza que le permitía acceder al navebus. Sam suspiró como nunca antes lo había hecho. Acababa de burlar el primer control policial de la I.A.F. del futuro. Por lo menos el viaje sería tranquilo.
Sam ocupó uno de los asientos cercanos a las venta­nas. A través de una de éstas trató de ver al joven detenido, pero no consiguió verlo. Sólo pudo observar cómo el agente que lo había detenido regresaba solo a su puesto y cómo una de las lanzaderas policiales que sobrevolaban continuamente la plaza se elevaba desde el suelo. Siguió la nave con su mirada hasta perderla de vista. ¿A dónde llevarán a ese pobre chico? Se repetía una y otra vez. Inconscientemente levantó sus brazos, dejando vía libre al cinturón de seguridad. El motor del navebus ronroneó y éste comenzó a elevarse. La lanza­dera policial se acercó a ella. Sam podía verla frente a su ventana. Al momento, ésta se alejó y el navebus siguió ascendiendo. Los amigos del joven se miraban en silen­cio sin ondear nada. Ellos sabían que era mejor no hacerlo. Pero Sam no era uno de ellos. A él le preocupaba el destino de aquel joven. Si existía un visado de viaje, también tenía que haber un control de a quién pertenecía ese visado. Si la I.A.F. era justa comprobaría que real­mente el joven decía la verdad y le dejarían libre. Pero entonces, ¿quién había ocupado su lugar en la nave? ¿Sería un Insatisfecho o, realmente, el Insatisfecho era el joven a quien habían detenido? Eso no lo sabría hasta que llegara a su destino.
El navebus siguió elevándose hasta superar los edifi­cios, edificios que, otra vez, se volvieron invisibles bajo la extraña cortina. Como era de esperar, el insistente y cansino emisor comenzó la emisión de sus ondas publi­citarias, o incitativas, atrayendo y capturando la atención y mente de los pasajeros. ¿Para qué iba a ver presencia policial en los navebuses si el maldito emisor dejaba KO a todos los que quedaban cerca de su alcance? Otra vez imágenes del paradisíaco valle, el único lugar que parecía existir en Drimeros. Sam se estaba hartando de él. A decir verdad, se estaba hartando de todo. Él había robado el visado del joven y en ningún momento hubo la más mínima sospecha de ello. Era como si el robo o la maldad y la desconfianza no existieran. Nadie iba armado, ni siquiera los agentes de la I.A.F. Drimepolis parecía una ciudad de Ley, de Orden, de Obediencia. Nada malo sucedía en ella. Pero cuando eso es tan evidente es porque algo esconde, algo que él quería averiguar.


SIGUE EN PARTE 2