DRIMEROS I - EN TIERRAS DE CROCOM Cap. 1 a 5

Drimeros-En Tierras de Crocom
Al.Chust
1ª Edition
© 2003, Al.Chust


A Sonia y a Carlos, por su apoyo y ayuda,
y a Patxi, un viejo amigo,
un compañero de viajes
que prefirió iniciar solo su último trayecto
a un camino sin retorno,
a un lugar desconocido.
Y a Manuel,
algo más que un amigo,
que me descubrió la ciudad de Nueva York.


LIBRO 1º

“Donde se da cuenta de cómo Sam York viaja a través del espacio y del tiempo, de cómo llega a un desconocido planeta, y de cómo se convierte en Samcroc, ciudadano de Crocom”

I

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Corría el año 2020, y digo corría porque, de aquéllas, el tiempo era demasiado rápido. Los segundos, los minutos, las horas, los días, los meses, los años, los siglos, incluso, ahora, los milenios pasaban a gran velocidad. Sam York se había cambiado el nombre, igual que lo habían hecho todos los habitantes de Laguna York. Unas décadas atrás, al inicio del actual milenio, la gran ciudad de Nueva York se vino abajo. Un ataque terrorista hizo desplomarse las dos inmensas torres, que por aquel entonces no eran más que unos simples bloques de hierro y piedra, lo que provocó una cadena de derrumbes acabando con la ciudad. Sólo quedó en pie el gran río Hudson. Era como una laguna en medio de montañas de escombros. Allí, sobre la desolada laguna, se comenzó a levantar la nueva ciudad, la ciudad de Laguna York. Sam, a pesar de su verdadero nombre, Samuel, no creía en nada ni en nadie. Sólo dejaba que los días pasaran, quería que el “Twenty-Twenty”, que era como comúnmente se llamaba al año en la ciudad, acabara llevándose su propia vida. Era un acabado, un desecho. Él lo sabía, pero no le preocupaba lo más mínimo. Había dejado de preocuparse horas, días, meses atrás, cuando perdió lo único que amaba.
Sam era un camionero del espacio, un transportista espacial, que alquilaba su pequeña nave para viajes a las nuevas colonias que se extendían cada vez más. Cereales, agua, tabaco, papel, madera, titalinio, jade, whisky, medicinas, todo era válido para transportar, siempre que le pagaran y no le dieran problemas. Laguna York se había convertido en el gran puerto de despegue y aterrizaje de las naves que salían y llegaban del mundo exterior.
Laguna York era la zona privilegiada, el barrio residencial por excelencia. Los alrededores seguían siendo un caos de ruinas y escombros, pero eran el único lugar donde podían vivir los miles, millones de don nadies que habían sobrevivido a la catástrofe. Los que tuvieron suerte y se habían adaptado al futuro se instalaron en las nuevas torres de la laguna. Era una inmensa ciudad de altas torres que superaban en tres veces a sus progenitoras del Trade Center; sin embargo, eran inmunes, toda la nueva ciudad lo era. El gran magnate de la ciudad, el poderoso y odiado Rob York, o como él se hacía llamar, Robert Boss. Jr, había conseguido un escudo protector que hacía inútil cualquier ataque enemigo, aunque éstos, de momento, ya habían desistido. En la ciudad, las carreteras de asfalto habían dado paso a las autopistas interespaciales, que era como se denominaba a cada subnivel de los más de doscientos en que se había dividido el espacio aéreo dentro de la cúpula protectora. Los coches seguían teniendo ruedas, pero solo se utilizaban cuando algún valiente, o un estúpido, se atrevía a perderse fuera de la ciudad, estúpido porque salir podía significar no entrar. Dentro de ésta no las necesitaban, ya que la propulsión eléctrica los hacia deslizarse sobre el aire. Laguna York era una ciudad hermética, cerrada a los extranjeros, y nadie podía salir ni entrar sin pasar un exhaustivo control de seguridad: huellas dactilares, comprobamientos de retina, análisis de sangre, incluso control de ADN; no obstante, existían la emigración e inmigración ilegal. La agobiante hermeticidad provocaba un asfixiante calor que llevaba a algunos ciudadanos a escaparse temporalmente de la ciudad-burbuja. El contrabando también estaba extendido, a pesar de que éste podía llevar al destierro o a la muerte. En la ciudad no había sitio para ciudadanos no dignos de la gran urbe. Las drogas y los libros en otros idiomas o pertenecientes a otra fe eran el mayor delito, y la pornografía conllevaba a una muerte segura, no obstante la gran demanda y el elevado precio que se pagaba por ella, la convertían en la reina de los productos prohibidos.
Rob York tenía la ciudad a sus pies, todas las empresas y fábricas eran suyas o tenía parte de ellas. Ahora, su mente estaba puesta en el exterior, en el inmenso mar de estrellas que se extendía fuera de nuestro planeta. Por eso su empresa más ambiciosa era la I.A.F., Investigaciones Aerospaciales del Futuro.

Navegar o volar entre estas estrellas era la gran pasión de Sam. Pasaba poco tiempo en casa; es más, no tenía casa, tenía su nave, eso era suficiente. Cuando volaba, su cara se iluminaba con las brillantes luces puntiagudas. Para él no había nada como ese inmenso oscuro y violáceo espacio. Sólo la belleza de Hanna York, su mujer, era comparable con aquella maravilla que él conocía como nadie. Ella siempre le acompañaba, siempre, desde que hacia unos meses le había dado la alegría de que esperaba un hijo. Él le pidió que dejara su trabajo en la I.BQ.F., Investigaciones Bioquímicas del Futuro, otra de las empresas del potentado Rob, y se empeñó en que siempre estuviera a su lado. Estaban hechos el uno para el otro y, además, ella también amaba aquel espacio libre y solitario tanto como le amaba a él, por eso aceptó encantada.
Durante el viaje por la autopista de regreso de la colonia de Delfos, habían hecho el amor montones de veces y no se cansaban de hacerlo. Los dos se habían abandonado a los efectos de la lovina, un nuevo elixir del amor y del bienestar, una de las drogas que sólo los ricos podían poseer. Sam la tenía gracias al regalo de un amigo que se había encontrado en la colonia, y de la que se tenía que deshacer antes de llegar a los rigurosos controles aéreos de Laguna York. La lovina era la causante de que hubiera tanta pornografía en el mercado negro. La droga les había hecho abandonarse en el deseo y el amor y perder la razón del tiempo. Cuando se dieron cuenta, una voz, que se oyó a través de la radio interespacial, les pedía identificarse. Habían entrado en el espacio aéreo de Laguna York, o lo que era lo mismo, en el terrestre. Dejaron su juego amoroso para otro momento y comenzaron a vestirse; mientras, Sam contestaba a la voz controladora.
-Soy, Sam York, navegante interespacial número XX-2020-J –les dijo, mientras se ponía las botas y daba un último beso a Hanna.
Durante unos segundos se hizo el silencio. Los dos se miraron seguros de que no había problema. Aquello era una rutina que ya estaban hartos de hacer todos los días.
-¿Cuál es su procedencia y su cargamento? –preguntó nuevamente la voz.
-Venimos de la colonia de Delfos y traemos unas muestras de plantas y flores para el Instituto Botánico.
Nuevamente la nave se llenó de silencio, de un sucio silencio que dio mala espina a Sam. Aunque no llevara nada, las aduanas y controles siempre le ponían nervioso. Hanna, cogiéndole la mano, le animó para que no se preocupara, no tenían nada que ocultar y nada podía pasarles, o por lo menos eso creían ellos.
-¡Venimos! ¡Traemos…! ¿Viaja acompañado?
-Me acompaña mi mujer.
Resultaba extraño que un camionero espacial viajara acompañado, y más de una mujer. La gran mayoría eran hombres solitarios que preferían viajar solos para poder detenerse en alguna de las bases-clubes que se encontraban en las autopistas interespaciales.
-Detenga su nave y abra la puerta de su bodega –inquirió la, ahora, amenazante voz-. Si no lo hace, abriremos fuego.
Éste era el proceso habitual. Siempre que las patrullas aéreas hallaban una nave sospechosa, la inspeccionaban en pleno aire, nunca la dejaban descender hasta una base, y mucho menos adentrarse en el espacio ocupado por las autopistas interespaciales del interior de la cúpula. Tenían orden de hacerlo lejos de ésta, y si los ocupantes se resistían tenían permiso para abatirlos, a ellos y a la nave.
Sam obedeció y abrió la puerta de su bodega, no tenía nada que ocultar. Varios policías aéreos se deslizaron en su diminuta lanzadera, mientras sus compañeros vigilaban desde la gran nave de control.
En la bodega, cientos de cajas precintadas se amontonaban en pequeños grupos, pero todavía quedaba suficiente espacio para que los cuatro se movieran por ella. Los dos policías descendieron y se acercaron a Sam y Hanna. Sus modernas pistolas de ultrasonido láser podían dejar seco a cualquiera en un momento. Primero actuaba el inaudible pitido que paralizaba el cerebro y luego el mortífero rayo quemaba y abría brecha allí donde estuviera dirigido. Mientras uno les apuntaba, el otro comprobaba todas las cajas.
-¿Puedo? –dijo, señalando una de las cajas.
-Siempre que se haga cargo de los desperfectos –respondió Sam.
El policía se rió, era inútil lo que dijera Sam. Él tenía la orden de mirar el contenido de todas las cajas. Abrió una de las que le quedaban más cerca y no encontró nada más que unas pequeñas plantas azules y de extraña forma.
-Azulix lamperna –dijo para sí el controlador mientras veía la indiferente cara de Sam. Se acercó a otra de las cajas y rompió una de las tapas. Rápidamente retiró su mano. De uno de sus dedos brotaba un pequeño hilo de sangre.
-Rosa carnívora –se anticipó Hanna-. Le gusta que la traten con cuidado.
El policía no dijo nada, sólo se limitó a mirar intimidantemente a Hanna mientras se lamía su densa y roja sangre.
-No haga eso, el veneno podría extenderse –observó nuevamente Hanna-. Suerte que sólo ha sido un rasguño.
Las palabras de Hanna parecían ser suficientes para que el poli decidiera acabar con la búsqueda. Ya se retiraba hacía su embarcación cuando algo sobre el suelo llamó su atención. Unas gotas de un líquido, semejante al agua, resbalaban por el suelo de la bodega. Hanna y Sam también se miraron extrañados. El poli se agachó y untando su dedo en el pequeño chorro estancado se lo acercó a la nariz. Su cara se sobresaltó de repente, provocando que lo mismo sucediera con los demás. Tiró varias cajas al suelo y abrió la última. Unas pequeñas botellitas transparentes contenían el desconocido líquido. Sobre el cristal de éstas, grabadas en blanco, se podía leer.
-¡Lovina! –inquirió el policía, mirando hacia Sam-. Las cosas se le ponen feas, amigo.
-Desconocía que eso estuviera ahí –dijo Sam, exaltado ante la mirada de Hanna-. Me contrataron para un cargamento de plantas y flores. Alguien debió de meterlo, alguien relacionado con el Instituto Botánico.
-Yo no soy a quien debe convencer, guarde sus argumentos exculpatorios para el gran jefe.
El policía abrió otra de las cajas. Esta vez las pequeñas botellas contenían un líquido azul-verdoso. Sacó una de ellas y, mostrándoselas, les señaló las letras que se grababan sobre el delicado vidrio.
-La cosa se complica todavía más… ¿Sabe qué es esto? –dijo, levantando otra vez la botella turquesa.
Sam se limitó a mover la cabeza en una negativa. Quería no saber lo que era, pero, sin duda, sabía de qué se trataba. Todo el mundo había oído hablar del último boom en drogas. Era evidente que se trataba de drimina. Realmente, Sam y Hanna tenían un problema.
-¡Le aseguro que no tenemos nada que ver con esas botellas…! –gritó Sam, nervioso y viéndose perdido.
-Lo sé amigo, pero yo no puedo hacer otra cosa más que detenerle… -concluyó el policía mientras se acercaba a él-. Entréguenme sus tarjetas identificatorias.
-¿Por qué no llaman al Sr. Boss? Háblenle de mí, he trabajado junto a él durante varios años, me conoce y les dirá que estamos limpios.
-Lo siento, señorita. Las órdenes que recibo vienen directamente del propio Boss. Denme las tarjetas, no alarguemos más esta reunión.
-No las llevamos encima -dijo Sam-, están sobre el cuadro de mandos de la nave.
Los dos policías se miraron desconfiados, y la luz roja que indicaba el punto de impacto del rayo se dibujó en sus cuerpos.
-Está bien, ¡vamos a por ellas! –dijo el policía, dando la orden de comenzar a andar hacía la cabina de control.
Mientras avanzaban por el estrecho pasillo iluminado de neón verde, Sam miraba a su alrededor. A ambos lados, unas diminutas escotillas le mostraban el exterior, ese exterior misterioso y bello que él tanto amaba. Una estrella fugaz se cruzó en su camino. Su fuego rojo, azul y verde se reflejó en los ojos de Hanna simulando unas ardientes lágrimas que se desvanecían en aquel inmenso mar de oscuridad. No había ventanas, ni puertas, ni agujeros por donde escapar; tampoco quería hacerlo. Según avanzaban, el pasillo se iba apagando tras los dos policías. La cabina se sobre iluminó cuando Sam dijo “más luz”. Los puntos rojos de las armas láser no se despegaban de sus cuerpos, eran como un brillante tatuaje esculpido sobre sus espaldas. Al frente, un amplio parabrisas le permitía ver millones de estrellas que se asomaban fija y tintineantemente llenando de vida el infinito, a primera vista, desolado y muerto. Algunos metros, a un lado, recordándole su situación, estaba la nave de control policial. Sam se acercó a su asiento.
-Aquí está… tenga… -dijo, entregando su tarjeta al policía.
Los ojos de los policías se fueron en busca de Hanna, quien se movía junto a su silla, buscando su tarjeta.
-Creía haberla dejado aquí… -se excusó Hanna-. Se me habrá caído… -dijo, mirando a Sam, sabiendo que ella misma la había tirado antes, en esos locos momentos de desenfreno amoroso.
Todos se miraron.
-PP-2020-R, informe de la situación… -dijo una voz proveniente del receptor que el policía llevaba colgado sobre su pecho. Éste bajó ligeramente su arma para contestar. Hanna vio su identificación en una esquina de la cabina, en el suelo. Se agachó a por ella y se volvió bruscamente. Lo hizo de forma rápida, tan rápida que sus movimientos engañaron a los dos policías. En décimas de un cerrar de ojos, su cerebro se había paralizado, su tatuaje rojo había desaparecido y en su lugar se había abierto una cicatrizada herida. Olía a quemado y la carne todavía desprendía una espesa y delicada hebra de humo plateado. Éstas eran las consecuencias de un disparo de las modernas armas de ultrasonido láser.
Silencio.
Los ojos acuosos de Hanna se dilataban mientras su cuerpo perdía rigidez y fuerza. De su mano caía el arma fatídica que había hecho disparar al policía segundón, al acompañante, al novato. Caía tan lentamente que todavía sobró tiempo después de que Sam la tomara entre sus brazos. Por un momento, el tiempo parecía inmóvil; las lágrimas de Sam corrían mientras su cuerpo avanzaba lentamente, el gran policía recriminaba a su acompañante con voces mudas, las estrellas parecieron envejecer repentinamente apagando su luz, todo mientras la tarjeta flotaba en el aire de la cabina. Por fin llegó al suelo.
El tiempo había recobrado su habitual velocidad. El policía se había retirado a un lado. En ningún momento había dudado de Sam y, ahora, las cosas también se complicaban para él. El novato lloraba pidiendo perdón, pero era inútil, ya nada ni nadie podría devolverle a Sam lo único que le quedaba. Ya nada le importaba, porque a pesar de lo sucedido, él era culpable de tráfico de drogas, lo que como mínimo significaba que su licencia de camionero aerospacial le sería retirada. Otra vez se escuchó la voz proveniente de la nave de control, pero, esta vez, el gran poli no quiso contestar y apagó su radio. No quería ensuciar aquel frágil y débil silencio…

II

El cerebro de Sam estaba limpio y despejado. Sus pensamientos corrían y fluían felizmente, deteniéndose en cada uno de los órganos que lo formaban. Los jugos y las sustancias segregadas por éste saltaban alegremente como no lo hacían desde que era niño, en su anhelado New York. Hanna estaba allí, junto a él, en esa incómoda cama, que apretando uno de los botones del control de mando descendía de la pared de la nave. Estaba desnuda, dejándole ver sus voluminosas curvas. Las manos de Sam apretaban fuertemente sus pechos, firmes y puntiagudos como las estrellas que los vigilaban desde el otro lado de la escotilla superior. Su pelo, moreno y rizado, caía sobre la cara de Sam haciéndole soplar y resoplar, una y otra vez. Sus negros y brillantes ojos se cerraban, hasta que los dos alcanzaban el orgasmo, cuando nuevamente se abrían como si despertaran de un dulce sueño.
En ese momento, Sam se despertó. La felicidad invadía su cuerpo. Se miró, se vio y se sintió sucio, húmedo, pero le daba igual, lo sentía siempre que tenía el mismo sueño, ese sueño que le recordaba su última noche con Hanna.
Sam llevaba algunos meses en su casa, porque, ahora, ya tenía casa, una pequeña habitación en un sencillo motel situado en el subnivel 101, a mitad de camino entre los suburbios de la ciudad y las partes altas, residencias de los grandes ejecutivos y de las familias ricas. El alquiler no era cosa suya, él ya no estaba para eso, sino que éste corría por cuenta de la P.I., la Policía Interespacial; por supuesto, bajo mando del propio Boss. Dado que ellos mataron sin motivo a Hanna, le perdonaron su castigo. Ni le enviaron a la cárcel, un lugar horrible situado bajo el agua de la laguna, ni le desterraron fuera de la cúpula, pero le fue negada su licencia de navegante espacial. Además, como siempre que cometían un error, algo que solía ser bastante habitual, le hicieron adicto a la lovina y la drimina, drogas que la propia P.I. se encargada de suministrarle diariamente.
Las dos drogas se servían en unas diminutas ampollas-jeringa que con una milimétrica punta se inyectaba en cualquier parte del cuerpo. Cuanto más cerca de las venas y la sangre, antes y más fuerte era su efecto. Los más adictos se la inyectaban en la yugular o las venas femorales. Sam había llegado a tal extremo que lo hacia en su propio corazón.
La lovina era la primera de las drogas, la que más tiempo llevaba en el mercado, y nadie conocía de dónde se extraía o cómo se obtenía, nadie excepto Sam, que por lo menos sabía que en la colonia de Delfos existía un laboratorio clandestino. Por eso ellos querían mantener su silencio. Podían haberle matado, pero de momento no les interesaba. Los efectos de la lovina eran una mezcla afrodisiaco-alucinógena. Al poco tiempo de inyectársela, comienzan las ilusiones visuales, se pierde la noción del tiempo y del espacio, cosa que se agradece, y los objetos potencian su colorido. Este pequeño viaje dura muy poco y precede a un sentimiento de placer y bienestar acompañado de una erección incontrolada. Aquí la prostitución jugaba un papel importante, y siempre el precio de la cita incluía una dosis para la persona que ofrecía su cuerpo, fuera mujer u hombre, porque también existía la homosexualidad. Las ilusiones visuales pueden aflorar en distintos momentos, lo que permite imaginarse estar frente a quien se quiera; es decir, hacer realidad las fantasías sexuales. Su efecto dura varias horas, que van a menos cuanto más uso se haga de ella.
La drimina era una droga distinta, y sus creadores le otorgaron un color turquesa para diferenciarla rápidamente de la lovina. Su forma de envasarla y de inyección es similar. Aquí no hay episodios alucinatorios, sino que el sueño nos invade lentamente. Hay que saber tomarla, porque depende de nuestros pensamientos en el momento de la inyección para que luego nuestros sueños sean los deseados; es decir, si queremos soñar con ser un héroe militar, eso debemos pensar mientras nos pinchamos; si queremos ser navegantes espaciales, entonces debemos abandonar nuestros pensamientos entre naves y estrellas; si queremos soñar con una mujer a la que amamos o deseamos, tenemos que acercar nuestras intenciones hasta ella. La drimina es parecida a la heroína del pasado, poco a poco nos sumerge en un mundo de éxtasis que, y aquí está la diferencia, nos traslada hasta el sueño, sumergiéndonos en una falsa realidad llena de realismo. Otra diferencia con la lovina es que la duración de sus efectos no varía con la adicción, sino que siempre se mantiene en unas cinco horas dependiendo del organismo de quien la consume.
Normalmente, Sam prefería la drimina a la lovina, pero algunas veces que los cargamentos de ésta sufrían algún retraso no tenía más remedio que hacer uso de ella. Cuando sucedía esto, la propia P.I. llevaba la prostituta. Tenían su propio ejército. Lo llamaban así porque también trabajaban para ellos. Algunas veces los “prisioneros del amor”, como los designaba la P.I., tenían “errores de conducta”, es decir que incontrolablemente contaban parte de las misiones que les habían arrastrado hasta su situación. Éstas tenían que ser secretas, por lo que no se arriesgaban, todo debía quedar bajo control. Claro está que en sus ilusiones ópticas allí estaba Hanna.

Una pareja de jóvenes adolescentes se revuelca por la espesa y verde hierba del parque. El sol, manso y sereno, deja caer sus rayos delicadamente sobre el pequeño lago que arrastra sus débiles olas hasta la orilla. Los pájaros de colores oscuros y brillantes cantan alegremente, alejándonos del mundanal ruido de la gran urbe que intenta asomarse sobre la espesa nube de verdes y amarillos, sobre el vapor de vida. De vez en cuando, arrastrados por una suave y delicada brisa, se oyen los gritos que los patinadores dejan escapar en sus carreras. Los aviones y helicópteros sobrevuelan a la pareja que, continuando con sus besos, los ignoran. Se oye una gran explosión. La pareja vuelve a la vida. Una gran columna de humo se eleva sobre los árboles, sobre las torres de la ciudad. Se ponen en pie y echan a correr. Entre la gente, que deambula y grita, terminan separándose. ¡Es el final…! El final de la más frecuente pesadilla de Sam, de ese “residuo emocional”, fruto de un pensamiento indeseado, que ha sido recuperado involuntariamente de la memoria oculta y lejana. 
Cuando Sam se despertó bruscamente, su cuerpo era una esponja que derramaba sudor. Su respiración era fuerte y rápida. Se miró, siempre lo hacía, pero esta vez su sueño no había sido húmedo, excepto los litros de sudor que recorrían su cuerpo. Al recuperar la noción del tiempo y del espacio descubrió que no se encontraba en la habitación de su motel. El aire que respiraba no era el de siempre, sin lugar a duda, era más puro de lo normal. Eso le sugería estar en un subnivel elevado. Su cuerpo reposaba sobre un amplio sillón de cuero negro, y la habitación se extendía decenas de metros en todas las direcciones, nada que ver con su diminuto cuchitril del subnivel 101. Los suelos, de mármol oscuro, brillaban como las propias estrellas. La luz era muy tenue, y sobre una mesa forjada en titanio había un frutero repleto de todo tipo de frutas: manzanas, peras, uvas, plátanos, mangos, piñas, almendras… Sam se levantó y cogió una manzana. Una fuerte luz llegó hasta él y, tras un instante, nuevamente desapareció. Al fondo de la habitación, un amplio ventanal daba al exterior. Sam se acercó, era increíble, desde allí no se veía nada de la ciudad de Laguna York, pero en su lugar había una hermosa vista del espacio exterior. Sam quedó petrificado viendo la maravilla que se extendía ante él. Un cielo violáceo envolvía cientos, miles, millones de brillantes estrellas. Las naves espaciales surcaban aquel espacio, iluminando de vez en cuando su rostro.
-¿Lo echa de menos? –interrumpió una voz desde atrás.
Sam se volvió hacia el desconocido. No dijo nada y otra vez dirigió su mirada al exterior. Finalmente habló.
-¿En que subnivel estamos?
-En el 303.
-¿En el 303? –repitió Sam, sorprendido-. Por encima deben de quedar pocos subniveles.
-Se confunde, pero no anda lejos. Si se refiere a subniveles dentro de la cúpula protectora de Laguna York, no hay más, éste es el último; si hablamos de los subniveles que tenemos fuera, en el universo, lo desconozco, pero calculo que serán infinitos.
-Supongo que usted es el señor Boss, o debo decir Robert York –dijo Sam, frunciendo el ceño-. Creía que era usted mayor.
El señor Boss era un hombre de unos cincuenta años, de pelo canoso y bien vestido. Un impecable e impoluto traje negro, propio de un diseñador del año 2000, le hacía más delgado, y en su cara se podía ver el ansia de conocimiento y de poder.
-Dígame… ¿Cuál era su nombre? –preguntó el Sr. Boss, acercándose a la ventana.
-Sam se sorprendió-. ¿No lo sabe?
-Me refiero a su verdadero nombre, el que tenía en su “residuo emocional” –dijo Boss, mirándole fijamente y dejándole claro que allí dentro los sueños eran controlados por él mismo.
-¿Cómo consigue verlos? –preguntó Sam, exhaltado.
-Electromagnetismo… -respondió Boss-. Nuestros sueños y, sobre todo, nuestros “residuos emocionales” están saturados de energía, una energía que se desprende en forma de ondas electromagnéticas que un receptor capta y transmite a un monitor. Podemos ver lo que usted sueña.
-¡No…! ¡Pueden ver lo que todos soñamos!
-¡No! Todavía no hemos conseguido un receptor con suficiente alcance, éste no iría más allá de esta habitación –sonrió-, pero estamos cerca.
Los dos se miraron fijamente. Sam deseaba acabar con aquel despreciable ser que tenía delante.
-De todas formas, no ha hecho falta conectarlo –Sam le miró desconcertado-. Querido amigo, usted habla en sueños.
Silencio.
-Samuel Hofi –Sam rompió el silencio.
-¿Hofi? ¿de…? –preguntó Boss, sorprendido.
-Descendencia, solamente –aclaró Sam-. Yo no creo en nada –levantando la voz-, ni en nadie.
-Pero… Ella no… Su mujer… La chica del “residuo”.
Sam negó con la cabeza.
-¿Sus padres se lo permitían?
Sam calló.
-¡Ah…! Entiendo… Lo desconocían… -Boss comenzó a andar hacia el centro de la habitación-. Puede estar contento, su “residuo emocional” termina bien, después del desastre consiguió encontrarse con ella.
Sam se acercó a Boss. La furia había despertado en su interior.
-¡Sí…! Después de dieciocho años. Todo para que un mal nacido propiedad suya no controle su miedo y dispare su moderna e infalible arma.
-No se preocupe por ese desgraciado, ha sido enviado a los suburbios que están fuera de la cúpula.
Sam bajó su cabeza con desesperación. Miró fijamente a Boss.
-Usted los cría, los educa, los prepara, les enseña a ser desgraciados, y, luego, los envía al infierno por hacer lo que se les ha dicho que hagan. Es usted el ser más despreciable que he conocido, y, créame, he conocido muchos.
-Tenía que llegar –dijo Boss, acercándose nuevamente a la ventana-, todo imperio tiene su tiempo, tarde o temprano llega su fin.
-¡Y…, éste es su momento! –exclamó Sam, siguiendo los pasos de Boss.
-¿No lo cree así? Mire lo que hay ahí fuera –dijo Boss, señalando una de las naves que se perdía en el inmenso y deseado espacio exterior.
-¿Cuánto cree que durará su imperio?
-Confío en que mucho –respondió Boss, seguro de sí mismo-, y más con su ayuda.
Sam se rió. ¿Cree que voy a ayudar al hombre que arruinó mi vida?
-Vamos Sam, todavía no he arruinado su vida, aunque no tengo más que chasquear un dedo para hacerlo –respondió serio, Boss-. ¿Cree que le dejé vivo porque me daba lástima? Todavía queda pena y piedad en las partes bajas de la ciudad, pero a partir del nivel 250, que es donde comienzan las empresas y las relaciones de Boss, éstas no existen.
-¡Podría matarle aquí mismo! –dijo Sam, lleno de rabia.
-Usted no es ningún asesino, y si lo fuera, al menor grito mío de auxilio, este traje comenzaría a emitir un campo eléctrico que le convertiría en un pollo asado. ¡Mire…!   -dijo, señalando nuevamente hacia el exterior, mientras una luz sacudía sus caras-. ¿Cuánto tiempo lleva sin navegar?
-Tres meses.
Boss le miró sin decir nada.
-Tres… creo –repitió Sam, dudando de ello.
-¿Le gustaría volver a hacerlo? –dijo Boss, clavando sus serios y fríos ojos en los de Sam.
-¿Tengo opción?
-Dejemos el pasado para nuestros “residuos emocionales”. Deshagámonos del rencor, olvide lo sucedido y comience una nueva vida. Sabe que ahora no es nadie, ni nada, sólo un “prisionero del amor” que necesita estar todo el día colocado de drimina y lovina. –Sam le miraba confundido, sabía que Boss tenía razón-. Vuelva a hacer lo que más le gusta, navegar en ese desconocido firmamento -Boss señaló al exterior-, descubra nuevas estrellas, nuevos planetas… No se culpe de lo sucedido. Sé que lo está deseando. No se haga daño, y acepte mi oferta. Le estoy ofreciendo nacer otra vez. Hace unas horas estaba echado sobre su diminuta, sucia y horrible cama, sufriendo un “residuo psicoemocional”, seguramente el peor de todos, ahora le ofrezco la posibilidad de cambiar su destino, su desesperada y perdida estrella. ¡Ni siquiera sabe cómo ha llegado hasta aquí!
-¿Por qué yo? –preguntó Sam.
-Usted conoce como nadie nuestro sistema solar y nuestra galaxia, ha viajado cientos de veces por ella y se ha perdido otras tantas, pero siempre ha conseguido regresar a salvo.
Los dos se miraron fijamente.
Boss tenía razón, Sam era el mejor navegante espacial que había en Laguna York, y el propio Sam lo sabía. ¿Qué podía hacer? No tenía otra alternativa. No quería ser un “prisionero del amor”. Siempre había sentido compasión por ellos, los consideraba enfermos de la propia sociedad y no estaba dispuesto a seguir formando parte de ese colectivo. Tampoco podía hacer nada por Hanna, no le devolvería la vida, y ofrecer la suya a la muerte tampoco solucionaba nada. La otra vida, la vida del más allá, era algo impensable e inexistente en las ideas de Sam. Además, Hanna no se lo hubiera perdonado, ella hubiera deseado que aceptara la oferta que el despreciable Boss le hacía.
Sus miradas seguían fijas. Los pensamientos de Sam habían sido rápidos.
-Acepto su oferta, pero…, me será difícil salir de esto.
-Feliz-. No se preocupe, yo me encargo de todo.
-Sólo hay una condición –Boss esperaba ansioso-. Necesito que me dé una dirección.
Boss dejó escapar el aire que había acumulado en su interior.
-No será un problema. Lo estaba esperando.


-¡Identifíquese! –dijo una voz que sonaba metálica.
-Navegante interespacial XX-2020-J –contestó Sam desde su pequeña lanzadera.
Sam esperó respuesta; el silencio le trajo malos recuerdos.
-Esa licencia se denegó hace cuatro meses, permanezca en esa posición, vamos a enviar una lanzadera de control.
-Lo siento –dijo Sam, sorprendido porque creía que sólo habían pasado tres meses-, pruebe con la licencia BB-2020-SS, me la han entregado hoy mismo.
Otra vez se hizo el incómodo silencio.
-Licencia aceptada Sr. York –contestó la voz-, bienvenido al subnivel 300. ¿Necesita ayuda, Sr. York?
-Sí… -Sam sacó una tarjeta de plástico de su bolsillo y comenzó a leer en ella-. La… York Avenue… O… 210 B
-Sí, eso está en el ala oeste, la avenida York, en el número diez, de la segunda cuadra, tiene que subir un sub-subnivel. Queda justo al otro lado, bordeando todo el complejo. Si quiere le mando una nave guía.
-No gracias, creo que llegaré –terminó diciendo Sam.
-Bien, como desee, señor York –concluyó la voz que seguía sonando a metal.
La lanzadera de Sam salió como un disparo hacia el complejo de viviendas de lujo que ocupaban el subnivel 300. El fuego rojo que desprendía su propulsión iba dejando una estela que poco a poco se desvanecía en el aire puro y limpio de las alturas.
Una moderna y elegante lanzadera de barrio rico se cruzó con la vieja y destartalada nave de Sam, dejando impactar su potente hiper-xenón en la cara de éste. Sus ojos se entornaron, esquivando sus cegadores hiper-rayos. Tras unos segundos, la potente luz se volvió ciega. La cara de Sam mostraba nerviosismo e inseguridad, no por el trabajo que Boss le había ofrecido, sino por el motivo de su actual destino. Él nunca había conocido a la familia de Hanna, ni siquiera cuando eran niños, y  mucho menos desde que Hanna se había ido de casa para irse con él. Los padres de Hanna se lo habían prohibido, y desde su muerte el nombre de Sam era impronunciable en su casa. Después de perderla y de darla por muerta, Sam la encontró en uno de sus viajes como transportista a un laboratorio de la I.BQ.F. Ella dejó su trabajo y se olvidó de la acaudalada vida del subnivel 300 para vivir con él. Ahora Sam quería visitar su tumba, pero desconocía dónde se encontraba ésta. Cuando le retiraron la licencia de navegante, él no pudo visitarla, es más, ni siquiera podía salir de su subnivel 101.
El ala oeste era el ala de los más potentados, de los altos ejecutivos de las empresas de Boss; de los representantes del gobierno; de los diplomáticos de otros países, de los grandes narcotraficantes; de los turistas millonarios; y, cómo no, de los antiguos magnates del petróleo, los que vendieron a tiempo, antes que el valor de éste cayera por los desolados suelos. Éste último era el caso del padre de Hanna.
El jade y el titanio eran los dos materiales reinantes en las calles. Las lanzaderas de lujo esperaban suspendidas en el aire a las puertas de las casas. De algunas de las naves escapaba una vieja música psicodélica de fluido rosa del pasado siglo, mientras, en su interior las parejas de jóvenes, ocultas tras los oscuros cristales, se abandonaban a los efectos de la lovina. Los anticuados semáforos terrestres se habían convertido en infinitas líneas de neón multicolor que indicaban la dirección a seguir. Los árboles, suspendidos igual que las lanzaderas, inundaban las avenidas, absorbiendo los poderosos rayos del sol.

Una deslumbrante puerta de titanio se abrió. A los pocos segundos, llegó una mujer. No se le veía la cara, ya que ésta estaba oculta tras una delicado y suave velo negro, sólo los ojos escapaban de la distante y protectora piel de seda.
-¿Qué hace usted aquí? –dijo tímidamente la mujer-. ¡No debería haber venido!
-Lo siento –dijo Sam, ofreciendo su corazón-,  necesito dejar limpia mi conciencia. Salgo en una misión y no sé cuándo volveré.
La mujer se acercó a Sam y, cogiéndole del brazo, le empujó hacia el interior de su casa.
-¡Rápido, entre y calle…! Tiene suerte que mi marido no está en casa.
Los dos entraron en un extenso salón. Era el salón más amplio que Sam había visto nunca, y los techos, altísimos, incluso podrían volar varias lanzaderas a la vez. Sobre la pared, proyectado sin saber de donde, se veían los números de un reloj digital: “19 45”. Sam miró el suyo: “11 45”. Las horas no coincidían. Se extrañó. Acababa de despertar de uno de sus profundos sueños y estaba algo desorientado; esa misma tarde, a las 20 00 horas, comenzaba su nueva misión.
-Es la hora de nuestro país, en Oriente –dijo la mujer-. ¡Hora Laguna York! –prosiguió alzando la voz.
Los dígitos dibujados sobre la pared cambiaron automáticamente apareciendo la actual hora de la Laguna. Sam se quedó más tranquilo.
-¿Qué quiere? Sabe que no es bien recibido en esta casa.
-Necesito verla. Usted sabe que ella lo era todo para mí, y sé que de haber sido por usted, nuestra relación hubiera sido distinta, pero su marido es un fanático y nunca me ha aceptado.
Los ojos de la mujer se hicieron débiles y las lágrimas ablandaron el kohl, que los perfilaba, tiñendo su rostro del mismo color que su, ahora, desfallecido y desamparado caparazón.
-¡Prométame que sólo la visitará una vez! –dijo la mujer, conteniendo su llanto.
Sam lo pensó. Veía la debilidad en la mujer que tenía frente a él.
-Se lo prometo. Cuando salga por esa puerta no me volverá a ver.
La mujer se acercó a un pequeño arcón de piedra y sacó una cadena que había en un cajón.
-Tiene que volver al otra ala, al este, nuestro cementerio queda en aquel lado, junto al control de entrada a este subnivel, pero no puede ir así…
La mujer salió del salón y tras unos segundos regresó con una gabardina.
-¡Tome! –le entregó la gabardina-. La necesitará en el cementerio. Los cuerpos están al aire, expuestos a una continua lluvia de alcohol y formol que los mantiene en perfecto estado. Y hágame otro favor…
-Usted dirá –dijo Sam, amablemente.
-Póngale está cadena sobre su pecho, la protegerá del mal… Ahora váyase, no quiero que mi marido le encuentre aquí…
Sam comenzó a salir, pero se detuvo.
-Pero… ¿Por qué no lo ha hecho usted?
-No pregunte, por favor, y hágalo.
Sam obedeció a la mujer y salió sin decir nada más.
La mujer volvió a mirar el reloj y casi sin voz dijo:
-¡Hogar!
Otra vez cambiaron los dígitos a la hora de Oriente.

Una extensa y fina cortina de lluvia verde se abría sobre el deslumbrante cielo. La mezcla de alcohol y formol era iluminada por lámparas de argón, lo que le hacía tomar el color verdoso. Tanto el incesante goteo como los inextinguibles haces electromagnéticos parecían surgir de la nada, de una misteriosa e invisible fuente. Algunas naves permanecían detenidas junto al límite de la cortina embalsamadora. Desde lejos, los cadáveres parecían estar suspendidos en el aire, como si de satélites o planetas perfectamente alineados se tratara. No existían puertas de entrada, ni de salida, cualquier pasillo conducía hasta los cuerpos que, en posición semi-inclinada, se orientaban al este. Sam, oculto bajo la gabardina que lo protegía de la lluvia, también había tomado el pasillo este que rodeaba el cuerpo de Hanna. El sol se había hecho débil, todo el cementerio era un campo sombreado. Se arrodilló en el semitransparente suelo de delgadísimas láminas de jade. Él, triste, la miraba con lágrimas en su rostro y ella, con sus oscuros ojos cerrados, parecía devolverle la mirada. Su cuerpo parecía desnudo, sólo una delicada túnica blanca y permeable la cubría, permitiendo que su cuerpo absorbiera el purificante líquido. Las débiles corrientes que conseguían atravesar las invisibles puertas del sagrado recinto habían enredado su largo pelo negro. Sam lo desenredó y dejó que, otra vez, cayera libre.

En la plataforma de lanzamiento, el espacio se había sumergido en una densa nube de humo rojo. Los motores de la nave estaban encendidos manteniéndose calientes hasta el momento del despegue. Los operarios, protegidos por sus máscaras de oxigeno, corrían de un lado para otro ultimando las recientes instrucciones de Sam. Un pequeño grupo de tres hombres se despidió de sus familias y entró en la nave, iban a ser sus compañeros de viaje. En la cercana bóveda, las estrellas parecían brillar con más fuerza que nunca, parecían llamarle, parecían quererle, parecían necesitarle o por lo menos eso parecía suceder en la mente de Sam, quien, engullido en su nuevo y reluciente traje espacial, dirigía su emocionada mirada hacía ellas. Sam miró el reloj que se iluminaba en el panel de mandos; eran las 19 58, había llegado el momento de volver a perderse, de olvidar el subnivel 101, pero sobre todo, y las letras bordadas en los puños y el pecho: “I.A.F.” se lo recordaban, de perder de vista a Boss, quien, una vez más, le observaba desde su habitación. Éste levantó su mano deseándole buena suerte y Sam le devolvió el saludo, o el despido como prefería pensar él.
Los motores gritaron con más fuerza, el humo dobló su densidad y su volumen, Sam volvió a mirar hacía la habitación de Boss, pero la espesa niebla se lo prohibía, ya no había nadie a quien dirigir un último “adiós”; quizá en otro sitio hubiera alguien para decirle un primer “hola”. Las 20 00; Sam deslizó suavemente la palanca que tenía junto a él y la nave comenzó a elevarse hacia las estrellas. Al momento, la cúpula protectora se abrió, dejando salir a la nave, luego, otra vez, se cerró. A un lado, en la colonia lunar, el brillo plateado de antaño se había convertido en un rojo halógeno, y las naves que la recorrían de una ciudad a otra parecían diminutas luciérnagas que se movían lentamente por la parte oscura de su cara oculta. Si mantenían el rumbo marcado, pasarían cerca de Marte, pero antes entrarían en el espacio aéreo de Delfos. No obstante, para eso quedaban unos días.

III

La órbita lunar había quedado atrás, y con ella las buenas condiciones de la alta atmósfera terrestre. La fina y transparente lluvia, propia de la autopista interespacial que conducía a Marte, bañaba la cubierta de la nave desde hacía algunas noches. El caótico tráfico de las aeroautopistas terrestres se había vuelto mudo, vago, aburrido, solitario, y, cómo no, bello. No había sido así años atrás, cuando las macrocolonias de Marte y Urano estaban en pleno funcionamiento, entonces los buses-nave espaciales navegaban abarrotados de buscadores de fortuna; míseros, desafortunados y hambrientos hombres, casi siempre reclutados fuera de la cúpula de Laguna York, que se trasladaban a los nuevos planetas en busca de fortuna, y que para pagar las deudas de sus billetes, terminaban con sus vidas en las minas de titanio y jade. Ahora era raro cruzarse con otra nave que hiciera el recorrido contrario, o que surcara el espacio en nuestra misma dirección, sólo alguna pequeña nave de transporte se acercaba hasta la única base-colonia existente en esta aeroautopista, la colonia de Delfos. Cuando, algunas veces, dejaba de caer el manto húmedo, los residuos y el polvo espacial que contaminaban el conocido cosmos de la Vía Láctea desaparecían hasta que nuevas corrientes arrastraban una nueva basura. Durante esos inmaculados espacios, la perfección cósmica obligaba a contemplarla, a disfrutarla, a amarla.
En eso pasaba su tiempo Sam, en observarla, en saborearla, en adorarla. Desde su asiento de mandos, y ya libre del agobiante traje espacial, Sam perdía su vista y sus pensamientos en las estrellas que, una tras otra, pasaban y quedaban a un lado. La diferencia de sus lejanas formas y la variedad colorimétrica de las nebulosas que las rodeaban, hacía de cada una de ellas una visión única e irrepetible. Las había animadas, con forma de águila, de cigüeña, de lobo, de ballena, de toro, de escorpión, de delfín, de león, de puma, de serpiente, y un sin fin más; pero también inanimadas, semejantes a una montaña nevada, a un mar azul celeste, a un río verde selvático o a un puro oasis sahariano. Cuando el aire exterior lo permitía, Sam conectaba los micrófonos exteriores y el mudo silencio del infinito exterior inundaba la cabina. Unas breves y frágiles brisas hacían sonar las sensibles cuerdas vocales del universo. Cuando estas brisas se convertían en tempestades, Sam conectaba su canal preferido del hilo musical. No sólo era su favorito, sino que era casi el único que escuchaba de los diez de que disponía, una y otra vez, día tras día. Un canal de clásicos románticos: “Tristán e Isolda”, de Wagner; “Las cuatro últimas canciones”, de Strauss; “Noche transfigurada”, de Schoenberg; “Orfeo y Eurídice”, de Gluck, “La condenación de Fausto”, de Berlioz; y sus tres preferidos: “El concierto Nº 2”, de Rachmaninov, “Las tres Gymnopédies” de Satie, y “Las variaciones Goldberg”, de Bach, interpretadas por Glenn Gould. Todos ellos, autores anteriores al gran desastre, componían su selecto menú musical.
En el Universo, fuera de la eclipsión de cualquier planeta, los días eran ilimitados y las noches no existían. Según tomábamos la aeroautopista de Marte, en sentido centrífugo, es decir, en dirección al nuevo planeta, ya abandonado, la fuerza del sol decaía y el frío se iba haciendo más intenso. Sucedía lo mismo si tomábamos las otras grandes aeroautopistas, la más larga de todas, la que conducía a los planetas de Neptuno y Plutón, y la más corta, la que nos llevaba hasta Júpiter y Saturno. En el otro caso se encontraba la única aeroautopista en desuso y de sentido centrípeto, la de los planetas muertos de Venus y Mercurio. Allí, debido al gran calor reinante, no existía la vida animal, lo que conllevó a que estos planetas fueran los únicos libres de la colonización terrestre. Cuando se iba a viajar a uno de los planetas colonizados había que elegir muy bien el momento de hacerlo, y era importantísimo buscar el punto en el que éste y la Tierra se encontraban cercanos en sus movimientos de revolución sobre el sol. Cuanto más cercanos, el tiempo de viaje disminuía considerablemente. Eso marcaba la dirección de las aeroautopistas.
La expedición de Sam había coincidido con el invierno terrestre, lo que también significaba que era temporada de frío y lluvias espaciales en todo su itinerario. Cuando, tras varias semanas, la nave se acercó a la colonia-base de Delfos, las nubes espaciales la cubrían por completo, sumergiéndola en un denso abismo de impenetrable acceso. El sucio sonido cósmico que recogían los micrófonos exteriores obligaba a no conectarlos y la comunicación con la base resultaba imposible. Sam lo agradeció enormemente, ya que él, al contrario que sus acompañantes, no tenía ningún interés en visitar la colonia. A él no se le había perdido nada allí, y ni siquiera su amigo se encontraba en la base, pero los científicos que iban con él, pensaban de otra forma, querían aprovechar su exilio doméstico para pasarse por alguno de los ilegales y archiconocidos clubes de lujo del amor, embriagarse ferozmente de lovina y descargar su adrenalina con alguna de las prostitutas que se entregaban a todo, todo, por un módico precio. Delfos era algo así como un paraíso sexual. Dada la densidad de la nube, la experiencia de Sam le dijo que en varios días no podrían aterrizar, lo que inevitablemente retrasaría demasiado la expedición. Los científicos no estaban de acuerdo en continuar viaje, pero las órdenes de Boss eran inviolables. Por una vez, Sam agradeció las órdenes del jefe supremo, lo que contribuyó a que su relación con sus compañeros de viaje fuera todavía más desastrosa. Hablaban lo justo, comían separados, ellos siempre estaban estudiando en su reservado y Sam no se levantaba de su sillón de mando excepto para hacer sus necesidades. Ellos buscaban esa antisociabilidad y Sam no hacía nada por evitarla, no se fiaba de alguien tan cercano a Boss, él se limitaba a hacer su trabajo, pilotar la nave.
Que Sam no tuviera interés en los clubes del amor de Delfos no quería decir que él no diera rienda suelta a sus fantasías sexuales. Todo lo contrario, lo hacía. Estaba intentando dejar la lovina y la drimina, pero este desenganche debía ser lento. Ahora limitaba sus viajes psicosexuales a una toma por día. El propio Boss se había encargado de proporcionarle las ampollas de drimina necesarias para el viaje de ida y vuelta. Además tenía que asegurarse antes de ceder al sueño, debía hacerlo en un campo abierto, sin posibles choques con meteoritos, ni con bruscos vaivenes producidos por una fuerte tormenta eléctrica. Naturalmente, Hanna seguía en sus sueños y sus últimos pensamientos, antes de pincharse, siempre eran para ella.

La mente de Sam estaba confusa. Los recuerdos de una loca noche de amor con Hanna se intercalaban con la última conversación que había mantenido con Boss. Los diálogos de unos y otros se entremezclaban, provocando en su cerebro lo que comúnmente se conocía como un “residuo psicoemocional”, donde algo agradable produce cierta psicosis debido a indeseadas interferencias.
-¡Bésame! –le decía Hanna.
Sam obedecía encantado, y al separar sus labios y abrir sus ojos, era el rostro de Boss el que estaba junto a él. Sam le empujaba, pero ella no entendía su actitud.
-¡Quiero que me traigas muestras de ese planeta! –decía ella en su mente.

Sam no conseguía entender su sueño. Sus pensamientos y sus imágenes iban de un lado a otro dentro de su mente.
-¡Nadie conoce su existencia…! Pero… ¡Bésame otra vez…! Hasta el momento sólo es gas… ¡Bésame…! ¡Bésame…!
Sam la besaba con todas sus fuerzas, pero ahora era ella quien se alejaba de él…
-¿Por qué huyes de mí? –le preguntaba Sam, preocupado.
-¡No huyo…! ¡Quiero muestras…! ¡Debemos ser los primeros…!
-¡Házmelo…! ¡Más allá de la órbita de Plutón…! ¡Sigue…! ¡Sigue…! ¡Atravesando el límite de la aeroautopista de Marte…!
Sam apretaba su cuerpo contra el de Hanna. Boss trataba de separarlos.
-¡Aparta de aquí, desgraciado! –gritaba la mente de Sam.
-¡No…! ¡No…! Es extraño… ¡Un planeta…! ¡Distancia…! ¡Tómame…! ¡Tómame…! ¿Gas…? ¡Ahora…! ¡Ahora…!

Su mente no conseguía concentrarse en su acto amoroso, sus fuertes excitaciones eran bruscamente demolidas por las interferencias de Boss. Quería terminar su sueño a gusto, lo necesitaba, quería sentirse sucio, húmedo, pero, como sucedía con todos los “residuos psicoemocionales”, no lo consiguió, sino que se despertó violentamente, enfadado y sí, húmedo, pero de rabia y sudor.
El “residuo psicoemocional” había dejado huella en la mente de Sam, llevaba semanas sin poder salir de la misma pesadilla, incluso se había convertido en un pensamiento constante y real. Su miedo había llegado a tal extremo que algunos días había decido no inyectarse. Estaba desesperado y de mal humor. Hubiera dado su vida a cambio de una dosis de lovina y una mujer a quien convertir en Hanna, pero eso, en el perdido espacio, a unos días de llegar a la desolada colonia de Marte, resultaba imposible. Además, Marte, significaba llegar al punto final de la aeroautopista, al límite de lo conocido. Nadie había ido más allá. Sam deseaba adentrarse en ese inexplorado mar estelar, pero tenía sus prejuicios. Estaba claro que allí no habría ninguna otra nave. Si se perdían, dependerían de ellos mismos, nadie les iba a encontrar, nadie les iba a rescatar. Sam había ido más lejos, mucho más lejos, conocía todos los planetas, desde el ardiente Mercurio hasta el helado Plutón, pero cada uno de éstos tenía su propia aeroautopista, que quedaba en otra dirección y, lo que era lo mismo, en otra estación climatológica. Por ejemplo, Plutón, el más lejano, el último de nuestro Sistema Solar, el viaje siempre, durante muchos años, se realizaba en verano, cuando, tras el viaje de acercamiento, los dos planetas se encontraban más cercanos.

El dulce martilleo del piano de Glen Gould acompañaba los oídos de los cuatro ocupantes de la nave. Ahora estaban todos juntos en la cabina. Sus ojos y sus manos parecían extenderse para alcanzar Fobos, el más grande y más cercano de los dos satélites, o lunas, de Marte. Sus profundos cráteres se hundían hacía su interior, provocando misteriosos y oscuros abismos. Tras atravesar un negro nubarrón de polvo, apareció Marte. Desde lo alto de su atmósfera la visión era clara. Un tono rojizo dominaba todo el planeta, y una muestra de su aire señaló un alto contenido en CO2, lo que significaba que su enrarecido aire no había cambiado tras su abandono. Lo primero que vieron Sam y sus acompañantes fue la cordillera de Tharsis, y en su punto norte el monte Olimpus, cuya altitud era de veintisiete kilómetros de altura, casi veinte más que el Everest terrestre. Era sabido que el Olimpus marciano era el más alto de nuestro Sistema Solar.
Las órdenes de Boss no permitían detenerse en Marte, pero no decían nada de descender hasta su atmósfera y poder contemplar los desastres que los terrícolas y, concretamente, sus compañías, habían llevado a cabo. Las grandes llanuras y las bajas montañas estaban repletas de pequeñas ruinas de casas y chabolas de madera. La rojiza tierra compartía color con el ladrillo que levantaba las casas semiderruidas por los fuertes vientos que asolaban el planeta. Viejas y destartaladas máquinas excavadoras habían sido abandonadas junto a las puertas de las minas. La escasa vegetación que subsistía había sido cortada para apuntalar los túneles. Las bellas montañas ahora eran canteras agujereadas de forma rectangular gracias a los explosivos terrestres. No se veía un solo río, ni lago, ni embalse, ni mar, ni una sola gota de agua, ni siquiera el hielo que antaño cubría sus casquetes polares. El único líquido existente era el derramado petróleo de los oxidados y perforados barriles de elaboración terrestre. El titanio y el jade fueron los causantes de la colonización marciana. El aire enrarecido del planeta no era un aliciente para vivir, pero la alta demanda del duro metal y de la rojiza piedra marciana, lo convirtieron en una colonia de obligada explotación.
El frió exterior llegó hasta Sam y le hizo sentir rabia y pena por aquel planeta que, no muchos años atrás, él había conocido con algo de vida y en el que ahora, tras el paso terrícola, no quedaba nada. No quiso ver más, ya había tenido suficiente, no quería seguir viendo cómo sus acompañantes disfrutaban glorificándose por la conquista de las grandes riquezas que habían encontrado en el devastado Marte. Lo mismo había sucedido en el resto de los planetas: en Urano, en Júpiter, en Saturno, y seguramente lo mismo sucedería en los que se descubrieran en el futuro.
Sam ocupó su sillón de mando y reactivando los motores de la nave la impulsó hacía la aduana interespacial que marcaba el final de la aeroautopista. Una nueva preocupación se había asentado en su cabeza. ¿Sería él como los hombres que le acompañaban? ¿Era él como el propio Boss? Tenía claro que no era como él, pero entonces ¿por qué estaba allí? ¿Por qué buscaba un nuevo planeta? ¿Realmente quería encontrarlo? ¿Para qué?, ¿O sólo quería volver a nacer y perderse en su verdadero hogar, el gran Cosmos? Las intensas luces rojas que flotaban en el espacio indicaban el final de la pista espacial. Un gran cartel de neones decía que adentrarse más allá era sumergirse en lo desconocido, que traspasar esa barrera podía significar tener que enfrentarse con fuerzas extrañas y ocultas, con fuertes tormentas eléctricas, con agujeros sin retorno o, curiosamente, con extrañas razas marcianas. Sin embargo, a los tres acompañantes de Sam aquella advertencia no parecía preocuparles lo más mínimo. Esa tranquilidad le dio qué pensar. Seguramente, de aquellos peligros no existía ninguno, y sólo se trataba de ocultar y mantener lejos a posibles curiosos. El miedo también era una táctica habitual en Laguna York. Estaba claro que sus acompañantes sabían algo que él desconocía.

El cruce con las desiertas órbitas de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno había quedado atrás. Ni siquiera quedaban estelas de su paso. Júpiter hacía unos años que había pasado por allí, a Saturno le quedaban más de diez para hacerlo, y mientras que Urano tardaría más de cincuenta, Neptuno se demoraría más de cien en llegar a la inexistente intersección con la imaginaria, ahora real, continuación de la aeroautopista de Marte. Durante estos últimos diez meses, el paisaje espacial era semejante al que se habían encontrado antes de sobrepasar el confín de la subyugación estelar: infinidad de estrellas, coloridas nebulosas, lluvias y vientos espaciales, tormentas eléctricas… La única diferencia fue el gran número de pequeños asteroides que tuvieron que esquivar en el espacio comprendido entre las órbitas de Marte y Júpiter. Por lo demás, aquel desconocido y temido espacio no era nada más que un abandonado, inactivo e intrascendente bello mar de estrellas.
 Los cuatro tripulantes de la nave ya mostraban un aspecto de cansancio y dejadez, sobre todo Sam. La barba había poblado su rostro, y el pelo largo empezaba a caer por su espalda. Los demás se cuidaban más, incluso comenzaron a mimar su conducta con él. Continuamente abandonaban su habitación y pasaban más tiempo en la cabina de mandos. La conversación, inexistente hasta entonces, pasó a formar parte de sus vidas. El largo tiempo y el abandono lo cambia todo, pensaba Sam. Tenía que dar una oportunidad a aquellos hombres, y lo más importante, tenía que darse una oportunidad a sí mismo. Nadie puede aguantar tanto tiempo encerrado en sus pensamientos: después de todo, ellos eran tres y él estaba solo. Incluso, por primera vez, dejaron ver sus intimidades.
-¿Tienes familia? –preguntó Jim a Sam, quien volvió su vista hacía él en silencio-. ¡Oh…!  Perdona, lo había olvidado.
-Dime Jim, ¿cuál es tu misión aquí? –le devolvió la pregunta Sam.
-¿A qué te refieres? –preguntó éste, algo confuso, respondiendo a su pregunta.
-Tu función, tu cargo. Ellos –dijo Sam, señalando hacia los otros dos acompañantes que se encontraban en su habitación- tienen un cometido, estudiar las posibles muestras que encontremos durante el viaje. Son químicos, físicos nucleares, médicos, astrónomos y no sé que más, pero…
-Me encargo de la seguridad. Si nos encontramos con problemas, yo estoy aquí para solucionarlos.
-¡Eres un policía de seguridad! –dijo Sam, alarmado.
-Llámalo como quieras –Sam le miraba sorprendido-, pero…, a mí nunca me hubiera pasado, llevo mucho tiempo en esto y siempre he sabido controlar mi pánico.
-Entiendo –dijo Sam, apoyando su mano sobre el hombro de su compañero. Sabía que se refería a la muerte de Hanna-. Entonces…, llevamos armas a bordo.
-No leíste el cartel luminoso de la aduana interespacial. ¿Crees que me iba a enfrentar a otras razas con mis propias manos?
-Pero… Ahí… yo tenía miedo, y en tu cara no vi… -Sam hizo una pausa y sonrió-. ¿De dónde eres? El color de tu piel…
-Sí, soy negro, pero siempre he vivido en Laguna York, supongo que mi niñez la pasé en el mismo sitio que tú. –Sam seguía mirándole-. Mis orígenes están al otro lado del mar que bañaba nuestra vieja ciudad, llegaron hace algunos siglos, en un mugriento barco repleto de hombres llenos de rabia y miedo, por eso tengo gran dominio de él.
Sam se rió otra vez y nuevamente volvió su mirada al exterior.
-Bueno, por lo menos en algo te diferencias de ellos.
-¡Te confundes! –dijo Jim, molesto-. No me parezco en nada a ese nazi, ni tampoco a ese inglés, paridor de colonias.
En ese momento llegaban los dos implicados.
-¿Qué tal va todo? –preguntó Carl, el nazi.
Sam miró a Jim y luego se limitó a asentir con la cabeza.
-Si mis cálculos no me fallan, y dudo de ello, debemos estar cerca de la órbita plutoniana, aunque, en este momento, el planeta lo debemos tener próximo a las antípodas –dijo Thomas.
Jim se levantó del asiento que estaba junto al de Sam.
-Ya que habéis abandonado la cueva aprovecharé para echarme un rato. Voy a darme un viajecito de drimina, no puedo quitarme a mi mujer de la cabeza y necesito pasar un rato con ella para que me deje tranquilo.
-Sí Jim, reviéntala –dijo Carl-, hazlo por mí.
Sam y Jim se miraron un instante. Jim tenía ganas de saltar al cuello de aquel nazi, pero un gesto de Sam le contuvo. Se perdió en la pequeña habitación y cerró la puerta.
Los dos hombres se rieron. Sam esbozó una tímida mueca para satisfacer a sus acompañantes, que ya se habían sentado junto a él.
-Sam –dijo nuevamente Thomas-. Jim me lo acaba de recordar. He visto que quedan muchas ampollas de drimina. ¿Cuánto tiempo hace que no te inyectas?
Sam le miró serio.
-Tres meses.
-¿Tres meses? –Exclamaron los dos hombres a la vez-. Sam, eso no es bueno. -Prosiguió Thomas-. Nadie aguanta tanto tiempo sin inyectarse sin que su cuerpo se resienta. Nuestro cuerpo necesita descansar, necesita que algunos de sus órganos se duerman de vez en cuando, necesita soñar, necesita amar, necesita eyacular. Además, no tienes buena cara, y te estás abandonando, eso no debe ser. Como médico, te ordeno que te inyectes una buena dosis. No lo hagas en el corazón, porque llevas mucho tiempo sin viajar, y tampoco te conviertas otra vez en un “prisionero del amor”, pero debes darte un viaje sexual.
-No sé. –dijo Sam, algo confundido-. Mis últimos viajes se habían convertido en “residuos psicoemocionales”, no conseguía descargar nada, al contrario, acababa cansado e invadido por la rabia.
-No te preocupes, ya hace mucho tiempo de la causa de esas interferencias. Olvídate de ellas.
Carl se acercó a la gran ventana y observó el denso cielo oscuro que tenían frente a él.
-Tenemos campo libre durante un buen rato, navegaremos con el piloto automático durante tu ausencia, no te preocupes.
Sam no sabía qué decir, ni qué hacer. Estaba pensativo.
-¿Tienes alguna mujer con quien soñar? –le preguntó Thomas-. Si no la tienes te puedo dejar una antigua revista pornográfica, está algo sucia, pero hay algunas historias en perfecto estado, te servirán para inspirarte. –Sam no decía nada-. Si la quieres, voy a por ella.
-No, no, déjalo. Tengo alguien con quien soñar –dijo Sam finalmente, mostrando una tímida sonrisa.
-¡Bien! Otra vez volvemos a nacer –añadió Carl, entregándole dos ampollas que había cogido mientras le convencían.

Sam estaba solo en la cabina. Tenía las dos ampollas en su mano. Estaba tan feliz que se había afeitado y cortado el pelo. Quería volver a ser el Sam de su Hanna, no en vano, la ocasión se había convertido en una primera cita. Miró el cercano infinito que tenía al otro lado del sólido cristal y conectó el piloto automático. Volvió a mirar las ampollas, y separando una de ellas se guardó la otra en el bolsillo de su chaqueta. Se remangó el brazo y se disparó el veneno turquesa en una de las venas. Echó la ampolla vacía al triturador de basura y reclinó su sillón. Cerró sus ojos y dejó que los recuerdos se disolvieran con la drimina.
En poco tiempo, las delicadas gotas que derramaba la música de Satie parecían atravesar su piel. Las imágenes que su mente iba generando se convertían en suaves olas de intensos tonos multicolores. Tras unos confusos minutos, sus pensamientos adquirían forma. Las oscuras pestañas de Hanna se engranaban con las suyas. Sus ojos perdían detalle por la proximidad. Sus narices se echaban a un lado para dejar pasar a la otra. Sus labios se abrían feroz y delicadamente para dejar que sus lenguas intercambiaran sus jugos. Sus cerebros ardían a la misma velocidad. Su deseo de amar y ser amado era perverso. El agua corría por sus caras y resbalaba por sus cuerpos desnudos. El vapor del agua caliente los envolvía en una espesa niebla de amor. Las manos de Sam apretaban fuertemente los pechos de Hanna, y ésta, embriagada por la pasión, clavaba sus afiladas uñas en su espalda, haciendo que su sangre se fundiera con el agua, volviéndose cada vez más rosa y transparente. Sus cuerpos eran como uno solo, ni siquiera el más diminuto virus podría abrirse camino entre ellos. Eran como dos cuerpos siameses fundidos por el más potente de los pegamentos, el del amor.
Sam siguió soñando durante horas. Se le veía feliz. Nunca se había dado una ducha tan larga y nunca había salido tan sucio, tan húmedo. Por fin lo había conseguido, había logrado despertarse húmedo, y no de rabia y sudor, sino, húmedo de amor. Cuando abrió los ojos, sus tres compañeros estaban junto a él. Perdían su mirada en el exterior, donde una gran bola cristalina permanecía en el espacio. Sin duda, ese debía ser el planeta gaseoso que tenían que encontrar.
-¿Lleváis mucho tiempo aquí? –preguntó Sam, temiendo por su intimidad.
-No te preocupes, todos lo hemos hecho en la ducha alguna vez. –dijo Thomas, sin dejar de mirar el extraño planeta y sin ver la avergonzada cara de Sam tras su respuesta.
-No deberías hablar en sueños –dijo Jim, riéndose-, aunque poniéndome en tu lugar, no me hubiera importado.
Sam se puso en pie.
-Voy a darme una ducha.
-¡Otra! –exclamaron todos a la vez, volviéndose hacia él.
-Esta vez será real y estaré solo.

Cuando Sam volvió a su puesto, los tres hombres le estaban esperando. Los dos científicos tenían sus cuadernos en la mano y parecían ansiosos por recoger muestras y datos. Sam se puso su chaqueta de piloto y se aferró a los mandos. Tenía orden de acercarse lo máximo posible al planeta y si era factible, descender hasta él.
-Ha debido caer en la misma órbita de Plutón –le dijo Thomas, señalando la gran bola plateada-. ¿Qué tamaño crees que tiene?
-Aproximadamente el mismo que Marte –respondió Sam mientras se acercaban lentamente hacia el nuevo planeta.
-Es decir, el mismo que Plutón –dijo Carl-, y la mitad que nuestra Tierra.

Todos miraban hacia lo que parecía la nueva conquista terrestre. Por primera vez, la cara de Jim mostraba algo de miedo, no podía imaginar a quién, o, lo que era peor, a qué tendría que enfrentarse. Aquella bola plateada de tonos grises y pequeños reflejos de color parecía ocultar un gran misterio. No se veían montañas, ni mares, toda su superficie parecía uniforme, distinta a cualquier otro planeta descubierto y colonizado. Aquello era muy raro para Sam. Él había descendido a los demás planetas y a aquella distancia ya se apreciaba su orografía. Quedaban algunas centenas de metros para el contacto, la superficie parecía inexistente, era como una nube de algodón donde sería imposible asentarse.
-¡Detén la nave! –gritó Carl-. No desciendas más. ¿Qué temperatura tenemos fuera?
Sam consultó su termómetro exterior.
-El termómetro marca menos doscientos cuarenta grados centígrados. Su atmósfera está compuesta en su mayoría por oxígeno e hidrógeno… ¡Es agua!
-Mejor digamos vapor de agua –añadió Thomas.
-No existe el vapor de agua a esa temperatura. Por debajo de los cero grados el agua se cristaliza originando hielo –dijo Sam, incrédulo.
-Y eso es justo lo que tenemos delante –prosiguió Carl-, hielo convirtiéndose en vapor.
-¿A esta temperatura? –preguntó Jim, cuya cara de escéptico ya se parecía a la de los demás.
-Sam ¿cuál es nuestra velocidad, ahora, en nuestra posición geoestacionaria? –preguntó Thomas.
Sam miró el cuentakilómetros de su cuadro de mando.
-15 kilómetros por segundo. ¡Increíble!
-¿Qué quiere decir eso? –preguntó Jim alarmado.
-Quiere decir que la Tierra tiene una velocidad orbital de 30 kilómetros por segundo y que su distancia al sol es cuarenta veces menor –le respondió Thomas.
-Sigo sin entender nada –volvió a interrumpir Jim.
-Quiere decir –comenzó Sam- que ahora, dentro de la atmósfera donde nos encontramos, nos estamos moviendo alrededor del Sol la mitad de rápido de lo que estamos acostumbrados, cuando nuestra velocidad debería ser seis o siete veces menor.
-¡Señores…! –irrumpió Thomas en alto-. Frente a nosotros no tenemos ningún planeta, sólo tenemos un gran bloque de hielo desprendido de la helada atmósfera de Plutón. Su núcleo central no será agua, sino una mezcla de hidrógeno, monóxido de carbono y metano congelado, de ahí su leve tono azulado Su ligero peso le permite moverse a gran velocidad, y su calor, producido por el rozamiento con el aire, es el que produce el vapor de agua. Cuanto más cerca del núcleo, su temperatura descenderá considerablemente, en su punto más interior debe rondar los quinientos grados bajo cero.
-Pero… ¿Cómo puede tener el mismo tamaño que el planeta del cual se ha desprendido? –preguntó Sam, incrédulo.
-Lo ignoro –respondió Thomas-, lo más probable es que en su origen no tuviera ese tamaño, sino que fuera más pequeño, pero su frío debió ser suficiente para actuar como catalizador de alguna nube de agua que encontrara en su camino, luego cayó en la órbita de Plutón y ganó velocidad. Por la velocidad orbital que lleva… y si… Plutón se encuentra ahora en las antípodas de la órbita, debió de originarse… hace poco más de un año terrestre, es decir, que lleva un año desgastándose, imaginen el tamaño que tendría cuando cayó en la órbita plutoniana.
-¿Entonces? –preguntó Sam.
-Nuestra misión ha terminado –respondió Carl dando un abrazo a Thomas y a Sam. Aquí no hay nada que conquistar, pon este trasto en dirección a su culo y vámonos a casa.
Los tres se dieron un fuerte apretón de manos. Sam miró a Jim y le extendió su mano. Jim lo pensó un momento, tomó aire y lo expulsó con gran fuerza, luego apretó fuertemente la mano que Sam le ofrecía, tan fuerte como nunca lo había hecho antes. Los dos intercambiaron una tímida sonrisa.
Carl se había acercado hasta las cajas de drimina y repartió varias botellas entre los cuatro tripulantes.
-Tomar, necesitamos relajarnos. –Se acercó a Sam y le entregó una de las ampollas-. Indícale a esta señorita el camino de regreso y date un buen viaje.
Sam cogió la ampolla. Jim seguía mirándole fijamente.
-He visto el miedo en tu cara –le dijo Sam.
-Sí, y sigo teniéndolo.
-Vamos, olvídalo, dentro de unos meses estarás con tu mujer y tu hijo.
Jim, tras unos segundos de perplejidad,  asintió con la cabeza y sonrió.
-Tienes razón. Voy a inyectarme una dosis.
Jim salió hacia la habitación. Sam se quedó solo en su cabina. La nave giró y tomó sentido centrípeto con rumbo al planeta Tierra, concretamente a la ciudad de Laguna York.

Sam llevaba horas y horas soñando, casi el doble de lo normal. Había soñado varías veces con Hanna. Nuevamente había pasado aquella última y lovínica noche a su lado; y otra en la que, saltándose las reglas de Laguna York, habían sobrepasado los límites de la ciudad para perderse en los frescos y verdes bosques y lagos de la frontera del país; y también recordó una vez que hicieron el amor en una de las artificiales playas de la luna en una aterciopelada y negra noche de total eclipse lunar. Había sido increíble. Antes de abrir los ojos, se dio cuenta que estaba más húmedo de lo normal, estaba claro que el sueño había sido de los mejores de su vida. Pero, nuevamente, los vivos y alegres colores atravesaban su mente. Ahora no había distorsiones, ni visibles, ni auditivas. Las largas cadenas psicodélicas le sumergían en una espiral de éxtasis hasta ahora nunca sentida. La fuerte saturación de los colores sacudía sus neuronas, haciéndolas saltar en busca de un significado. Todo apuntaba a uno de esos olvidados viajes alucinatorios de los llamados, medio siglo atrás, hippies, pero él no había tomado nada para tener ese viaje. El LSD había quedado descatalogado del mercado a principios del 2005, cuando una remesa mundial que contenía un alto porcentaje de estricnina produjo millones de enfermos mentales. La sangre recorría velozmente su cuerpo, y su cerebro parecía devorar todas sus células. Aquella sensación era demasiado larga e incómoda, Sam quería abrir sus ojos, pero le era imposible, porque ya los tenía abiertos. Todo había cambiado. No se encontraba echado sobre su sillón, ni en su cabina de mando, ni se encontraba en su nave y ni siquiera flotaba en aquel, ya, conquistado espacio situado entre las órbitas de Neptuno y Plutón. Estaba solo, en una pequeña lanzadera de rastreo espacial. ¿Qué había sucedido?, se preguntaba. La colorida cadena seguía absorbiéndolo, hundiéndolo, llevándolo, ¿transportándolo? Sam trató de detener su nave, pero ésta no respondía. Sus ojos recorrieron cada una de las indicaciones del cuadro de mando y finalmente se detuvieron en el único que se movía, el calendario espacial. Este corría a gran velocidad. Durante un instante, Sam pudo ver: “22 diciembre 2200”, era evidente que llevaba algún tiempo en esa situación, pero, ahora, el contador seguía  avanzando, “11 abril 2590”; “5 junio 2620”; “10 septiembre 2800; 29 mayo  2980”. Ahí se detuvo. Durante largo rato, Sam mantuvo su vista sobre estos números, “29 mayo 2980”, lo leía una y otra vez, “29 mayo 2980”, “29 mayo 2980”, “29 may…”. No podía levantar sus ojos, no quería, no podía hacerlo. El miedo que le propiciaba su conciencia le impedía hacerlo. Cuando recobró el valor y levantó su vista, confirmó sus pensamientos. Aquellos brazos multicolores que le habían acompañado habían cesado. Era lo que él esperaba. Nunca había vivido una sensación similar, ni él ni nadie, por lo menos que se conociese hasta ese momento. Otra vez se encontraba en un espacio estrellado,  pero ahora quizá se tratara de un espacio intergaláctico, había caído en lo que algunos científicos y astrónomos de la I.A.F. llamaban “un agujero de gusano”, un túnel que le había transportado en el tiempo y en el espacio, aunque esto último todavía no lo tenía muy claro.
Lo que era evidente es que sus compañeros le habían engañado. Habían aprovechado su profundo sueño para meterlo en la lanzadera de rastreo y enviarlo a… Esto quiere decir que ellos conocían la existencia de… Exactamente ¿de qué?, se preguntaba Sam. Podían saber que al final de nuestra Vía Láctea, de nuestra galaxia, había algo extraño, pero nadie había entrado, o por lo menos…, y se hizo una pausa, nadie había vuelto y lo había contado. Aunque también estaba la posibilidad de que sí hubiera regresado alguien y Boss lo mantuviera en secreto. Todo debía estar planeado desde el principio, todo debía ser obra del maldito Boss.
Los mandos de la nave otra vez habían vuelto a la normalidad, funcionaban y estaban en perfecto estado. El calor de los nervios le hacía sudar, obligándole a quitarse la chaqueta. Cuando lo hizo, la ampolla de drimina, que se había guardado horas, ahora siglos atrás, cayó a sus pies. La miró unos segundos. Algo parecía rondar su cabeza, “no sé si funcionará”, se decía él mismo, una y otra vez, “tengo que intentarlo”. Visualizó su radar espacial y nada aparecía en sus proximidades. “Tengo unas cuantas horas para intentarlo”, se dijo. Apretó el botón del piloto automático y respiró profundamente. Cogió la ampolla y se remangó la camisa para inyectarse. Tenía que concentrarse, ahora no podía permitir que Hanna se asomara al balcón de sus pensamientos, no quería un sueño sexual, buscaba algo que nadie había buscado, algo imposible de pensar. Quería soñar con lo que estaba sucediendo en la parte más oculta de su cerebro, en lo más recóndito de su subconsciente, que conscientemente recogía lo que sucedía en él, en el momento de su anterior sueño. Quizás de esa forma viera y oyera las palabras de sus acompañantes en el momento de embarcarlo en la lanzadera y mandarlo a lo desconocido. Era algo difícil de conseguir y si lo lograba él sería el único que conocería el secreto. Las ideas deambulaban dentro de su cerebro. Se bajó la manga de la camisa y se abrió la pechera. Necesitaba el máximo de efecto que le pudiera dar la drimina y para ello la mejor solución era inyectársela en el corazón. Apoyo la ampolla-jeringa sobre su pecho y comenzó a pensar en cómo estaba tumbado en su sillón soñando y cómo sus compañeros se acercaban a él. No podía dejarlo para después de pincharse, ya que los pinchazos en el corazón son más rápidos e intensos que los demás y el efecto es casi instantáneo. Un último respiro y… ¡zas! El frenético licor inundó sus aurículas repletas de ira.
Esta vez los mágicos colores y la pérdida del tiempo y el espacio duraron milésimas de segundo. Hanna estaba a su lado. Los dos estaban desnudos entre la alta hierba que rodeaba los lagos de la reserva norte. Cerca de ellos, oculta bajo un tejado de ramas y hojas, reposaba la pequeña lanzadera de su nave. El ruido de unas cercanas cataratas llegaba hasta ellos, refrescando la cálida tarde de verano. Las flores silvestres respiraban tímidamente, tratando de no interrumpir a los dos enamorados. Los pocos insectos, que sólo allí podían sobrevivir, hacían un alto en su camino y se desviaban tomando otra dirección. El cielo, denso y repleto de ozono en otras zonas, dejaba traspasar parte de sus luminosos rayos, y los acosantes ojos de Laguna York se habían vuelto ciegos. Hanna tenía un pequeño trébol de cuatro hojas entre sus dedos y apoyaba su cabeza sobre el pecho de Sam.
-Dicen que da buena suerte encontrar un trébol de cuatro hojas –le decía ella, mostrándole la diminuta planta.
-Pues aquí estamos rodeados.

La cara de Sam, sentado en su lanzadera, era de felicidad, todavía debía estar sólo en la cabina. Algo le hizo cambiar de repente.

-¿Cómo está nuestro conejillo de indias? –decía la voz de Carl.
-Durmiendo profundamente –contestó Thomas-, parece un bebé con cara de enfado y sorpresa.
Jim estaba junto a ellos, pero no decía nada. Se limitaba a observar a Sam.
-¿Cuánto nos queda para alcanzar el punto marcado? –volvió a preguntar Carl.
Thomas consultó su cuaderno de notas y después miró su reloj.
-Todavía faltan siete horas.
-¿Le inyectamos otra dosis para ampliarle el sueño?
-No. Es pronto. Hay tiempo.
-Vamos Sam, despierta –dijo Jim entre dientes junto a él.
Sam lo miró extrañado. En su cerebro él había estado ocupado con Hanna, pero ahora sus pensamientos elegidos eran otros.

-Creo que no deberíamos hacerlo. –exclamó Jim, mientras negaba con la cabeza.
-Creo que si se te ha perdonado la vida, la tuya y la de tu familia, fue porque te comprometiste a hacerlo y llevarnos de regreso a la ciudad –le recriminó Carl-. ¿O preferirías volver a la cárcel subacuática de Laguna York? Recuerdas, antes de estar aquí, vivías allí, entre camellos, “prisioneros del amor” convertidos en asesinos, pederastas, espías y…
-…Y racistas y asesinos como vosotros, no olvidéis que también habéis salido de allí.
-No. No lo hemos olvidado, por eso no quiero volver a oír hablar de los sumergidos barracones de Ellis.
-Muy bien, pero por lo menos irá armado.
-Sabes que eso es imposible –dijo Thomas-, no podemos deshacernos de un arma, puede que las necesitemos.
Jim asintió. Estaba furioso. No quería abandonar a Sam, pero no tenía más remedió.
Otra vez habían dejado solo a Sam, y todo su cerebro se fundió en un mismo objetivo. Los pájaros cantaban sus tristes cantos del atardecer. Los reflejos solares de la luna comenzaban a nacer en el horizonte este. El sudor empapaba sus cuerpos y su fuerte respiración sepultó los débiles cantos. Los mudos jadeos se volvieron ensordecedores y entonces…
Sam se sintió húmedo otra vez.
Las ondulantes olas de formas distorsionadas y saturados colores recorrieron otra vez su mente.

-Ya está. Con esto tendrá bastante para atravesar la puerta –dijo Carl a sus cómplices-. ¡Vamos! Preparemos la lanzadera.
Carl y Thomas se encaminaron hacia la bodega. Jim quedó algo retrasado.
-No sé si me oyes amigo, pero si lo haces, hazme un favor, mira debajo de tu asiento.

Otra vez estaban juntos Sam y Hanna, y otra vez parecían haber viajado en el espacio. Las artificiales playas de la Luna eran de uso privado. Los más grandes empresarios de Laguna York tenían su propia playa privada. El padre de Hanna era propietario de una de ellas. Como la Luna carecía de agua y de atmósfera, la construcción de las playas había sido costosa, pero para sus propietarios no suponía un gasto excesivo. Siempre lucía el sol, porque, incluso durante un eclipse o en su cara oculta, zona ésta más barata, existía la posibilidad de encender los focos emisores de ondas electromagnéticas de banda semejante a la solar; y el agua había sido llevada desde la Tierra. Una gran cúpula transparente, opaca en las partes bajas, cubría cada uno de los cráteres que formaban las distintas playas, y el aire era generado por un moderno generador. Allí no había posibles voyeurs, nadie que pudiera observarles. Obviamente las playas lunares eran nudistas y en ellas se solían celebrar desenfrenadas orgías de lovina. No eran playas de familias, para eso estaban las aburridas y sucias playas terrestres; eran playas para la locura y el libertinaje.
El simulador solar estaba apagado y el soleado día lunar estaba oscuro por la eclipsión de la Tierra. La colorida agua azul refrescaba los, cómo no, desnudos cuerpos de Sam y Hanna. Las tímidas olas, producidas por el impacto de pequeños meteoritos, subían hasta sus labios la sal que arrastraba del suelo. Hanna le besaba y sin dejar de hacerlo se sumergió bajo el agua.

-Jim, tú cógelo por la espalda, nosotros le cogeremos de las piernas –le dijo Thomas.
Entre los tres levantaron a Sam y comenzaron a arrastrarle hasta la pequeña lanzadera.
-Tengo una duda –dijo Jim mientras arrastraban su cuerpo-. Esa bola de vapor de agua, ¿formaba parte del plan?
-Ese es un fenómeno que se produce cada cierto tiempo. Lo sabíamos ya, lo que desconocemos es dónde se mete cuando llega a este punto, por qué en la A está y en la B ha desaparecido. Por eso estamos aquí. Esa es su misión –expuso Carl.
Jim se detuvo un instante.
-Y… ¿Esta es la primera vez?
Silencio. No hubo respuesta.
-Vamos, muévete, no se vaya a despertar.
Llegaron a la lanzadera y le metieron en ella. Jim le colocó bien en el asiento y lo sujetó con las correas.
-Ponte el cinturón y… suerte.
-Vamos, lancémoslo ya, debemos de estar muy cerca.
Los tres hombres abandonaron la bodega.

La cara de Sam nos dejaba ver que se encontraba a gusto. Su cabeza estaba echada hacia atrás y sus ojos cerrados. Otra vez sintió la humedad, pero esta vez, ésta, se disimulaba con el agua. Hanna emergió otra vez y se echó junto a él. Los dos se echaron a dormir.


Un fuerte golpe le hizo despertarse. La lanzadera rodaba bruscamente. Sam vio un cielo claro y una tierra amarilla y seca, y otra vez el cielo, y otra vez la tierra, y el cielo y la tierra, hasta que, finalmente, la lancha se paró. El cristal del parabrisas se había roto y le había producido un corte en la frente. Sam tragó saliva y tomó aire. Era un aire menos puro, pero era respirable. Había llegado a un planeta, un planeta de color amarillo y seco, de aire enrarecido, pero, si él vivía, por qué no lo iba a hacer alguien, o algo, más.

IV

Sam permaneció atado a su asiento y boca abajo unos minutos. Intentó poner en macha el motor de la lanzadera, pero éste no hacía el menor indicio de iniciar la ignición. Trató de visualizar los instrumentos de su cuadro de mandos, pero ahora ni siquiera funcionaba el indicador del calendario. Creía recordar la última fecha que había visto en él. Si la memoria no le jugaba una mala pasada, debía de estar, y su mente lo volvió a leer, a: “29 mayo 2980”. Su nave estaba hecha un desastre, y él, novecientos sesenta años más tarde de su partida, había llegado a un desconocido planeta. Miró a su alrededor; una llanura de hierba amarilla y seca se extendía hasta los horizontes, donde, en todo su contorno, un cinturón de montañas colgaba hacía el desconocido cielo. Su posición invertida, tras el fuerte golpe, no permitía que su cerebro asimilara correctamente la información, y la sangre descendía velozmente hasta su cabeza. La puerta de la lanzadera se había atascado con el impacto del suelo y no se podía abrir. Rompió los pocos cristales que quedaban en el marco del parabrisas y se soltó las correas que le sujetaban al asiento. Salió como pudo y, por primera vez, se vio de pie pisando aquella nueva, o vieja, tierra.
No se oía nada, ni la más suave de las brisas. No se movía ni una diminuta espiga seca. No había nubes, ni árboles, ni animales, nada parecía vivir allí, pero, sin embargo, había hierba, algo seca sí, pero suficiente para darle esperanzas. El sol pegaba con fuerza, y por su baja posición, o era temprano o éste estaba en su ocaso. Volvió a mirar dentro de la lanzadera y sólo encontró una cantimplora con agua. La cogió y se despidió de su nave. Había andado unos metros de espaldas al sol, para evitar que los rayos le dieran de frente, cuando se detuvo. Algo había vuelto a su memoria. Corrió a la nave y buscó debajo de su asiento. Allí estaba. Después de todo, Jim había cumplido su promesa. Sam se lo agradeció, y colgándose el arma de ultrasonido láser a la espalda, continuó con la marcha.

Había caminado durante horas. El sol había ascendido y ahora caía cenitalmente sobre él. Su sombra no se extendía ni a un lado ni a otro, sino que quedaba oculta bajo sus ardientes pies. Ya estaba cerca de las montañas que, desde cerca, se mostraban imponentes. Los últimos metros habían sido de una invisible, pero pronunciada pendiente lo que sumado a la falta de oxígeno, le obligó a detenerse. Se sentó sobre la hierba y contempló el bello paisaje que tenía frente a él. Desde allí arriba, la vista cambiaba. Estaba claro que había caído en un viejo y apagado cráter volcánico. Buscó su nave en la extensa sabana que se abría a sus pies y a lo lejos, casi en el centro de la gigantesca y desierta boca, un pequeño reflejo producido por el reluciente titalinio le indicó el punto donde había caído. Cuando recobró el aliento, se incorporó y continuó su ascensión hacia lo que parecía un estrecho cañón. Tardó dos horas en alcanzar el desfiladero; por fin iba a poder esconderse de ese primer enemigo que había encontrado y le venía siguiendo desde su llegada. Se sentó sobre una piedra que estaba a la sombra y aunque ésta estaba fría, lo agradeció enormemente. Abrió su cantimplora y se mojó los labios, era la primera vez que lo hacía en las ocho horas que llevaba de marcha.
Unas pequeñas rocas se desprendieron de lo alto y cayeron a su lado, dándole un susto de muerte. También ésta era la primera vez que oía un ruido ajeno a él, eso le animó, no se encontraba en un planeta mudo, por lo menos la naturaleza estaba junto a él, por lo menos tendría con quien enfrentarse. Una suave brisa llegaba por el estrecho cañón y golpeó su rostro. Respiró profundamente y sonrió feliz. Aquel paisaje le recordaba a su planeta, no a Laguna York, sino a los desiertos que se extendían en el centro de su país y que él había visitado de niño. Un extraño grito llegó flotando en la brisa. Había sido débil, casi inaudible. La brisa cesó y con ella cualquier susurro que tratara de llegar hasta él. Sam agudizó su oído y con una nueva ráfaga de aire lo oyó otra vez. Era como un gemido, un sonido gutural incomprensible. Preparó su arma y avanzó lentamente por el desfiladero. Unos metros más adelante, un extraño ser, semejante a él y con el color de su piel igual que las rocas, amarillo, trataba de salir de debajo de las piedras que aplastaban su cuerpo. Sam lo observó unos segundos, estaba confundido y no sabía qué hacer. Aquel hombre parecía un salvaje desnudo, y posiblemente estuviera armado, aunque nada podrían hacer sus armas contra su moderna pistola de ultrasonido láser. Su torpeza le hizo tropezar y desprender algunas pequeñas piedras. El ser se percató de su presencia y, sorprendiéndole, disparó su arma contra él. Las rocas que protegían el cuerpo de Sam saltaron en mil pedazos, haciéndole retroceder. ¿Cómo era posible que aquel primitivo poseyera un arma como la suya? Sam le devolvió el disparo y pudo ver cómo, aunque su rayo fuera bien dirigido, no llegaba a dar en su objetivo, sino que era rechazado por un escudo invisible. Sam no podía creerlo. Él, que llegaba de una moderna civilización, no tenía nada que hacer contra aquel indefenso ser, pero entonces recordó su viaje en el tiempo, su enemigo podía ser un primitivo, pero era un primitivo mil años superior a él.
-¡Olvídalo, terrícola! –dijo el extraño, en el idioma de Sam-. Tu arma no puede hacer nada contra las nuestras.
Sam quedó petrificado al oír las palabras del amarillento ser. No sólo tenía armas superiores a la suya, sino que conocía su procedencia e incluso hablaba su propio idioma.
-¡Ven, ayúdame! –volvió a gritar el desconocido-. Prometo no disparar contra ti. No lo pienses más… Sí, poseo armas superiores a las tuyas. Sé que procedes de la Tierra, y también conozco tu idioma. Prometo no dispararte, y en mi planeta, las promesas se cumplen, no como en el tuyo.
-¿Cuándo llegaste aquí? –preguntó Sam, asustado.
-Nunca llegué. Soy de este planeta… Pero… No tengas miedo, no te voy a hacer daño y necesito tu ayuda.
-¡No tengo miedo!
-Sí, si lo tienes, y además eres tozudo, veo que eso no cambia en la Tierra. Mira, voy a deshacerme de mi arma. Así creerás mis intenciones.
-¡Está bien…!
El extraño ser echó su arma a un lado, y Sam, sin dejar de apuntarle, se acercó a él. Su cabeza daba vueltas a la idea de que aquel ser le engañaba, él era el primer terrícola que había viajado en el tiempo, y por tanto el primero en llegar allí.
-¿De dónde sales terrícola? ¿Crees que eres el primero en llegar…? Llegas tarde, demasiado tarde… ¡Vamos, ayúdame con esta piedra!
Sam dejó su arma a un lado y le ayudó a mover la piedra que bloqueaba su cuerpo. Su cerebro seguía dándole vueltas a las palabras del extraño. Echaron la piedra a un lado y el marciano pudo moverse. Se sentaron frente a frente. Sam le ofreció su cantimplora.
-Lo sabía –dijo Sam-. ¿Dónde están?
-¿Dónde están…? Murieron hace cientos de años.
-¿Cientos de años…? ¡Eso es imposible! Hace veinte años… -Sam se calló. Se vio desbordado por la situación. No tenía argumentos para seguir con sus explicaciones.
El extraño se dio cuenta de su duda.
-Creía que no quedaba vida en tu planeta. ¿De qué año procedes? Me parece que las fechas que se mueven en tu cerebro no concuerdan.
-¿Puedes leer mis pensamientos? –exclamó Sam, incrédulo-. Llevas un rato haciéndolo. -El marciano asintió con la cabeza-. Del 2020 –prosiguió Sam-.
-¿2020? Eso es imposible -dijo el marciano-. Los primeros terrícolas llegaron aquí en el 2121 del calendario terrestre.
-¿Calendario terrestre? ¿Existe otro calendario?
-¿Cómo que si existe otro calendario? Existe el calendario de Crocom, nuestro planeta, que significa los hijos de Croc –señaló hacia el sol-, nuestra estrella de la vida.
-Croc… Crocom… ¿En …? ¿En que año estáis?
-Nos quedan unos años para llagar al año 19000 –Sam le miró incrédulo-. Como ves, os llevamos más de quince mil años.
-Ahora entiendo que mi arma terrícola se quedara anticuada frente a la tuya.
El crocomita cogió el arma de Sam entre sus manos
-Un viejo modelo de pistola de ultrasonido láser, un viejo prototipo –se estiró y alcanzó la suya- comparado con el nuevo modelo terrícola del 2121. Son iguales, sólo que ésta posee un receptor del ultrasonido, que cuando lo recibe crea un campo magnético que actúa como escudo protector.
-¿Quieres decir que esta arma es de origen terrestre?
-En Crocom no existían las armas antes de que llegaran los terrícolas, ahora sus ciudades son peligrosas, y en ellas no existe la ley.
Los dos se miraron. Por primera vez, Sam vio a su nuevo compañero con otros ojos, ya no era un enemigo, tenía que confiar en él, necesitaba confiar en él, de momento era lo único que tenía. Además, si seguía vivo era porque él se lo había permitido. Incluso su cuerpo era similar al suyo, a excepción del color de su piel.
-Dime terrícola, ¿cómo es que partiendo antes de tu planeta, llegas cientos de años más tarde que tus compatriotas?
Sam le miró fijamente a los ojos y vio que tenían el mismo color que su piel.
-Lo desconozco. ¿Sabes qué es un agujero de gusano?
-Ya no quedan gusanos en Crocom, con los terrícolas desaparecieron todos.
-Sam tuvo reírse-. Olvídalo –Sam se puso serio-. ¿Cómo murieron?
-De la misma forma que lo habían hecho en la Tierra. Ellos mismos acabaron con su especie.
-¿Cómo dices?
-Vaya, es evidente que desconoces tu futuro. En el 2121 la Tierra no era nada. Era un planeta en el que la vida estaba sepultada bajo la muerte, no quedaban esperanzas. Las ciudades habían sido destruidas por continuas guerras. Los ríos se habían secado y en los mares no quedaba agua que desalar en las plantas desaladoras. La atmósfera se volvió irrespirable. La especie humana, terrícola, llevaba años camino de la extinción y a los pocos que sobrevivían sólo les quedaba lo que conocíais como “el espacio”. Fue hacía allí, hacía aquí, donde dirigieron sus…
-Y llegaron y conquistaron Crocom –le cortó Sam.
-Lo hicieron durante un tiempo. El suficiente para comenzar el declive de nuestro planeta. Comenzaron sus guerras, trajeron enfermedades y el agua comenzó a escasear.
-Pero tu especie sobrevivió.
-Sí, después de más de cien años bajo dominio terrícola, comprendimos que si no hacíamos algo por evitarlo, Crocom seguiría los pasos de la Tierra. Nos hicimos con sus armas y los expulsamos.
-Entonces no murieron, sino que se fueron.
-No, no… Murieron de frío en las montañas.
Sam se levantó entusiasmado por lo que estaba oyendo. Quizás hubiera una esperanza.
-Nosotros vivimos en nuestras montañas.
-Puede que haya vida en las montañas terrestres, pero en las montañas de Crocom nadie sobrevive a más de diez mil metros, la temperatura nunca supera los menos treinta grados, por no hablar del bajo nivel de oxígeno.
Sam cayó derrotado otra vez.
-¡Diez mil metros!  -se dijo para sí.
-Sí, diez mil metros la cordillera baja y veintiocho mil la gran cordillera, la que aísla el polo norte del resto del planeta.
Sam no podía decir nada. Los crocomitas sólo habían tratado de defender su planeta. Los únicos culpables eran él y su especie. Le gustaría poder hacer algo, poder volver y cambiar el curso de las cosas.
-No creo que puedas –le dijo su nuevo compañero-. Los terrícolas sois demasiado orgullosos, y aun sabiendo vuestro destino, no harías nada por evitarlo.
Sam se rió. Otra vez le estaban leyendo los pensamientos. Comprendió que tendría que tener cuidado de no dejar ver sus ideas.
-Somos orgullosos ¡eh! ¿Me quieres decir qué hacías debajo de esa piedra?
El crocomita tuvo que reír ante la nueva pregunta.
-Otra vez fue culpa de un terrícola. Vi tu nave en el aire y vine hacía aquí, pero tu golpe con el suelo provocó un pequeño terremoto que movió las piedras que luego cayeron sobre mí.
Los dos amigos, porque ya eran amigos, comenzaron a reír.
-¿Mi golpe provocó un terremoto? –preguntó Sam, sin poder parar de reír.
-Sí, la corteza de Crocom es muy frágil e inestable, cualquier pequeño golpe la hace desplazarse.
Las risas de Sam cesaron, él creía que su compañero lo decía en broma, pero hablaba en serio. ¿Qué habremos visto en este planeta, donde el aire está enrarecido, las montañas superan los diez mil metros, está poblado de volcanes inactivos, y un mínimo golpe hace tambalearse a toda la superficie?, pensaba Sam.
-Quizás vieron vida, algo que ya no quedaba en la Tierra –dijo el crocomita leyendo nuevamente los pensamientos de Sam.
Sam no sabía qué hacer. No podía pensar nada sin que su compañero descubriera de qué se trataba.
-Vámonos, pronto anochecerá y la temperatura descenderá bruscamente. Por cierto   –ofreció su mano a Sam-, mi nombre es Amoncroc, o si lo prefieres, nieto del sol.
Las dos manos se juntaron en un fuerte apretón.
-Amoncroc, mi nombre es Sam York, pero puedes llamarme Sam.
Los dos hombres se levantaron y se encaminaron hacía la salida del desfiladero.
-No, no. Serás Sam York, de Laguna York.
-¿Conoces Laguna York? –preguntó Sam, sorprendido y emocionado.
-Sí, y también conozco el significado de tus iniciales. Algunos de los terrícolas que llegaron antes que tú también las llevaban en sus chaquetas. Deberías quitártelas, los investigadores espaciales del futuro no están bien vistos en mi planeta.
Sam hizo caso del aviso de Amoncroc, y arrancándose las letras y rompiéndolas en mil pedazos dejó que se las llevara el viento que ya había comenzado a soplar ligeramente. Caminaron unos minutos entre las rocas. Sam le seguía de cerca y vio que según avanzaban, según se oscurecía el día, le era más difícil ver a su compañero. Por fin salieron a un claro, una fuerte pendiente descendía hacía un valle. De pronto, Sam quedó paralizado. Frente a él tenía una hermosa visión, algo nunca visto y, sin embargo, soñado millones de veces. La figura de un unicornio brillaba iluminado por las dos lunas del planeta. Estaba acostumbrado a ver planetas con varías lunas, incluso había visto las dieciocho lunas de Saturno, pero nunca podía imaginar ver un unicornio, creía que eran fábulas de antiguos poetas. Se acercó y lo tocó, lo acarició, incluso las lágrimas saltaron de sus ojos. El animal volvió su cabeza hacia él y le agradeció las caricias. El color plateado del animal brillaba como un arroyo helado, sus crines volaban como hilos de lluvia y el cuerno se alzaba dibujando una espiral de fino talle amarfilado.
-Debes ser distinto a los de tu especie, Sam York –dijo Amoncroc, a quien le había cambiado el color de la piel, la cual se había mudado oscura, similar al color de la noche.
Sam descubrió que ésta era una de las cualidades de los crocomitas. Su piel es camaleónica y toma el color que capta de su alrededor.
-Estos urcroc, enviados del sol, o unicornios, como los conocéis vosotros, huyeron a las montañas con la llegada de los terrícolas. Eran conscientes del mal que se les avecinaba. Cuando los terrícolas desaparecieron, regresaron otra vez. Sin embargo, ahora no huyen de ti.
Amoncroc dio un salto y se subió al unicornio como si fuera un caballo, que de hecho lo era. Extendió su brazo y ayudó a Sam a que subiera tras él. Cuando los dos estaban a lomos del animal, éste comenzó a andar. Tomó el camino que descendía hacia el valle. Sam comprendió que no era necesario nada para montar aquel animal, la fuerza de la mente era la que le ordenaba lo que tenía que hacer. Fue entonces cuando Sam también comprendió por qué Amoncroc le había disparado primero. De haber sido un crocomita hubiera percibido sus ondas de auxilio y no se hubiera acercado de forma sigilosa y torpe, siendo así, sólo podía tratarse de un extraño, y en Crocom, los más temidos eran los conocidos terrícolas.
Según descendían hacía el valle, la noche los iba cubriendo con su manto oscuro y frió. Sam cada vez veía menos a Amoncroc, incluso le llegó a parecer que era su propia sombra la que viajaba con él y que realmente estaba solo, pero entonces Amoncroc, seguramente leyendo sus pensamientos, sacó una fina y transparente capa y la echó por encima de ellos. La invisible capa cayó sobre la espalda de Sam, alejando de allí la gélida brisa y ahuyentando sus sospechas de soledad. Sam no veía la capa, pero podía sentirla. Al tocarla entre sus dedos, el tacto era suave y cálido, sin duda se debía de tratar de un nuevo material propio de Crocom.

Cuando llegaron a la ciudad, la noche estaba cerrada, no obstante, el reflejo que Croc producía en las dos lunas eran suficientes para moverse por unas calles carentes de otro tipo de iluminación. Entre lo que pudo ver, Sam descubrió una pequeña ciudad de adobe. No había grandes mansiones ni palacios, sino sólo modestas casas de barro y ramas. Cerca de éstas unos pequeños puestos ambulantes ocupaban lo que parecía ser la gran plaza, pero ninguna de las construcciones superaba los dos pisos, seguramente por miedo a los movimientos de aquella deslizante corteza. La ciudad estaba desolada, o podía ser que la cualidad camaleónica de sus habitantes los hiciera invisibles. Reinaba el silencio, sólo roto por el tímido deslizar de las pezuñas del unicornio sobre la hierba.
A una orden silenciosa de Amoncroc, el unicornio se detuvo frente a una de las casas. Los dos hombres descendieron del animal y éste, obedeciendo una nueva orden, se encaminó hacía la parte trasera de la casa. Amoncroc invitó a pasar a Sam y, sin más, le acompañó a la que sería su habitación esa noche, luego, le dejó solo.
Sam miró a su alrededor. Todo parecía normal en aquel pequeño cuarto de paredes desnudas y blancas. Nada colgaba de ellas, ni cuadros, ni libros, ni relojes, ni espejos, nada. Tampoco había ventanas, excepto una pequeña rendija por la que se colaba un débil y doble haz lunar. Una luz violácea simulaba la luz exterior, pero ésta era producida por el tronco de una pequeña planta que reposaba junto a la cabecera de la cama. Sam estaba cansado y se echó sobre ella. Al hacerlo notó el suave tacto de las invisibles mantas, se tapó con ellas y trató de dormirse. Se incorporó para apagar la luz de la planta, buscaba un interruptor, un cable que desenchufar, pero no encontró nada, debía de tratarse de una especie de luciérnaga vegetal. Otra vez era evidente que aquella luz sólo se apagaría mediante una orden mental. Lo intentó, intentó transmitir la orden de que se apagara, pero no obtuvo respuesta. Lo intentó otra vez y ésta obedeció. Poco a poco se fue desvaneciendo hasta dejar a oscuras la habitación. Sam se rió y “gracias Amoncroc”, se dijo para sí.
La luz que se colaba era suficiente para que Sam viera sus recuerdos. Recuerdos de ese día, porque el cansancio no le dejaba ir más allá. Las maravillas y sorpresas que le había deparado aquel planeta, y las que le quedaban por llegar, le hicieron olvidar la drimina, ahora tenía otras cosas con que soñar y así, por primera vez en mucho tiempo, se durmió sin pensar en Hanna.

V

Cuando sus ojos volvieron a abrirse, después de horas, horas, y horas de profundo sueño, lo primero que vieron fue la planta fosforescente que, como era de día, estaba apagada. Sam se concentró y trató de encenderla, por más que lo intentó fue inútil, sólo una débil, una pequeña porción de longitud de onda invisible a los ojos humanos bajo la potente luz del día, comenzó a encenderse, pero cuando Sam desistió, ésta volvió a su posición de reposo.
Sam se incorporó de la cama y se acercó a la rendija. Pegó su ojo a ésta y miró al exterior. Vio el urcroc. Estaba pastando una hierba verde, bastante más verde de la que él había visto y pisado a su llegada. Otra vez su cara se iluminó de alegría al ver al animal. Éste relinchó, igual que un caballo feliz y alegre, y se acercó a la grieta. Le estaba dando los buenos días. Sam se llenó de entusiasmo y fuerzas y se decidió a salir de la habitación. Tenía ganas de enfrentarse a… quién sabía qué.
Se acercó a la puerta, tomó aire y la abrió. La siguiente habitación también estaba vacía, no había nadie. Varias plantas luciérnaga, como él las había bautizado, estaban repartidas por la estancia. Sobre una mesa, en el centro de la habitación, reposaba un cesto con extrañas frutas del nuevo planeta y alguna que otra especie terrestre. Sam lo vio, pero no tenía hambre. El deseo de ver y conocer le había quitado el apetito. Recorrió el recinto, quería ver algo distinto, extraño, y lo descubrió en un fuego verde en el que ardían unos troncos y sobre el que colgaba un extraño puchero que dejaba ver lo que se cocía en el interior. Un pequeño bullicio llegó desde el exterior llamando su atención. Se detuvo a los pies de la puerta que le separaba de aquellas risas y, tomando aire otra vez, la abrió. Las risas se transformaron mudas. En la entrada, sentados bajo un techo de ramas y hojas, había varios hombres. Uno de ellos era Amoncroc, quien se levantó para recibirle. En un momento, el porche de la casa se llenó de niños. Todos querían conocer al terrícola que acababa de llegar del destruido planeta Tierra, porque eso era lo que todos pensaban, ignoraban que Sam procedía de un siglo anterior al de sus antiguos conquistadores. Como la casa estaba pintada de blanco, los crocomitas presentaban su piel blanca. Los que la mostraban verde del camino, al llegar junto a la casa, se volvían blancos en un acto involuntario; su propio cerebro recibía la sensación de aquellas longitudes de onda y las volvía a transmitir hasta su melanina.
Sam estaba confundido. Esperaba encontrarse un paisaje seco y árido y, sin embargo, ante sus ojos tenía un verde valle repleto de árboles y plantas.
-No te hagas ilusiones –le dijo Amoncroc-, esto es Urcroclandia, el último paraíso que queda en todo Crocom. El único sitio donde pueden vivir los urcroc.
Era cierto. Sam miró a su alrededor y el lugar estaba repleto de unicornios. Los había blancos y brillantes como el satén, negros como los cráteres abandonados de Marte, marrones como el barro de algunas fachadas con las que hacían juego y plateados como el color de su añorada luna terrestre. Todos brincaban y jugaban, y comían y dormían, y coqueteaban y cortejaban.
Los niños se acercaban a él para, intrigados por el misterio, tocarle. Tocaban a aquel ser, de rara especie, que ellos desconocían y que, incomprensiblemente para ellos, no mutaba el color de su piel. Sam les sonrió, y cayó en la cuenta de que todos eran calvos, ninguno tenía pelo, ni en la cabeza ni en el resto del cuerpo. Lo mismo sucedía con los hombres que estaban sentados bajo la sombra.
-Esperabas unos marcianos bajitos, de color verde, con la cabeza redonda y gorda, y unos dedos delgados y largos. ¿Por qué si los terrestres tenéis ese aspecto no lo podemos tener otros seres de otros planetas? –le dijo Amoncroc.
-Tienes razón –contestó Sam-, pero siempre os hemos descrito como tales.
-Si nunca habéis visto vida extraterrestre, excepto en Crocom –dijo uno de los hombres-. Mi nombre es Atoncroc y dirijo este pequeño pueblo –concluyó llevándose una mano al corazón y poniéndose la otra sobre la cabeza.
Sam imitó a su nuevo amigo.
-Mi nombre es Sam y provengo de la Tierra. Lamento lo sucedido.
-No, no se culpe por lo que hicieron sus antepasados. No podemos culparnos por eso, si no, ninguno estaríamos libre de malos recuerdos.
Allí sucedía algo raro, pero Sam no quiso pensarlo, si lo hacía se descubriría el mismo. Por qué darle vueltas a la cosa si esos hombres ya le habían perdonado. O de su mente se había borrado la fecha de su partida terrestre o Amoncroc impedía que esa radiación electromagnética saliera de su cerebro. Si era así y éste seguía protegiéndole, tendría sus razones para hacerlo.
Sam estaba aprendiendo a ser rápido, su duda había durado una micromilésima de segundo, tiempo insuficiente para que los cerebros crocomitas captaran sus ondas. Sam decidió seguir tanteando la situación, y sin pronunciar palabra pidió disculpas al cortejo que le acompañaba. Éstos asintieron amablemente, y, nuevamente, haciendo uso de su mente, Sam se lo agradeció. De momento era fácil, no hacía nada más que dejar ver sus pensamientos, bien distinto era que él pudiera captar los suyos.
Sam caminaba por la pequeña aldea seguido de un grupo de niños. Se acercó al urcroc de Amoncroc y lo acarició nuevamente, luego se encaminó a una de las casas. Ésta tenía su fachada pintada de rojo, y en un momento todos los niños que le seguían tomaron la misma tonalidad. Se habían convertido en pequeños diablos. Sam se reía y, como si jugaran con él, los niños hacían lo mismo. Junto a la entrada de otra de las casas, algo llamó su atención. Era una mujer, era la primera mujer crocomita que veía, y al igual que le había sucedido con Amoncroc, otra vez le invadió la sorpresa. Si no fuera por la tez azulada que le proporcionaba la casa frente a la que estaba, nada diferenciaría a aquella mujer de las terrícolas. Sus ojos también eran azules, evidentemente; sus piernas, a pesar de estar sentada, se veían largas y bonitas y además tenía unos pechos firmes y hermosos. Pero eso no era todo, acababa de descubrir que las mujeres crocomitas sí tenían pelo, en este caso un largo pelo rizado de color rubio. La mujer le miró y sonrió en un alarde de bienvenida. Él se acercó. Ella estaba machacando un tallo seco y recogiendo su líquido incoloro. Al ver la cara de desconocimiento de Sam, ella le mostró el líquido, y aunque éste era invisible, al tocarlo, Sam sintió el tacto que ya le era familiar. Aquella mujer estaba elaborando las mantas de tela invisible.
Sam continuó con su paseo. Llegó junto a unos árboles. A partir de allí se extendía un pequeño huerto, en el que se veía a un gran grupo de hombres y mujeres trabajando. El color verdoso del campo los camuflaba, si se les miraba de lejos. Se sentó sobre la hierba y se dejó llevar por sus sentimientos. Ésta era la vida que llevaban estos extraños seres y los terrícolas arruinaron. Amoncroc se sentó junto a él.
-Están todos trabajando. Esta noche te darán la bienvenida. Atoncroc me ha dicho que ha preparado una gran fiesta en tu honor.

Por la noche, todo estaba preparado en el centro de la plaza. Ésta había sido cubierta con un montón de invisibles mantas a fin de proteger el interior del frío nocturno, aunque éste disminuía considerablemente en la parte baja del valle. Sobre el suelo, también se había dispuesto un extraño mantel que emitía una suave y cálida luz, semejante a los fluorescentes terrestres. Además, a modo de decoración, había varias plantas luciérnagas, que simulaban las románticas velas. Algunos cestos contenían fruta y verduras, otros unos bollos de pan de higo seco. Sobre unos troncos, soltando su grasa, unos quesos de leche de unicornia desprendían un agradable olor que incluso atraía a los machos de la especie, quienes tras recibir una simple orden mental obedecían y se marchaban. Tampoco faltaban los pasteles de exquisitas setas de Urcroclandia, las únicas de todo Crocom, ni las deliciosas tartas de crocomotes y crocomelas, una variedad de nuestras fresas y ciruelas. Para beber estaba la propia leche de unicornia y un delicioso jugo de frutas. Al igual que en el resto del planeta, no había agua, ya que la poca que existía era subterránea y únicamente se utilizaba para los cultivos. Todo el pueblo estaba sentado alrededor del largo mantel, y todos se habían ataviado para la ocasión: coronas de flores sobre sus cabezas, las mujeres llevaban largas trenzas en sus pelos, algunos de sus cuerpos estaban cubiertos con sensuales tatuajes hechos con el tinte de alguna planta.
Cuando llegó Sam, le habían dejado un hueco entre Atoncroc y Amoncroc. Él también se había arreglado para la ocasión. Se había afeitado y lavado, con leche por supuesto, y, bajo consejo de Amoncroc, se había rociado con perfume de savia de crocomote, algo que debía hacer estragos en el sexo femenino, pero que Sam desconocía. Se hizo el silencio, todos los asistentes se llevaron una de las manos al corazón y la otra a la cabeza, le estaban dando la bienvenida crocomita. Sam hizo lo mismo y agachó su cabeza en una reverencia terrestre. Una tímida, sensual y delicada risa quebró el silencio. El aroma de crocomote parecía haber comenzado su efecto.
-¡Croc-isis! –gritó Atoncroc- ¡pide perdón a nuestro invitado!
La joven chica de tono anaranjado, gracias a la luz procedente del mantel, ocultó su avergonzado rostro, escondiendo unos grandes y bonitos ojos color crocomela, es decir naranja.
-Te pido perdón en nombre de mi hija –prosiguió Atoncroc, dirigiéndose a Sam.
-Por favor… No hay nada que perdonar.
-Por lo menos levanta tu cara –increpó Atoncroc a su hija-, ten valor con tus insolencias.
La chica levantó su cabeza mostrando su bello rostro. Sus ojos se habían teñido de rojo por la vergüenza. Su frente estaba coronada por una delgada trenza de diminutas flores silvestres que hacían juego con la pintura violeta de sus labios. Sam la miró un momento y un escalofrío recorrió su cuerpo.
-No hagas caso a tu padre, lo dice de broma.
Atoncroc empezó a reír, se abrazó a su hija y la besó en la frente.
-¡Que empiece la fiesta! –dijo entre risas.
Todos rieron y empezaron a comer. En un momento, el orden y la buena disposición de la mesa se transformaron en un agradable caos. Pásame un pan, decía uno al otro de la otra esquina. Córtame un poco de queso decía otro, al que tenía enfrente. Pélame un crocomote, decía una mujer a su pareja. ¡Hola…! Me llamo Akenacroc, se presentó uno de los asistentes, luego nos vemos. Sam contestó que sí y siguió comiendo. Todos reían y gritaban, era como una cena de una cuadrilla de amigos terrestres; incluso, otra de las mujeres se atrevió a contar un chiste, provocando un silencio sepulcral.
-¿En qué se diferencia un crocomita de un terrícola? -preguntó la mujer. Nadie contestó, todos pensaban en silencio mientras miraban a Sam. La mujer se rió-. En que éste lleva la cola en el nombre.
Las carcajadas crocomitas inundaron la plaza. Después de unos segundos, Sam también rompió en risas. No había sido un chiste muy bueno, pero los había oído peores en la Tierra; después de todo, se trataba del primer chiste crocomita que escuchaba.
-Espero no haberte ofendido –dijo la mujer, dirigiéndose a él.
Un Ummmm… colectivo, seguido de risas, se oyó en la colorida mesa.
-Nooo…  No me ha ofendido… por favor…
La mujer sonrió de forma insinuante y se volvió hacía su compañera de mesa.
Sam tragó saliva. Croc-isis seguía mirándole, como una niña enamorada de su primer amor.
-Esa es Crocnut –le dijo Amoncroc-, nuestra comadrona. Nos saca a la luz por las mañanas, y nos devora por las noches. Es una tremenda crocomuta –Sam puso cara de no entender-. Creo que vosotros lo llamábais, ninfómana.
Sam se atragantó con un trozo de pan de higo seco que tenía en la boca y tuvo que mojarlo con un trago de leche de unicornia para que éste consiguiera atravesar su faringe.
-Creo que no hay ningún hombre en está mesa que no haya estado con ella por lo menos un par de veces. Deberías probarla.
-¿Estás bromeando?
Atoncroc y Amoncroc se miraron un instante, luego los dos le miraron y, con un gesto de sus cabezas, le dijeron que no bromeaban. Sam no lo podía creer, no podía ser que hablaran en serio. Los dos crocomitas se levantaron y fueron hacia la casa de Amoncroc. Los ojos de Sam se desviaron inconscientemente hacia Crocnut y la observaron durante un rato. A decir verdad, Crocnut le pareció interesante. Parecía una mujer con mundo, madura, inteligente, guapa e incluso elegante, o por lo menos así lo hacía ver el estilo de sus pinturas corporales y la excitante cadena de flores que cubría sus pechos. Hablaba de forma continua con los que la rodeaban y todos parecían prestarle gran interés. En un momento que su compañera tomó la palabra, Crocnut aprovechó para mojar la boca y desviar sus ojos hacia él. Sam apartó su mirada, pero había reaccionado tarde, ella había visto y leído sus confusas intenciones. También lo había hecho una enojada y juvenil Croc-isis. Sam vio sus morros irritados y verdosos, que era el tono que tomaban cuando les invadía el enfado.
-¡Eh…! ¿Cuántos años tienes? –le preguntó Sam, cariñosamente.
-Cinco –respondió Croc-isis.
Sam quedó petrificado.
-¿Cinco? –repitió nuevamente Sam.
-Para ti, quince –descifró ella.
Lo que Croc-isis le decía era que el tiempo no corría por igual en los dos planetas. Sam lo entendió rápidamente. Sin darse cuenta su mente había comenzado a funcionar a una mayor velocidad.
-Te llevo veinte años, siete para ti, puedo ser tu abuelo. No querrás pasarte todo el día cuidando a un viejo.
Croc-isis se lo pensó y fue rápida, porque en menos de un segundo se deshizo de aquella idea que la había poseído durante toda la cena. Se levantó y se fue a jugar con otras dos niñas de su edad. Crocnut aprovechó el asiento libre y se sentó.
-Es una niña encantadora
-Sí, lo es –contestó Sam-, su madre debe estar orgullosa de ella.
-No tiene madre –dijo Crocnut-. La mataron en Crocómpolis, por eso Atoncroc se vino aquí con ella. Este es el único sitio donde reina la paz. Todos los que estamos aquí estamos en contra de las peleas y las guerras. Has tenido suerte de caer en el viejo volcán de Crocompichu, y de que Urcroclandia esté cerca.
En ese momento llegaron Atoncroc y Amoncroc. Los dos traían el puchero que Sam había visto esa mañana cocer sobre el fuego verde.
-¡Aquí está el ponche! –dijo Atoncroc.
-¡Ponche! –gritó Sam, sorprendido y emocionado.
-Es lo único bueno que dejasteis los terrícolas. –dijo otro de los asistentes-. Me llamo Anucroc, entre otras cosas soy el funerario, pero no te lo tomes a mal, no he querido molestarte.
-No lo has hecho –contestó Sam. ¿De qué es el ponche?
-Lleva jugo de crocomotes, crocomoles, higos, y todo ello cocido y aderezado con licor de crocomavu, nuestra uva, y un chorro de alcohol de raíz de crocomtata, lo que vosotros llamabais patata.
Sam fue el primero en extender su vaso y probar el brebaje. Su cara pareció haber sido partida por un rayo terrestre, desconocía los rayos crocomitas, y, tras asentar el licor en su estómago, dio el visto bueno. Todos los asistentes rompieron en gritos y hurras. Los vasos de ponche empezaron a correr por la mesa, y la cena familiar pasó a ser una fiesta sólo apta para mayores. Los ojos de Sam no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Varios de los hombres que se habían ausentado volvieron a la mesa. Consigo traían unos extraños aparatos: una especie de troncos unidos por unas invisibles cuerdas, otro tronco redondo y hueco con unos filamentos metálicos, una geométrica variedad de arpa de cuerdas multicolores. Una especie de música del tiempo comenzó a escapar de aquellos instrumentos, haciendo que los crocomitas movieran su cuerpo. El mantel fluorescente se apagó y las plantas luciérnagas comenzaron a fluctuar alternando sus radiaciones con tonos violetas, amarillos, verdes y rojos.
Akenacroc se acercó a Sam y le entregó algo semejante a una larga pipa de madera.
-Tú eres el anfitrión. Tienes que encenderla.
Sam que ya iba algo tocado por el ponche pensó que aquello era una invitación a la pipa de la paz, y realmente lo era. Se llevó la boquilla a la boca y aspiró profundamente mientras Akenacroc acercaba el fuego verde a la pequeña cazuelilla que contenía las hojas de crocomhuana. Tras unos segundos, Sam volvía a realizar su gran sueño, flotar en las estrellas.
-Eh… no te lo fumes todo –dijo una voz, despertando las risas de todos.
Sam le entregó la pipa a Akenacroc y bebió un trago de ponche, necesitaba mojar su garganta reseca por el ondeante estimulante crocomita.
-Veo que alguien te ha hablado de Crocómpolis. –Sam asintió ante las palabras de Amoncroc-. Ya conocerás la gran ciudad, no tengas prisa. Primero debes conocer cómo era antes Crocom y, sobre todo, tienes que aprender a ocultar tus pensamientos.
-Gracias –dijo Sam-. Sé que lo estás haciendo por mí.
-Te confundes. Esta noche todos han visto las fechas que tu mente trata de ocultar, pero aquí no tienes problema, nadie va a hacerte daño -Sam se quedó helado sin saber qué decir-. Me parece que alguien te está esperando –prosiguió Amoncroc, dirigiendo su mirada hacía la soledad del valle, adonde se dirigía Crocnut.
Sam puso su mano sobre el hombro de su amigo y apretó agradeciéndole su ayuda, luego, todavía tambaleante por los efectos de las hojas, se puso en pie y se encaminó hacia la mujer, quien ya comenzaba a mutarse de noche.
Cuando llegó junto a ella, la encontró apoyando su cabeza sobre los lomos de un unicornio que vivamente reflejaba su color plateado sobre su rostro. La cara de Crocnut era una perla viviente, la pintura de sus labios, de un azul celeste, compartía color con las flores que cubrían su cuerpo y con sus ojos, estos últimos enmarcados sobre el rojo efecto de la crocomhuana.
-Creo que en la Tierra sólo tenéis un satélite al que llamáis Luna –dijo Crocnut mirando hacia las dos lunas crocomitas y sin dejar de acariciar al urcroc-. ¿Te gustan nuestras lunas?
Sam levantó su vista hacía el desconocido cielo y observó los millones de estrellas, partícipes de los dibujos de las nuevas constelaciones que nunca antes había visto. Allí, entre todas ellas, estaban los dos satélites crocomitas: uno, el más cercano, perfectamente redondo y plateado, y el otro, algo más pequeño y apagado, que desprendía un tono ligeramente rojizo.
-Ese –dijo Crocnut, señalando al más grande-, el que da color a los urcroc machos, es Urcroccrom, y ese otro, lo llamamos Rúbor, ya que su color es el que alimenta nuestra sensación de vergüenza.
Era cierto, Sam había visto los urcroc plateados, ahora tenía uno junto a él, y también había visto los ojos rojos de Croc-isis, avergonzada tras la reprimenda de su padre. Crocnut dio una orden al urcroc y éste se retiró lentamente, sin prisa, con tranquilidad, la misma calma que se tomaba su rostro en volverse oscuro.
-Ven, sentémonos…-dijo ella
Sam obedeció y se echó sobre la hierba. Su mente todavía daba agradables vueltas de sosiego mental, lo que le evitaba poder ocultar sus pensamientos.
-¿Por qué los terrícolas poseéis esa ansiedad de conquista? ¡Colonizasteis la Luna! A nosotros nunca se nos ha pasado por la cabeza conquistar ninguno de nuestros satélites, Nos conformamos con nuestra tierra, incluso ahora que tiende a la muerte, no hacemos nada, sino afrontar nuestro destino.
Sam no tenía nada que decir, no sabía qué contestar. Se limitaba a reflexionar en silencio.
-¿Te gustaría besarme?
Tampoco tenía palabras ahora. Casi no veía la cara de Crocnut, sólo distinguía sus degradadas pupilas; rojas, por la vergüenza de sus palabras, y verdes, por el enfado que le propiciaban las que leía en la mente de Sam.
-Amoncroc y Atoncroc te han dicho que soy una mujer fácil. –Sam seguía mudo-. No les culpo por ello, tienen razón, pero también soy débil, sobre todo ante sus debilidades, por eso a veces me ofrezco a ellos. Puedo ver que una parte de ti no desea besarme, una gran parte dolida y que trata de olvidar el pasado, pero también veo esa otra mínima parte, dudosa y confusa, que sólo busca conocimiento y satisfacción de hacer el amor con una extraterrestre. Esa es otra de vuestras ansiedades que no llego a entender. Si esta noche hiciéramos el amor, no te estarías entregando a mí, y yo tampoco me estaría entregando a ti, y eso es algo con lo que no estoy de acuerdo. Puede que más adelante hayamos aprendido a amarnos, y puede que todo sea distinto; de momento, dejemos las cosas como amigos.
Finalmente, las palabras de Crocnut acabaron en una amigable sonrisa, lo que alegró enormemente a Sam, quien se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza. Los dos se tumbaron boca arriba y dejaron que sus pensamientos volaran libremente.

Al día siguiente, Sam se despertó tarde, muy tarde, ya estaba anocheciendo, si bien era cierto que también se había acostado muy…, temprano, con los primeros rayos del nuevo sol. Mientras había permanecido junto a Crocnut, su mente había vuelto a recorrer algunas de las maravillas que tiempo atrás había sentido. Todo para que ella pudiera verlas a través de sus pensamientos y recuerdos. Quizás fuera la única forma de que ella consiguiera entender uno de los misteriosos deseos terrícolas que no llegaba a comprender. Juntos, sintieron la doble y contraria sensación del calor y el frío cuando Sam, por primera vez, descendía con su traje espacial hasta el suelo de Mercurio, donde cada uno de sus pies tocaba una de las dos caras del planeta: la soleada, a más de trescientos grados centígrados, y la sombreada y negra, donde el termómetro descendía hasta los doscientos bajo cero. Nuevamente, el fuego fundió sus músculos izquierdos y el hielo congeló y taponó la sangre de sus aurículas derechas. Sus ojos se convirtieron en acuosos dibujos cubistas al ver la belleza de los prisioneros reflejos calidoscópicos producidos por las láminas cristalinas del jade en los secos mares de Marte o, la ocasión única, en la que desde su nave podía ver alineadas las coloridas dieciséis lunas de Júpiter. Sufrieron el miedo de verse perdidos en el remolino que forman los cinturones de nubes multicolores de Saturno, y cómo, ya abandonados a perecer en el tiempo, un estornudo espacial, un fuerte viento de más de quinientos kilómetros por hora producido por un brusco cambio de la temperatura, los empujó de nuevo hasta los oscuros abismos del espacio galáctico. Contemplaron extasiados cómo uno de los desorientados asteroides que nadan en el espacio entre las órbitas de Marte y Júpiter se precipitaba vertiginosamente hacia un agujero negro produciendo, al entrar en él, una gigantesca tela de araña multicolor, y finalmente lloraron con el recuerdo de Sam leyendo una de las obras de un antiguo escritor frente a Titania y Oberón, los dos satélites que inspiraron el nombre de varios de sus personajes en una de sus obras, y cuyo título se parecía a lo que a él le estaba sucediendo, “el sueño de una noche de verano”.
Después del romántico paseo, regresaron a la fiesta, siguieron bebiendo ponche y fumando crocomhuana hasta quedarse con las fuerzas justas para llegar a sus camas. Una noche de locura y desenfreno, amor y felicidad, pensaba Sam, mientras caía sobre las cálidas mantas invisibles, ¿habría sido esto así alguna vez en su lejana Tierra?

La cabeza le daba vueltas, era evidente que también existía la resaca en Crocom. De haber estado en la Tierra, ese día no se hubiera levantado, pero no estaba en su caótica y mortecina Laguna York, sino que se encontraba en la fantasiosa Urcroclandia. Pensó en su urcroc preferido, pero nada se oyó, el animal no respondía a su llamada. Sam se olvidó de sus mareos y se puso en pie. Sus ojos se detuvieron en una de las esquinas de la habitación, su arcaica pistola de ultrasonido láser había desaparecido.
El fresco de la tarde ya llegaba con las primeras brisas vespertinas. Las invisibles mantas que cubrían la plaza ya habían sido devueltas a las habitaciones de todos los habitantes del pueblo. Un silencio seco inundaba la calle y la plaza que esa misma noche habían sido un torrente de ruido y fiesta, y ahora parecían formar parte de una ciudad fantasma. Sam miró a su alrededor, no había nadie. Ni un solo hombre asomaba su mutante piel. Las pocas mujeres que quedaban estaban en sus casas y ni siquiera los urcroc rondaban por el valle. Sam no sabía qué pensar, estarían todos durmiendo la resaca, estarían trabajando en el campo, acaso lo había soñado todo y acababa de despertar; durante unos instantes se vio perdido. Se acordó que su arma había desaparecido. En ese momento, la tímida, sensual y delicada risa que él conocía llegó hasta sus oídos. Corrió hacía ella, y tras una de las casas encontró a Croc-isis con sus dos amigas. Todas callaron instantáneamente. La niña sonrió, se alegraba de verle. Ya había superado su vergüenza.
-Hola Croc-isis –dijo Sam-. ¿Dónde…?
La niña le cogió de un brazo y se retiró a un lado. Su dulce rostro comenzaba a convertirse en noche.
-Todos los hombres han ido al Crocompichu. –Sam puso cara de no entender-. Esta mañana se levantaron todos y salieron urgentemente, no sé más. -La palabra urgentemente penetró profundamente en la cabeza de Sam-. ¿Quieres jugar con nosotras?
Sam dejó escapar una cariñosa sonrisa, se agachó y la besó en la frente.
-Ahora no Croc-isis, en otro momento. Dime, ¿cuál es la casa de Crocnut?
Las tímidas risas de las amigas y el delator ummmm, otra vez flotaron en el enrarecido aire. Croc-isis les hizo un gesto de que callaran y éstas obedecieron.
-Sigue hacia los árboles altos –dijo ella, señalando hacia ellos-. Es la casa azul celeste que está a su lado.
-Gracias.
Sam se despidió de las niñas y se encaminó raudo hacia la casa de Crocnut. Cuando llegó, se detuvo unos segundos. Se trataba de una coqueta casa de adobe. Su azul celeste la debía esconder en el impoluto cielo del día, pero ahora, con la primera oscuridad del anochecer, se asemejaba a una de las densas nubes de gas metano que él había visto en las proximidades de Urano.
Toc, Toc. Sam golpeó varias veces la puerta. Tras unos segundos, ésta se abrió. Parecía no haber nadie al otro lado. Sam pensó en telepatía, pero las puertas no tenían vida para captar las ondas. También pensó si debía entrar sin una invitación, pero esa no era la forma de caballerosidad que él solía mostrar.
-¡Crocnut! –murmuró Sam, a media voz-. ¡Crocnut! ¡Soy Sam!
-Sí. Ya sé que eres tú, pasa –contestó la voz de la mujer-, no te quedes ahí parado, que me voy a enfriar.
Sam tragó saliva y entró. La puerta se cerró y tras ella estaba Crocnut. Tenía su cabeza agachada y su largo pelo colgaba hacia el suelo. Parecía húmedo y unas gotas blancas goteaban de él. Sam la miraba extrañado.
-¡Nunca has visto secarse el pelo a una mujer!
-¡Ah...! –exclamó Sam-. Creí que te pasaba algo.
Crocnut hizo el movimiento de retorcer sus manos para dar forma de casco espiralado a la toalla invisible que le cubría la cabeza y se incorporó. Su cuerpo estaba desnudo y reflejaba el tono verdusco y chispeante del fuego que ardía en la pequeña chimenea.
-¿Por qué estás preocupado? –se anticipó Crocnut.
-Croc-isis me ha dicho…
-No te preocupes –cortó ella-. Alguien del pueblo ha visto cerca del volcán a varios crocomitas de la ciudad, estaban de paso a otra de las ciudades, puede que hayan visto tu nave. Por eso han ido al volcán, hay que esconderla antes de que la vean, aunque es probable que ya sea demasiado tarde.
Sam pareció entenderlo.
-Supongo que lo mejor era que me quedara en la cama.
-Supones bien, por lo menos en el pueblo.
Sam se sentó en una de las sillas que estaban junto a la mesa. Su cabeza daba vueltas convenciéndose a sí mismo de que Amoncroc había hecho lo correcto.
-No le des más vueltas… Tendrás hambre, hoy no has comido.
-Sam asintió-. Huele bien –dijo, señalando hacia el puchero que hervía sobre el fuego verde.
-Crocnut comenzó a reír-. Bien, se lo diré a las parturientas que vengan a por su brebaje.
Sam deseó que aquella frágil corteza que sujetaba con pinzas el mundo crocomita se abriera y le tragara. Cada vez que abría la boca, parecía que el pequeño satélite de Rúbor, también desprendía su influjo sobre él.
-Ahí –dijo Crocnut, señalando hacia una habitación contigua, mientras ella retiraba el puchero del fuego-, en la despensa, hay un cesto con fruta, y creo que queda algo de queso de urcroc en la nevera. Sírvete. Estás en tu casa.
Sam entró en la despensa. Efectivamente, sobre la mesa había un cesto con fruta, pero por más que miraba no veía ninguna nevera por ningún sitio. Abrió varias puertas, pero no encontró nada, hasta que en un pequeño armario vio su pistola de ultrasonido láser. La miró confuso, no conseguía entender qué hacía allí. ¿Quién la había puesto allí? En ese momento entró Crocnut. Sam seguía pensativo.
-Te dije en la nevera –dijo ella, cerrando la puerta del armario con un golpe.
-¡Sí…! Pero… -Sam se lo pensó-. Pero… ¿dónde está la nevera? –dijo finalmente, mirando a su alrededor.
-Aquí. –dijo Crocnut, algo enfadada, levantando una piedra cuadrada que hacía de tapa de una caja que, también, estaba sobre la mesa.
-¿Eso es la nevera? ¿Cómo consigue enfriar?
-No tiene que enfriar –contestó ella mientras volvía a la habitación de la entrada con la fruta y el queso-, sólo tiene que evitar que el olor llegue hasta los urcroc machos. Éstos creerían que habría alguna hembra en celo y destrozarían la casa buscándola.
-Vaya… Lo siento… Pero…
-¡Calla y come! –ordenó Crocnut.
-Está bien –concluyó Sam, hincando sus dientes en uno de los crocomoles que coronaban el cesto.
El silencio recorría la habitación de punta a punta y de arriba abajo. Lo hizo durante unos minutos, pero no sucedía lo mismo en sus cabezas. Sam no paraba de dar vueltas a la idea de qué hacía allí su pistola y en la de Crocnut, las vueltas eran provocadas por los pensamientos de cómo darle una explicación. A Sam le resultaba difícil pensar en otra cosa, y ella ansiaba ese nuevo tema que, de vez en cuando, veía asomarse en la mente de Sam.
-¿Cuándo volverán…? –escapó de la mente de Sam, casi sin quererlo.
-Tardarán unos días –respondió ella, sin dar opción a que el cerebro de Sam volviera a su principal duda-. Por eso han ido todos los hombres. Tienen que trasladar los restos de la nave hasta las montañas y enterrarlos en alguna de las cuevas. No se pueden valer de la fuerza de los urcroc, ya que si éstos permanecen un par de minutos en la sequedad del cráter, mueren.
Sam asentía a la explicación de Crocnut, pero su cabezonería terrícola seguía dando vueltas a la cuestión de su arma, ¿por qué ella? Ya eran dos cuestiones: ¿Por qué? y ¿Por qué ella? Crocnut ya no sabía cómo salir de la cuestión, pero ella tenía claro que no iba a ser la primera en hablar de ello. Si él no preguntaba, ella no le iba a dar explicaciones, incluso intentó mentalmente desviar la preocupación de la mente de Sam. Con todas sus fuerzas le mandaba ondas telepáticas para que éste se olvidara de ello, pero era inútil, Sam no poseía esa capacidad receptora de las radiaciones electromagnéticas que nuestros cerebros emiten cuando pensamos.
Pero Sam no era tonto, se había dado cuenta que cada vez que él estaba a punto de formular su pregunta, ella saltaba con otra cosa. Así que se dijo a sí mismo que él no iba a dejar de pensar en ello, pero tampoco sería el primero en hablar del tema. La situación se había convertido en una lucha de poder a poder, de aguante mental, claro está. Se olvidaría antes él de su preocupación o, por el contrario, se cansaría antes ella de leerla en su mente.
Durante largo rato, Sam estuvo preguntando tonterías a Crocnut, pero en ningún momento despegó su duda de su mente. Ella término harta de sus absurdas preguntas, y finalmente tuvo que rendirse a la tozudez terrícola.
-¡No me extraña que os fuera como os fue! –dijo enfadada, ante las vencedoras risas de Sam.
-¿Por qué? –inquirió él, mostrándole su corazón.
-Lo trajo Amoncroc. No es que no se fíe de ti, pero íbamos a estar solas durante varios días. Podías aprovechar el momento…
-¿Para qué? –interrumpió él-. Si ya ha leído mi mente y mis intenciones. Sabe que…
-¿Has olvidado que eres un terrícola? –cortó ella, otra vez-. Todavía no tenemos la seguridad de saber quién eres realmente. Puedes ser un terrícola del futuro, no del pasado como dices ser. Puedes haber aprendido a ocultar tus verdaderas intenciones y puedes estar engañándonos. –Sam escuchaba en silencio-. No le culpes por ello, todo lo contrario, deberías darle muestras de tus benévolos propósitos.
-Sam todavía tenía la otra duda-. Y.. ¿Por qué tú?
-Amoncroc y Atoncroc saben que yo te mataría si fuera necesario, si intentaras hacer algo contra cualquiera de este pueblo. Olvidas que yo he ayudado a que todos fluyan a esta vida.
Sam comenzó a reír, pero pronto se tragó su risa. Comprendió que Crocnut hablaba en serio. Lo había oído en su voz, ahora lo veía en su cara, incluso, por primera vez, creyó leerlo en su mente.
-Pero la tenías guardada, ¿cómo estabas tan segura que no os iba a hacer nada?
-Lo vi anoche en tus recuerdos. Vi cómo llegabas a esos planetas y satélites, vi tu cara de felicidad cuando los conquistabas, cuando observabas las maravillas que te ofrecía el espacio, también vi tu deseo de conocer más y más, pero lo que siempre permanecía era tu buena voluntad. No mirabas con ojos de ansia y poder, sino que lo hacías con los acuosos y emocionados ojos de un aventurero visionario, tanto que de no haber sido por el estornudo espacial en los anillos de Saturno, te habrías rendido ante la belleza que rodeaba a tu propia muerte. -Momento de silencio-. Si quieres, te la puedes llevar.
Sam negó con la cabeza.
-Déjala, ahí está bien, no me hace falta.
La noche se les había echado encima. Sam se levantó y miró a través de una de las pequeñas ventanas con vistas hacia la plaza. Todo estaba oscuro y en calma. Sólo se percibían algunas de las siluetas que las casas dibujaban sobre el cielo ligeramente iluminado por el reflejo de Urcroccrom y Rúbor.
-Es tarde. Iré a ver si Croc-isis ya se ha acostado y luego yo también me retiraré.
-Está bien –dijo Crocnut, poniéndose en pie para despedirle-. Hasta mañana.
Sam abrió la puerta y le despidió con un gesto de su mano. Salió y cerró tras él.
Mientras avanzaba, camino de la casa de Atoncroc, no dejaba de pensar en lo que Crocnut le había dicho. Realmente creían que él tenía intención de hacerles daño. Después de todo, como ella había recordado, no sería tan descabellado, era un simple terrícola y los terrícolas son capaces de cualquier cosa, incluso de vender su propia muerte. Pero él no pensaba así, él no era como los demás terrestres, sabía que no lo era, estaba seguro de ello porque esa duda ya había pasado antes por su cabeza y ya se había autoconvencido que él era diferente de hombres como Boss, Carl o Thomas. No sólo eso, sino que ahora estaba convencido que incluso daría su vida a cambio de la de cualquiera de ellos, sólo quedaba demostrárselo.
El valle estaba más oscuro que nunca. El cálido reflejo de Rúbor comenzaba a ocultarse tras su pareja lunar. Sólo la menguante luz plateada de Urcroccrom iluminaba la calle. El silencio era absoluto. Esa noche no se había levantado ni la más mínima brisa, y los árboles parecían altas siluetas esculpidas en piedra, ni sus ramas, ni sus hojas, ni sus flores, ni el poco polen que escapaba de ellas se movía esa noche.
La casa de Atoncroc era muy parecida a la de Amoncroc. El blanco reinaba en la fachada y, sobre la puerta, un techo de hierba y ramas anticipaba un pequeño hall. Sam abrió el pestillo que cerraba la puerta y entró despacio. Se encontró con lo mismo. A pesar de que las casas estaban pintadas de distintos colores en su exterior, el interior presentaba la misma distribución: un amplio salón con una pequeña chimenea y una mesa con varias sillas, una ecuánime despensa y otro par de ridículas habitaciones. Sam se acercó al fuego. Las verdes brasas de éste estaban a punto de morir. Cogió otro de los troncos que estaban amontonados a su lado y lo echó sobre las diminutas llamas. Sopló suavemente sobre las brasas y estás reavivaron su fuego. El tronco se tornó violeta y, otra vez, el caliente fuego verde llenó la habitación con su luz y su calor.
De una de las habitaciones llegaba una débil voz que llamaba a su mamá. Sam entró con mucho cuidado, era probable que la niña se despertara y gritara asustada al verle.
-Ven mamá, ven conmigo –decía Croc-isis entre sueños. Se volvió y se puso de cara hacia la planta luciérnaga que lucía sobre su mesilla. Un vivo color rosa envolvía suavemente la habitación y teñía su inocente cara.
Sam se sentó suavemente sobre el borde de la cama y la arropó con las invisibles mantas que la pesadilla había arrastrado hasta los pequeños y fríos pies de Croc-isis. Al oírla hablar, él recordó que también hablaba en sueños y que de pequeño también sufría pesadillas. Se agachó y la besó en la mejilla. Se incorporó y salió de la habitación. Se detuvo en la puerta y la observó una vez más. Inconscientemente dio una orden mental para que la planta luciérnaga se apagara e, inesperadamente, ésta obedeció. No creía lo que estaba viendo, podía ser cosa de Crocnut, pero rápidamente, antes de darle tiempo para captar sus ondas, envió otra orden. La planta comenzó a encenderse nuevamente, deteniéndose cuando emitía la intensidad suficiente para que las excitadas células de la retina pudieran enviar su información al cerebro. Sam sonrió, había sido cosa suya, ahora estaba seguro de que había sido él mismo el autor de la orden que la planta había obedecido. En varios días que llevaba en el nuevo planeta, ya había conseguido enviar órdenes telepáticas a las plantas; con los animales le iba a ser más difícil, y no digamos ya con las personas, pero lo que realmente parecía complicado era poseer la capacidad de captar las ondas telepáticas de los demás.
Otra vez se acercó a la chimenea, iba a echar un nuevo tronco para que el fuego aguantara toda la noche, cuando una vieja y carcomida caja de madera que reposaba sobre ésta, detuvo sus movimientos. Sus ojos la estudiaron milímetro a milímetro, era semejante a las antiguas cajas de música que él había visto y oído en las viejas tiendas de antigüedades del Park Avenue neoyorquino. Añadió el tronco al fuego y, cogiendo la caja de madera, se sentó en una de las sillas que estaban arrimadas a la verde lumbre. Nuevamente le atacó la duda de sí debía abrir la caja. Quizá contuviera algo que él no debía ver o, por el contrario, y era lo más posible, simplemente se tratara de viejos recuerdos. Él recordaba que eso era lo que siempre se guardaba en esas cajas: antiguas fotos, viejas cartas, pequeñas pertenencias como anillos, collares, broches o un pequeño mechón de pelo. Además, de ser algo peligroso, nunca hubiera estado al alcance de Croc-isis. Antes de abrirla decidió inspeccionarla. Al voltearla y observar la base, pudo leer la borrosa inscripción que había tallada en ella; “Madison Av. St. E 57  1893”. Ahora sí que le había invadido la curiosidad, a quién pertenecían aquellos recuerdos, a Atoncroc o a alguien que realmente había vivido en su New York de aquel lejano siglo.
Sam envió sus ondas a las plantas luciérnagas que había en la estancia, pero éstas no obedecieron. Vaya, la cosa no iba a ser tan fácil, se dijo. Lo pensó otra vez, pero sin importarle si lo conseguía o no, así había sido antes, y está vez las plantas dejaron de emitir sus tenues y difuminados rayos. Sólo quedaba la verdosa luz que desprendía el fuego. Ahora, las sombras se habían vuelto mágicas. La silueta de Sam se proyectaba sobre la pared dibujando una bestia oscura y sin rasgos definidos. Sam tomó aire, otra vez. Era una necesidad que el enrarecido aire le obligaba a hacer siempre que se disponía a enfrentarse con algo que ni siquiera su mente podía imaginar. Abrió la caja, pero ésta estaba vacía. Observó su interior durante unos segundos y luego la cerró. Su mente, pensó. Daba vueltas. Las cajas de recuerdos contienen recuerdos, pero también podía ser que sólo se tratara de una caja de recuerdos vacía. La abrió nuevamente y, otra vez, vio que no había nada en ella: ni fotos, ni cartas, ni anillos, ni collares, ni broches, ni mechones de pelo. Sin más, la cerró y la dejó sobre sus rodillas. Su mente ya había comenzado a soñar con recuerdos y fantasías del romántico siglo XIX. Él deseaba que allí hubiera habido algo, daba igual lo que fuera, él sólo quería ver y sentir. Inconscientemente, sus manos levantaron la tapa, y una música llegó hasta su cerebro. Tardó en darse cuenta, era una música que él conocía y creyó que ésta provenía de sus propios recuerdos. No dio con ello hasta que, otra vez, sin quererlo, sus dedos volvieron a dejar caer la tapa. Recuerdos telepáticos, pensó. Claro, después de todo, se encontraba en un mundo donde la telepatía era la forma principal de comunicarse. Volvió a levantar la tapa, pero no se oyó nada. Demasiada importancia. Se concentró y trató de dominar su ansia de conocer. La abrió una vez más. Primeros acordes de un violonchelo. Felicidad. Emoción. Se desvanecen. Horror. Desilusión. Concentración. Relajación. Tengo toda la noche. Además de música, debe de haber imágenes. Concentración. Relajación. Respiración. Música de chelo. Felicidad. Emoción. Sigue la música de Casals. Respiración. Tranquilidad. La imagen del rostro de una mujer llega hasta su cerebro. La emoción hace que las ondas se pierdan. Sam está feliz, sabe que está consiguiendo dominar su ansia.

Durante toda la noche, Sam no paró de abrir y cerrar la caja. Poco a poco, cada vez más, conseguía percibir los escondidos recuerdos encerrados en lo que nuevamente, y nunca había dejado de serlo, se había convertido en una caja de recuerdos. Otra vez la desconocida mujer, Atoncroc y Croc-isis corrieron por su mente, yendo y viniendo, repitiendo sus entrecortados movimientos cada vez que Sam dejaba de comportarse como un receptor de ondas electromagnéticas. La mujer, cubierta con una larga túnica blanca y con una pistola láser de tamaño corto enfundada en su ancho cinturón corría por un amplio jardín. Su largo pelo rubio crocomita volaba al viento. Tras ella corría un Atoncroc, más joven. Otra túnica, color naranja, llegaba hasta sus tobillos y de su hombro colgaba una de las pistolas largas y modernas que Sam había visto. Corría tras ella y, cuando la alcanzaba, los dos caían a la hierba. Atoncroc la besaba, curiosamente en la nariz, luego era ella quien besaba la suya. La imagen se desvaneció. La nariz, pensó Sam. Era lógico, ésta era la única parte de su rostro que no sufría cambios. Los ojos y sus labios cambiaban en función de sus sentimientos; bien rojos por la vergüenza o verdes por la  pena o el enfado. Era cierto que él había visto besar a los crocomitas, y lo habían hecho en la mejilla o la frente, pero nunca había visto un beso de amor, por eso nunca había visto un beso en la nariz. En una nueva imagen, Sam ve a la pareja. Los dos están apoyados sobre lo que parece un coche crocomita. Un extraño modelo piramidal de tres ruedas, de color platino. Tras ellos, un bajo edificio de piedra con un cartel: Hotel Crocómpolis. Sam estaba descubriendo cosas que nadie le había contado. Croc-isis, algo más pequeña, corría hacia sus padres, que la abrazaban y la besaban. Bajo una gran pira de fuego parece arder un cuerpo, frente a él, están Atoncroc y Croc-isis, los dos dejan que las transparentes lágrimas de la pérdida cercana caigan por su cara. Finalmente, una feliz Croc-isis, unos años después, sonríe feliz hasta que las imágenes y la música desaparecen.

El fuego se había consumido. Unas diminutas chispas verdes saltaban sin fuerza sobre las brasas oscuras. Por las pequeñas ventanas comenzaban a entrar los, todavía, débiles rayos solares, suficientes para borrar de la pared la misteriosa y extinguida sombra de Sam. El salón estaba en silencio, seguía durmiendo, igual que el resto del pueblo. Sam continuaba en la silla, junto a la chimenea. Su cuerpo, derrotado por el cansancio psíquico, había caído hacia atrás, y las puntas de sus dedos sostenían, de un hilo, la caja de recuerdos que parecía querer caer al suelo. A su lado estaba Croc-isis, que no dejaba de mirarlo. Se acercó a él y con sumo cuidado le quitó la vieja caja. La dejó sobre la chimenea y se fue hacia su habitación. Tras unos segundos volvió, traía algo en sus manos y lo echó sobre Sam. Le estaba arropando con una de sus invisibles mantas. Sam se movió, pero no llegó a despertar, había sentido el cálido y suave tacto de la manta. Cogió postura, se arropó y siguió durmiendo. Croc-isis sonrió, le gustaba aquel extraño que tenía frente a ella, le quería y sabía que él nunca le haría daño. Porque si ella poseía algo, era la cualidad que los niños y las mujeres poseen de poder penetrar y leer más profundamente en los pensamientos ajenos.

Habían pasado algunas horas cuando Sam abrió los ojos. Frente a él, sobre la mesa, tenía el cesto con fruta y un plato con queso de urcroc. Eso le decía que los hombres no habían vuelto, estaban demasiado lejos para que el olor llegara hasta los animales. Su barbilla sintió el delicado tacto de la manta que le cubría. Entonces recordó la caja. Palpó con sus manos bajo la manta, pero no encontró nada. Levantó su mirada hacia la chimenea y allí estaba la caja de recuerdos. Dejó escapar un suspiro, creyó haberla dejado él allí, pero no lo recordaba, seguramente por el cansancio. Otra vez dudó si todo había sido un sueño. Tranquilamente, ordenó que se encendieran todas las plantas que le rodeaban. En milésimas de segundo, éstas comenzaron a emitir sus diferentes longitudes de onda en función de su tallo, produciendo distintas tonalidades por cada rincón de la estancia. Nuevamente obedecieron y se apagaron.
Fuera, el sol golpeaba con rabia. De lejos llegaban algunas voces de las mujeres que, perfectamente camufladas, se perdían en el verde campo de cultivo. Las delicadas y sensuales risas de las niñas provenían del pórtico sombreado que se asomaba en otra de las casas. Intencionadamente, Sam se acercó a ellas haciendo ruido y avisando de su llegada. No quería aparecer de golpe y asustarlas. Las tres niñas se alegraron de verle, ahora el color de su piel, teñida de naranja por el reflejo de la casa, las confundía con tres soles.
-Juega con nosotras -dijo una, armándose de valor.
-Bien… -contestó Sam.
La niña comenzó a saltar llena de alegría y felicidad.
-¡Ha dicho que sí! ¡Ha dicho que sí! ¡Ha dicho que sí!
-¡No! –dijo en alto Croc-isis, haciendo callar a su amiga-. Te estoy esperando, quiero mostrarte algo.
Sam pidió perdón a las otras niñas y siguió a Croc-isis, quien ya había comenzado a andar en dirección a la montaña. Estaban atravesando el desnudo y silencioso pueblo, y cada vez que Sam miraba hacia ella la veía de un color diferente: el blanco de su casa, el rojo de la casa de Anucroc, el azul de la fachada de la mujer que elaboraba las mantas invisibles, el marrón de las que no estaban pintadas y, por supuesto, el verde de la hierba y los árboles que dominaban el valle.  Sam se detuvo para tomar aire. Los árboles que proyectaban su sombra sobre él, le indicaban que estaba frente a la casa de Crocnut, pero él no conseguía distinguirla. Como había imaginado, ésta se empastaba con el inmaculado azul celeste, ocultándose del alcance de cualquier ojo, o por lo menos de los suyos.
Era la primera vez que Sam veía el valle desde lo alto. A su llegada al pueblo, la cerrada noche y la oscuridad de las calles se lo habían impedido. Ahora veía que tras éste, el amarillo-verdoso se extendía en todas las direcciones.
Cada poco, Croc-isis se detenía y esperaba que él le alcanzara. Cuando éste llegaba junto a ella, continuaba subiendo. Sam notó la falta de aire. El más mínimo esfuerzo se resentía en su, todavía, desacostumbrado cuerpo terrícola. Alcanzaron un montón de rocas. Croc-isis ya se había mutado al color amarillo seco de la tierra y la piedra muerta.
-¿Quieres acabar conmigo? –preguntó Sam, mientras tomaba aire.
-¡No! Quiero mostrarte mi gran secreto.
-¿Secreto? Por eso no dijiste nada antes.
-Cierto
-¿Cuánto de secreto?
-Todo –dijo Croc-isis, riendo-. Nadie lo conoce. Solamente lo sé yo. ¡Vamos! –Croc-isis se adentró entre un pequeño pasillo que quedaba oculto entre las piedras.
Estaba claro que nadie pasaba por allí, excepto ella. No había marcas de camino y el paso era tan complicado que Sam tuvo que reptar para conseguir seguirla. De pronto se vio rodeado de piedras y sólo sobre su cabeza estaba libre, al aire.
-Es mi cueva secreta –dijo Croc-isis, señalando a un lado.
-Tu cueva secreta –repitió Sam.
La niña asintió y entró en la cueva. Sam fue tras ella.
-¡Espera, está oscuro! ¡Está oscuro…! –se escuchó la voz de Sam.
Varias plantas luciérnagas comenzaron su emisión luminosa, haciéndole callar. Croc-isis continuaba adentrándose hacia el interior. Sam le seguía en silencio. Poco a poco, descendían por una especie de escaleras naturales. Según se adentraban en la oscuridad, por delante se encendía una nueva planta y se apagaba la que quedaba atrás. El frescor cada vez era más evidente, no en vano se alejaban del sol, sumergiéndose más en aquella inestable corteza. Croc-isis se detuvo, habían llegado a una amplia sala, algo parecido a una cámara mortuoria, pero sin muertos. El estrecho pasillo volvió a quedar a oscuras y una gran luz se hizo en la sala. La piedra estaba fría; un gran alivio, comparado con el gran calor de la superficie.
-Siéntate –dijo ella, ocupando uno de los huecos de la pared.
Sam se sentó a su lado.
-¿Vienes mucho por aquí?
-De vez en cuando. Cuando me enfado.
-Sabes, no quiero asustarte, pero en lugares como éste enterraban antiguamente a los muertos de mi planeta. Puede que vosotros…
-Nosotros no enterramos a nuestros muertos –dijo Croc-isis-, los quemamos. Si hiciéramos un agujero, a cada golpe que diéramos produciríamos un pequeño terremoto. Creí que lo sabías. Sólo podemos cavar en la fértil tierra del valle.
-¿Por qué iba a saberlo? –preguntó Sam extrañado.
-Por mi ataúd de recuerdos.
-¿Qué?
-Mi ataúd de recuerdos. Creí que lo habías percibido esta noche.
Sam se rió. Ahora se daba cuenta que no había sido él quien había devuelto la caja de recuerdos a su lugar.
-Tienes razón. Sí, he conseguido recibir las ondas de tu caja. Pero, ¿por qué la llamas ataúd?
-No sólo sois malos vosotros. Nosotros también matamos. ¿Quieres que te cuente cómo se hace un ataúd de recuerdos?
Sam asintió. Lo estaba deseando.
-Lo primero que tenemos que hacer es una selección de nuestros recuerdos y elegir una música que nos guste. Tenemos que hacer una selección porque las plantas no pueden retener mucha información. Una vez que toda la secuencia está en nuestra mente, la debemos transferir mediante nuestros pensamientos a una planta –Croc-isis señaló hacia una de las plantas que estaban allí encendidas. Sam la miraba boquiabierto-. Luego ésta la guardamos en una caja cerrada y la dejamos morir. De esa forma, la planta sin vida va desapareciendo y las ondas de nuestros recuerdos se convierten en lágrimas que quedan impregnadas en sus paredes. Así es como se construyen los ataúdes recuerdo. Es triste, pero sólo lo hacemos para recordar a alguien que queremos.
Ahora eran las lágrimas de Sam las que comenzaban a nacer en sus ojos. Trató de esgrimir una sonrisa, pero le fue imposible, sólo pudo abrazarla entre sus brazos.
-¿Por qué lloras? –dijo Croc-isis, levantando sus ojos hacia él.
-No lloro. Estoy contento –contestó Sam.
Croc-isis sonrió feliz y, bajando nuevamente su vista, se acurrucó entre los brazos que la rodeaban.

Durante varios minutos, permanecieron los dos en silencio. De pronto, las plantas luciérnaga se apagaron, dejando a oscuras la cueva. Otra vez se encendieron, obedeciendo la orden de Croc-isis, pero duraron poco, nuevamente se apagaron. Croc-isis se puso furiosa.
-¡Encenderos! –gritó, a la vez que mandaba sus ondas.
Sam se reía. Croc-isis descubrió que era él el que daba las órdenes para que se apagaran. “Tonto, cabeza de chorlito, piel seca, bicho que lleva la cola puesta”, dijo mentalmente Croc-isis a Sam mientras le sonreía. Estaba comprobando el poder telepático de Sam, y éste no recibía ninguna onda.
-¡Sólo te comunicas con las plantas y con los ataúdes! –exclamó ella.
-Enséñame tú.
-Vale, pero te llevará tiempo.
-No importa.
-Tu próximo paso debería ser con los urcroc, pero ahora no hay ninguno, así que nos saltaremos al siguiente.
-Yo voy a enviarte ondas y tú tienes que captarlas.
-Sí, pero tienes que darme alguna pista.
-Bien. Ya que has percibido los recuerdos de mi ataúd, nos enviaremos ondas relacionadas con eso. Yo empezaré.
Croc-isis pensó y le envió los primeros pensamientos, “has visto a mi mamá, ¿era guapa?” Sam la miraba. Sus pensamientos daban vueltas a lo que habían visto la pasada noche.
-Si tenemos un tema de conversación, piensa qué te puedo haber dicho –interrumpió Croc-isis.
Realmente la cosa iba a ser difícil. Sam la miraba y trataba de verlo en su cara, pero no llegaba a ver nada. Recordó a la mujer de las imágenes. Estaba claro que era su madre y que el ataúd de recuerdos estaba hecho pensando en ella. Sabía que las ondas que Croc-isis le había enviado tenían que ver con su madre, pero, ¿qué decían? Volvió a recordar la imagen de la mujer, verdaderamente era guapa. “Sí, era muy guapa”, fueron las ondas de Sam. Croc-isis las captó enseguida y fue rápida en contestar, “¿Tú también querías a tu mamá?
A Sam le costó más de una hora descifrar la nueva pregunta, y así estuvieron toda la tarde para cuatro envíos bidireccionales. Finalmente, Sam acabó derrotado y pidió un descanso.
-Es suficiente por hoy –dijo Sam-. Mañana continuaremos. -Croc-isis asintió-. Dime, ¿te gustaría tener otra mamá? –la niña le miró sin entender nada-, no quiero decir que te olvides de tu mamá, pero no te gustaría otra mamá que cuide de ti y de tu papá.
Croc-isis no dijo nada. Sus ojos descendieron tímidamente y un, casi, imperceptible sí escapó de su mente. Sam había llegado a captarlo.
-Se está haciendo tarde –dijo Sam, poniéndose en pie y ayudando a Croc-isis a levantarse.
-Espera, estás cansado. Iré yo delante.
Sam obedeció a Croc-isis y comenzó a andar a su espalda. Ahora tocaba ascender, y eso requería aire. Sam paró varias veces, pero finalmente consiguió salir a la superficie. Después de las horas que había pasado bajo tierra, aquel enrarecido aire era como una agradable bocanada de aire terrestre.

Cuando llegaron al pueblo, la noche estaba casi cerrada. Otra vez habían desaparecido las casas y los árboles bajo la oscuridad celeste. No había ninguna luz encendida y nadie parecía deambular por el pueblo, excepto alguien que, convertida en noche, corría hacia ellos. Un pequeño destello descubrió el rostro furioso de Crocnut. Sus ojos y sus labios mostraban un verde intenso.
-¡Me teníais preocupada! –les gritó furiosa.
-Sólo hemos estado…
-Ha sido culpa mía –interrumpió Sam-. Se nos ha echado el tiempo encima sin darnos cuenta.
-Sabes que no conviene que te pasees por ahí. –continuó Crocnut, algo más tranquila.
-Lo siento, no volverá a suceder.
-¡Vamos! –prosiguió Crocnut, agachándose y besando a Croc-isis-, entra en casa, estarás hambrienta. –Miró a Sam-. Tú también.
Croc-isis no dijo nada y se encaminó hacia la nube de metano que volvía a ser la casa de Crocnut. Los dos adultos caminaban tras ella. Entraron en casa y la pequeña ventana de color verde fuego desapareció cuando se cerró la puerta.

Mientras cenaban, el silencio dominaba el salón de la chimenea. Sólo Croc-isis y Sam mantenían conversación mediante gestos y guiños. De haberlo hecho mediante ondas, Crocnut las hubiera interceptado y todavía dejaba ver el verde enfado en sus labios. Croc-isis se había echado sobre unos cojines, junto al calor del fuego, Sam estaba sentado en una de las sillas, arrimado a la mesa; mientras, Crocnut iba de aquí para allá, trayendo y llevando cosas. En un momento que Crocnut desapareció hacia la despensa, Croc-isis aprovechó para hablar de forma rápida, sin llegar a pensar lo que decía. También era más seguro que enviar pensamientos.
-¿Por qué has dicho que fue culpa tuya?
-Un secreto es un secreto –respondió Sam con la misma velocidad y con un nuevo guiño.
Croc-isis rió. Su secreto seguía a salvo. El silencio volvió a la sala con la llegada de Crocnut, quien sabía que algo se cocía allí, pero no adivinaba qué.
-¿Puedo llevarme esto? –preguntó Crocnut, señalando al cesto de fruta y al queso.
-Espera, te ayudaré.
Sam se puso en pie y, cogiendo el cesto, siguió a Crocnut hacia la despensa. Dejaron la cesta sobre la mesa y metieron el queso dentro de la nevera rocosa. Crocnut le miró fijamente y, mientras movía su cabeza suavemente a ambos lados, una sonrisa afloró en su rostro. El verde de sus labios se fundió al cálido de la planta luciérnaga que iluminaba la despensa.
-¿Dudaste de mí? –dijo Sam, a los ojos que seguían clavados en los suyos.
-Me temí lo peor, pero no dudé de ti. No quise dudar de ti.
Sus ojos se miraron con deseo. Sus pensamientos también enviaban ondas de amor. Sam quería besarla. Iba a hacerlo. Sus labios se acercaban hacia la nariz de Crocnut.
-¡Vamos junto al fuego! –dijo ella, rompiendo el momento.
Crocnut volvió a la sala. Sam tardó unos segundos en hacerlo, justo los que necesitó para asimilar el golpe. En ese breve tiempo de ausencia, Croc-isis había caído rendida en un profundo sueño. Crocnut se agachó y la cogió en brazos.
-Está derrotada. La llevaré a la cama –dijo, encaminándose hacia una de las habitaciones.
Sam permaneció en el salón. Se acercó a la chimenea y echó otro tronco sobre el fuego. Éste se tornó violeta y prendió rápidamente. Sus ojos recorrieron la estantería de la chimenea, y allí no había ningún ataúd de recuerdos. Sam dejó escapar una leve sonrisa. Crocnut ya había regresado.
-¿Por qué te ríes?
-No es nada. Me alegra ver que tú no tienes un ataúd de recuerdos.
Crocnut cerró sus ojos. Acababa de descubrir algo. Se acercó al fuego y se sentó en uno de los cojines que antes tenía Croc-isis. Sam hizo lo mismo. Ahora, a unos metros del fuego, las dos caras habían adoptado el color verdoso de los rayos fogosos.
-Ahora entiendo las palabras de su sueño –dijo ella mirando a Sam, quien, al contrario, no entendía nada.
-“Eres un tonto, un cabeza de chorlito, un piel seca, un bicho que lleva la cola puesta. Sólo te comunicas con plantas y ataúdes de recuerdos”, me ha dicho entre sueños.
Sam se rió ante las cariñosas palabras que Croc-isis le dedicaba.
-Debes ser muy listo, y desde luego diferente. En unos días has conseguido enviar ondas a las plantas y, lo que es mejor, has conseguido captar las ondas de un ataúd de recuerdos. ¿Habéis estado jugando a las adivinanzas, verdad? –Sam creía entender a qué se refería Crocnut-. Es un juego demasiado duro para una niña. Enviar ondas continuamente, una y otra vez, para que tú las captes, la agota físicamente.
-Perdona. Desconocía…
-Si quieres que alguien te enseñe a utilizar tu mente, lo haré yo. Pero debes prometerme que harás todo lo que yo te diga –mudamente, Sam asentía-. Lo primero, no volver a hacerlo con ella.
-Y lo segundo –dijo Sam, riendo.
-Lo segundo… No volver hacerme dudar de ti –Sam se puso serio-. No, es broma –ella se rió-, pero no me deis otro susto como el que me habéis dado.
-De acuerdo, pero dejémoslo para mañana, hoy ya he tenido bastante.
-Como quieras, piel seca.
Los dos se echaron a reir. Sus miradas se pierden en el flameante fuego verde, que chispea y chisporrotea sin llegar a producir el más mínimo volumen de humo. El humo, era algo en lo que Sam no había caído y lo hacía ahora. Los troncos y ramas de aquel planeta no desprendían humo en su combustión. El fuego se podía respirar sin peligro de asfixiarse.
-Sabes –comenzó Sam-, he visto parte de la ciudad en una de las imágenes del ataúd de Croc-isis. –Crocnut le escuchaba con interés-. No llego a comprender por qué la gran mayoría de los crocomitas, los no pacíficos, como los llamáis, no viven en el único paraíso que les queda.
-No es cosa suya. Si fuera por ellos, vivirían aquí, pero pronto desaparecería el verde que da vida al valle, los urcroc morirían, y el pueblo se convertiría en otra megaciudad de Crocom. Sólo siguen las leyes y las órdenes de nuestro rey, Ramcroc.
Sam no podía hacer otra cosa más que tragar saliva, ante la excitante historia que Crocnut le estaba contando.
-No todos –proseguía Crocnut- los crocomitas odian la violencia. Con los terrícolas, ésta caló muy hondo en nuestras mentes y resulta difícil deshacerse de esa herida. Para poder entrar en Urcroclandia, el rey tiene que leer nuestras mentes y él mismo dar la aprobación de entrada, sin ella nadie puede entrar en el valle. Aquí están prohibidas las armas y hoy día resulta impensable ver a un crocomita desarmado.
-Pero… -irrumpió Sam-. Y el rey, ¿por qué no vive aquí? Los reyes siempre viven en los paraísos, en los más bellos paisajes, en los mejores edificios, en lo mejor de cada tierra.
-Ramcroc, no. Su cerebro también sufre la enfermedad del odio, pero ama a su pueblo y a su planeta, por eso trata de conservar la única herencia que le queda, por eso protege Urcroclandia.
-Me gustaría conocer a tu rey –dijo Sam, rompiendo su silencio.
-¿Estás loco?
-Ya que los terrícolas somos los causantes de la muerte de su planeta, él es la única persona que puede decirme cuál fue la verdadera causa de que la vida terrestre desapareciera.
-¡No me estás escuchando! –dijo en alto Crocnut-. Los terrícolas sois la causa de su desgracia. Si te presentaras allí, estarías muerto en menos de lo que tarda en encenderse una de nuestras plantas. Eso si tienes la suerte de llegar hasta él. Sería una gran alegría que lo acercaría a su cercana muerte. ¡Ohhh! No, no, no. No tendrías la suerte de morir. Tú provienes de un siglo antes a la invasión terrícola. Tratarían de regresar contigo e invadir ellos tu planeta, de esta forma evitarían ser conquistados posteriormente.
-Tengo que arriesgarme –Sam cogió la mano de ella entre las suyas-. Necesito saber por qué tu gente nos odia tanto.
-Lo siento, pero no te puedo ayudar –le miró en silencio-. Sólo Amoncroc podría hacerlo.
Momento de silencio. Sus miradas seguían cruzándose.
-Quieres mucho a Croc-isis –dijo Sam, cambiando el tema de conversación y provocando la risa de Crocnut, mientras se limitaba a asentir con la cabeza. -Y también quieres mucho a Atoncroc.
Crocnut se puso seria y desvió su mirada hacia las llamas, las cuales comenzaban a perder fuerza.
-El fuego se está apagando –dijo.
Sam estiró su brazo, y cogiendo otro de los troncos lo arrojó sobre las brasas. Éste adquirió su color violeta y provocó una gran llamarada. La intensa luz era suficiente para revelar los rojizos y avergonzados ojos de Crocnut.
-Los terrícolas podemos ser muy malos, pero también existe el amor entre nosotros. A veces estamos tan ciegos por ese amor, que no nos damos cuenta de que lo vamos propagando en voz alta. –Crocnut no se atrevía a mirarle-. ¡Eh…! –exclamó Sam, atrayendo su mirada-. Croc-isis estaría encantada de que ocuparas el puesto de su madre. Lo he leído en sus pensamientos.
-Sí, ya lo sé –unas alegres lágrimas surgieron de sus ojos-. Incluso, algunas veces, en sueños me llama mamá, pero –levantando su mirada- Atoncroc nunca me aceptaría. Nunca aceptaría que otra crocomita ocupara el puesto de su mujer.
-En mi planeta se solía decir que la esperanza es lo último que se pierde. También teníamos que tener algo bueno. –Crocnut rió y apretó los dedos que sujetaban su mano-. Bueno, iré a dormir. No te levantes –Sam se puso en pie y le besó en la frente, luego se marchó dejándola sola frente al fuego.

Un inesperado relincho despertó a Sam. Comprendió que los hombres habían llegado. Por la rendija de la pared de su habitación ya se filtraban los rayos solares. Mentalmente, ordenó al urcroc que se acercara a la pequeña abertura. Unos segundos después, el haz luminoso, que se arrastraba tímidamente por el suelo, desapareció. El animal había recibido sus ondas y se había acercado a la frágil pared de barro que les separaba. Un alegre “hola” fue el nuevo envío de Sam, y, de nuevo, la ilusoria voz del urcroc volvió hasta sus oídos.
Fuera, como la primera vez, los hombres estaban sentados bajo la sombra del pórtico. De nuevo, como la primera vez, las risas cesaron con la presencia de Sam, y afectuosamente, como la primera vez, Amoncroc se levantó para recibirle. Pero en esta ocasión, todos hicieron lo mismo. Ya le conocían y no hacían falta las presentaciones. Atoncroc, Anucroc, Akenacroc, Tutcroc, Sesoscroc y el joven Tutancroc le dieron la bienvenida, aunque, realmente, eran ellos los que regresaban. El blanco de la fachada ya los convertía en mimos vivientes.
-Gracias. Croc-isis me ha dicho que has cuidado de ella –dijo Atoncroc.
-Ha sido un placer –respondió Sam-, aunque, a decir verdad, ha sido ella la que ha cuidado de mí.
-Me gustaría hablar contigo –interrumpió Amoncroc.
-Por supuesto –dijo Sam, separándose del grupo y acercándose a su amigo, que ya se encaminaba hacia la sombra de los árboles altos.
El moreno que había adquirido Sam contrastaba con el blanco de la fachada de Atoncroc, pero éste pronto se volvió marrón, y rojo, y azul, y finalmente verde.
-He estado hablando con Crocnut –dijo el crocomita-. Me ha dicho que estás empeñado en ir a la ciudad y presentarte ante el rey. –Sam iba a comenzar a hablar- Calla, no digas nada. No sabemos si han visto tu nave. Si lo han hecho, conocen tu origen, pues, aunque en el calendario de abordo no se veía nada, en uno de los motores estaba grabada la fecha de su fabricación. Debemos dar tiempo. Si conocen tu existencia, ellos mismos vendrán a Urcroclandia en tu busca; si en unas semanas no han venido, entonces desconocen tu presencia y jugaremos con ventaja para presentarnos ante el rey. Ir ahora sería una locura. Serías una fácil presa para cualquier crocomita no pacífico, y tu cabeza sería un buen botín para ir enseñando. Eso le haría ganar muchos puestos en la escala social, y créeme, ninguno iba a dejar pasar la oportunidad. Deja que pase el tiempo, unas semanas no son nada después de mil años. Aprende a ser uno de nosotros y te prometo que yo mismo te acompañaré ante el rey.
-Desde que he llegado aquí –dijo Sam-, me he puesto en tus manos, y ahora no voy a cambiar de idea. Haré todo lo que tú me digas.

Rápidas, como las ondas mentales que esos días habían vuelto a recorrer el valle como tiempo atrás no lo hacían, concretamente desde antes de la llegada terrícola cuando la telepatía era la única forma de comunicación entre los habitantes de Crocom, habían pasado cinco semanas. Durante esos interminables días para la impaciencia terrícola de Sam, Crocnut, Atoncroc, Amoncroc e incluso la testaruda Croc-isis, no le habían dejado solo ni una sola milésima de segundo. Únicamente se separaba de ellos durante unas pocas horas, cuando su exhausta mente le obligaba a caer dormido. Tal había sido esta incesante actividad mental, que incluso habían llegado a crear turnos intensivos. Las mañanas eran de Atoncroc, las tardes pertenecían a Amoncroc, naturalmente las noches se las habían dejado a Crocnut y las madrugadas, mientras todos le creían dormido como ellos, estaban en manos de la más madrugadora, la obstinada Croc-isis. Normalmente, Sam caía rendido al mediodía, cuando después de comer le invadía la pesadez de la siesta terrícola y los músculos de su cuerpo se convertían en pesadas planchas de titanio. Ese era el momento que aprovechaban Atoncroc y Amoncroc para cambiar sus puestos y comentar los continuos avances que presentaba su único y aventajado alumno.
Sam había aprendido a ser un crocomita más. Era capaz de mantener una conversación mental con cualquiera de ellos, podía ocultar sus verdaderos pensamientos, pero, sobre todo, y lo más importante, era la habilidad que había adquirido para esconder su verdadera identidad.

Había llegado el momento de la verdad. Había llegado el momento de ir a la ciudad, de conocer Crocómpolis y de presentarse ante el gran rey Ramcroc. Todos los habitantes del pueblo se habían reunido junto a la casa de Amoncroc. Todos. No faltaba nadie. Sin ninguna excepción. Estaban todos los niños, todas las mujeres, todos los ancianos, todos los hombres y, por supuesto, en el prado, todos los urcroc. Todos querían dar un adiós a aquel extraño ser que, sin quererlo, había caído en sus vidas y que, amistosamente, había llegado a formar parte de ellas. No había un solo ojo del que no cayera una transparente lágrima, que era el extraño color que adquiría el salado líquido cuando se lloraba por pena. El gran grupo estaba presidido por Crocnut, Atoncroc y la pequeña Croc-isis, quien, con su cara triste y situada entre ellos, apretaba sus delicadas manos entre las de los dos mayores. Todos esperaban la llegada de su héroe, porque en eso se había convertido Sam para ellos. Un héroe, que, según ellos, se entregaba a su propia muerte. Por eso querían despedirse de él. Ninguno tenía esperanzas de volver a verle.
La puerta de la casa se abrió. Amoncroc fue el primero en aparecer. Una larga túnica roja cubría su cuerpo, y de su hombro colgaba la pistola de ultrasonido láser. Tras él, apareció Sam. Otra túnica verde esperanza llegaba hasta sus tobillos. Su vieja pistola había sido cambiada por una más moderna que le había regalado Atoncroc y, por primera vez, llevaba su pelo rapado. Era fielmente uno más de ellos. Las incoloras lágrimas terrícolas se deslizaban por los diminutos surcos que la pena había creado en su cara.
Pero, en todo este parecido, faltaba algo. El color de su piel era totalmente distinto y era algo que le delataba fácilmente. Atoncroc y Amoncroc se miraron desconcertados. Sus ojos buscaban a alguien entre la multitud. Era evidente que faltaba alguien. De pronto, unas voces provocaron que todos los reunidos se volvieran. Akenacroc venía corriendo hacía ellos. La velocidad de su carrera convertía su cuerpo en un móvil arco iris que cambiaba según el color de la fachada con la que se cruzaba. Sam cayó en la cuenta, hacía tres semanas que no veía a Akenacroc, hacía tres semanas que nadie veía a Akenacroc, hacía tres semanas que se había encerrado en su casa para preparar un ungüento que fuera capaz de tomar cualquier color. Akenacroc entregó un tarro a Amoncroc, éste lo abrió y tomando una punta del ungüento lo repartió por la cara de Sam. Todos atendían expectantes y tras algunos segundos la cara de Sam reflejó el mismo blanco que la fachada de la casa, el mismo blanco que reflejaban todos los demás. Los ¡halas! ¿Has visto? ¡Increíble! Se escucharon durante el tiempo que duraron las despedidas.
-El efecto dura unas seis horas –dijo Akenacroc, emocionado, entre las felicitaciones de sus vecinos.
-Eres el mejor brujo de todo Crocom –le dijo Amoncroc.
-¡Buena suerte, amigo! –gritó Akenacroc en alto mientras sus lágrimas recorrían el mismo camino que las demás.
-¡Gracias Akenacroc! –respondió Sam, sobreponiéndose a los gritos de todos los que se despedían de él -. ¡Nunca te olvidaré!
Sam se acercó a Croc-isis, se agachó y la sentó en una de sus rodillas.
-No llores, pequeña. Sabes –Sam señaló al impoluto cielo-, tengo un amigo ahí arriba que me ha dicho que pronto vas a tener otra mamá.
Croc-isis levantó sus húmedos ojos hacia Croc, su sol.
-¿De verdad? –dijo, entre sollozos.
-Ya lo verás –terminó diciendo Sam mientras la dejaba en el suelo.
Croc-isis comenzó a sacar algo que tenía envuelto entre varias hojas de una extraña planta. Se trataba de su ataúd de recuerdos. Se lo ofreció a Sam.
-No puedo aceptarlo –dijo Sam, casi sin poder pronunciar palabra.
-Así nunca te olvidarás de mí. Además, pronto voy a tener otra mamá.
Una triste carcajada escapó del interior de Sam. Se agachó otra vez y la besó en la frente. Se incorporó.
-Crocnut…–dijo, mientras tomaba aire-. No… No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí. Sin… Sin ti no hubiera sido…
-¡Calla! –cortó ella-. Gracias a ti he podido ver algunas de las cosas que los crocomitas no poseemos. El amor a lo desconocido, poder ver la belleza donde parece no haberla, y, sobre todo, no perder la esperanza.
Sam se acercó a ella y la besó delicadamente en la nariz. Nada se oyó, ni risas, ni ummms, ni nadas, nada. Sólo le quedaba despedirse de Atoncroc. Los tres hombres se separaron del resto.
-Me vas a perdonar –le dijo Sam a Atoncroc-. Creo que Croc-isis necesita una madre. No te comportes como un terrícola –Atoncroc comprendió que se refería a él mismo-. No digo que te olvides de ella, pero todavía te queda corazón, y mucho. Ábrelo para que pueda entrar alguien más. –Atoncroc sabía que él tenía razón-. Creo que a ella le gusta Crocnut.
Atoncroc sonrió y le ofreció su mano en un saludo terrícola. Sam apretó fuertemente su mano.
-Eres un buen hombre –dijo Atoncroc.
-Gran parte de culpa la tiene tu pueblo. Siempre estaréis en mi corazón.
Sam se llevó una de sus manos al corazón y la otra se la puso sobre la cabeza. Quería dar un último adiós a la manera crocomita; no en vano, se encontraba en Crocom. Atoncroc sonrió y le devolvió el saludo. Sam avanzó para unirse a Amoncroc, que ya iniciaba su marcha, cuando un gran relincho general de todos los urcroc hizo retumbar el valle. Éstos no iban a ser menos en su despedida. Sam retrocedió unos pasos hasta tenerlos a la vista y en un triste adiós telepático se despidió de ellos.

Tenían todo el día de camino. A decir verdad, tenían diez días y diez noches de marcha. Noches, porque en algunos tramos tenían que caminar en estas horas y descansar de día, como cuando atravesaran el desierto de Crocomhara. Allí el calor por el día sobrepasaba los setenta grados centígrados a la sombra, pero el significado de ésta palabra era algo que, sencillamente, no existía en el árido desierto. Incluso durante la noche, bajo la única luz de los reflejos de Urcroccrom y Rúbor hacía calor. El desierto de Crocomhara era, junto a los polos y las tierras altas, situadas a más de diez mil metros de altura, una de las partes más inhóspitas del planeta. La ruta hasta Crocómpolis era muy larga y pesada, ya que sólo se podía llevar a cabo a pie. Los urcroc no podían salir de su valle. Si lo hacían más de dos minutos, la muerte caía rápidamente sobre ellos. La aridez de la tierra y el seco aire se colaba en su sangre aniquilando todos sus glóbulos, blancos y rojos, y los asfixiaba en unos pocos minutos. El ahogo los volvía locos y ellos mismos se clavaban su afilado cuerno para acelerar su muerte. Así sucedía siempre que algún urcroc se perdía involuntariamente. Los vehículos crocomitas no eran lo suficientemente cómodos y eficaces como para atravesar los estrechos desfiladeros y mares de rocas, ni poseían la suficiente potencia como para ascender por las pronunciadas pendientes de las montañas que se extendían por la frágil corteza. Sólo eran utilizados en las ciudades, y los límites de éstas señalaban el límite de sus posibilidades. No obstante, más de un crocomita había tenido que abandonar su coche al intentar adentrarse en las desgarradoras e inexistentes pistas extra-radiales. Carburadores y radiadores secos por el polvo, depósitos rajados por los golpes con las rocas, pero sobre todo, ruedas reventadas por las piedras y el calor. En todas las entradas a la ciudad se podían ver las ruinas de los destartalados vehículos, convertidos ahora en vivienda de algún desgraciado crocomita.
Sólo existía un medio de transporte, pero éste quedaba fuera de todo alcance para los ciudadanos de Crocom. Sólo la familia real y algunos nobles estaban autorizados para ello, autorizados por el mismo rey. Los oldcroc eran las únicas bestias domésticas que quedaban en Crocom y que podían vivir fuera del valle de Urcroclandia. Tampoco quedaban muchos, por eso el rey había ordenado construir una granja de reproducción. Eran animales prehistóricos, que tras millones de años viviendo en la misma tierra, habían tenido que adaptarse al nuevo periodo post-terrícola en poco más de setecientos años. Una adaptación rápida y difícil que pocos de la especie habían conseguido superar. Antes tenían hierba y árboles por todo el planeta, ahora se tenían que conformar pastando en los extensos campos de Tallum Luminacroc, que era el verdadero nombre de las plantas que Sam había bautizado como plantas luciérnaga, que se plantaban para ellos. Desde siempre se habían alimentado de esta especie, pero ahora era su única dieta, lo que misteriosamente les proporcionaba una gran memoria. Por las descripciones de Amoncroc, Sam identificó a los oldcroc como animales parecidos a los camellos terrestres, con la diferencia de que éstos también mutaban el color de su piel en función de lo que les rodeara. Ésta debía ser una cualidad que poseían todos los seres vivos de Crocom, fueran de la especie que fueran y con la única excepción de los urcroc, lo que le hacía pensar que quizá fuesen algo divino y proveniente de otro lugar. Mutaban los humanos, así los consideraba él, lo hacían los desconocidos oldcroc y también lo debían hacer, a su manera, las plantas luciérnagas, sólo que éstas cambiaban la longitud de onda de las radiaciones que emitían.
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